Pintura de Noemí González |
En momentos de íntima derrota, cuando nada nos
salva y hasta las palabras son un lastre pesado, nos queda el mar. Mirarlo,
nadarlo, comerlo.
Pico las cebollas en brunoise, las espolvoreo
con sal, las dejo reposar en un colador grande unas horas removiendo de cuando
en cuando. Luego vuelco el picado en un papel absorbente para quitar el agüilla
que aún hayan soltado, enharino y sacudo lo que le sobra. Frío la cebolla en
aceite caliente y cuando está dorada la pongo sobre otro papel para quitar el
exceso de aceite.
Con paciencia de cirujano he sacado los dos
lomos de los pequeños salmonetes sin dejar ni una espina y los he marcado Apenas en la
plancha. Las anémonas las he dejado que escurran un poco y luego las he
enharinado también con harina gorda y las he frito unos pocos segundo en aceite
muy caliente.
Monto cada bocado extendiendo un fina cama de
cebolla, sobre ella un lomito de salmonete, sobre el salmonete una hortiguilla
cortada por la mitad, luego el otro lomo y de nuevo una lluvia de cebolla
frita.
Tal vez luego vengan días de vino y rosas, de
levedad y piel caliente, de fiesta y compañía, tal vez no. Pero nunca imagino
el cocinar como un consuelo o un desahogo sino como una forma de reivindicar
que no te rindes, que tienes derecho al íntimo placer de saber hacer lo que
desea tu hambre o saber nombrar lo que de verdad amas. No es tan difícil morder
el mar.
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