Te hacías
traer la vainilla Totonaca a través de misteriosos caminos comerciales, pero no
para perfumar el chocolate con el que envenenaron el alma de Cortés, ni para
aromatizar vulgares y dulzones helados yankis sino para competir con el Chanel
número 5 e intoxicar mis boca con tu cuerpo.
Tras darte un largo baño en agua muy
caliente, masajeabas tu piel con un elixir que fabricabas tu misma con vainas de
vainilla mexicana tostadas y aceite de oliva virgen de Jaén. Luego te limpiabas con una toalla
de hilo secada al sol y te vestías con unos vaqueros viejos y una camisa blanca.
La brisa
fresca de marzo me traía el olor de las mimosas y la tierra húmeda de los
olivares. Bajo la sombra de la parra se veía el paisaje de los almendros y los
ciruelos en flor de las dos lomas que protegían tu casa de los últimos fríos del norte,
pero bastaba cerrar los ojos para intuir un olor muy distinto a todo ese paisaje.
Habías hecho
un mole picante para guisar las perdices que te había regalado y bebimos dos
botellas de tinto para mojar nuestras palabras. A eso de la cuatro de la tarde
la brisa ya era dulce y cálida, gritaba la primavera en todo el horizonte.
También estaba cálida tu alcoba. Olía muy bien tu cuerpo, pero su sabor era
mucho mejor.
No tuve que
rogarte mucho para que me confesara la receta. En medio litro de aceite de oliva virgen dejas macerar un mes seis
vainas de vainilla mexicana que antes has secado un poco al fuego en una sartén
y machacado en un almirez nuevo. Luego filtras este aceite con un colador de
gasa y te masajeas el cuerpo con un poco de este aceite tras el baño. No
necesitas usar después ningún desodorante ni perfume.
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