Foto de Karin Rosenthal |
Cuando llevo
mucho tiempo sin cocinar un plato me asalta la duda y la angustia de si
recordaré cómo se cocina. No tanto la letra grande como la letra pequeña, los
gestos, los trucos, los ritmos y tiempos que convierten ese guiso en el exacto
guiso que uno guarda en su memoria del gusto y del olor.
Pero es un
hecho que olvidamos muchas cosas, toneladas de experiencias y de días. Si
pudiera medirse de verdad yo diría que olvidamos casi toda la vida y apenas
recordamos un veinte por ciento. O menos. Saber esto me deja perplejo. Por una
parte me dan ganas de anotarlo todo, por otra parte entiendo que este inmenso
olvido será la forma que tiene el cerebro de sentirse ligero y no arrastrar por
ahí demasiada chatarra.
Revuelvo en el
fuego unas acelgas cocidas al dente con dos buenos cucharones de escabeche de
perdices deshuesadas. Cuando apenas ha templado la cosa, sumo un tomate sin
piel ni pepitas cortado en daditos, un poco de romesco, otro poco de albahaca fresca, las hojas enteras.
Llueve mucho
ahora y me gusta la furia del cielo, el revoltijo de nubes, las oleadas de agua
que van mojando todo. Antes de probar la comida tomo un poco de vino. Me ha
salido perfecto. Me gusta como el aliño de la caza sabe respetar la sutileza de
la acelga y el regusto final del tomate, el machado de almendras y avellanas,
el punto fresco de la albahaca al final de la boca.
Nunca ha sido
para mi un placer olvidar, nunca pasé página de ninguno de mis libros de
tiempo, pero el cerebro va borrando por su cuenta la hojarasca y el polvo.
Me preparo
para salir a pescar. Es un placer hacerlo bajo esta lluvia fina, fría y marceña,
bien comido y bebido. Abrigado por
la soledad, ligero de memoria, como el agua.
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