El día en que descubres todo lo que te has perdido ya
estás muerto. Igual que el día en el que sientes que cualquier tiempo pasado no
fue mejor sino inexistente. No hay más que hoy. Y los libros, para hacer más
intenso este paseo o para entender antes el engaño del porvenir. Guiso un arroz
tan negro como el futuro. Sofrito, tinta de calamar, caldo de morralla, tres
buenos puñados de chipirones limpios, arroz del Ebro y tiempo. Luego fabrico un
ali oli para espantar vampiros.
Freud nos enredó con eso de las
fases, que si oral, anal, genital… como si el viaje a la madurez fuera una
excursión incierta por la geografía de la piel o sus abismos. Yo debí quedarme en la oral porque sólo me fío
de mi boca y de mi olfato para detectar si el arroz está en su punto o si algo
huele a podrido en Dinamarca, para buscar las palabras más perfumadas o las
grietas donde escondes tu placer. Utilizo el resto de mi cuerpo real o
imaginario, claro, pero nada como una boca para nombrar la felicidad o los
desastres dolorosos de vivir.
Se
va el olor del arroz enchipironado por la ventana abierta del verano hacia los
bosques de robles y castaños de la sierra. Pero todos los vampiros siguen ahí
amasando el poder, robando nuestro tiempo, enarbolando discursos por la tele,
diciendo que ellos tienen la razón y nuestros sueños son una vana reminiscencia
poco madura de nuestra fase oral. Ellos están en la genital, claro, lo hacen
todo por huevos, mira esas leyes rancias que se van sacando de debajo del
sobaco como golondrinos. No se han enterado que a ellos también los arrasará el
tiempo y antes nosotros juntos, cocinando arroces de pobre y gritos dulces de
libertad y revolución.
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