Ilustración de Gary Taxali en el N.Y. Times |
Jaime había sido el coordinador del proyecto. El
concepto de App estaba claro, también su necesidad. Todos tenemos hambre. A
todos nos gusta comer determinados guisos. A todos nos molesta perder el tiempo
por teléfono o en la web mareando el mouse, buscando, dudando, eligiendo,
pidiendo, pagando, qué pereza. Se trataba de diseñar una App para pedir comida a domicilio
cien por cien intuitiva, cien por cien verbal. Tan solo hablar al Iphone y
esperar a que nos trajeran lo que nos apetecía. Nada más. Nada menos. Por ejemplo,
“quiero comida para tres, una lentejas
guisadas de forma tradicional y una ensalada de endivias con Roquefort a las
dos del mediodía” o: “nos apetece una
pizza cuatro quesos para seis y una botella de Burdeos que no sea cara, para
las siete de la tarde”. La App se encargaba de hacer todo lo demás, buscar
los guisos, pedirlos a la empresa de comida a domicilio que estaba más cerca y
que guisaba de la forma que más podría gustarnos y pagar. Además la App sería
predictiva, aprendía nuestras manías, preferencias, gustos o nivel de gasto, y
pedido a pedido mejoraba. Incluso al final de la comida, también con la voz,
sin teclear nada, le podíamos hacer nuestra crítica para afinar los pedidos
futuros, “me ha gustado la pizza pero
para otra vez quiero la masa más fina” o “las lentejas perfectas pero ha faltado un poco más de tocino… y pan
para pringar”. La aplicación estaba lista y la compañía pensaba lanzarla la
semana que viene. Unas cincuenta personas llevaban probándola cerca de un mes. Jaime me dijo con un mohín de orgullo que sólo tuvieron que mejorar el módulo de reconocimiento de vocabulario ya que
mucha gente llama de forma muy diferente a los mismos guisos. Lo demás funcionaba
como un tiro así que dejaron el trabajo sucio a los de marketing y se fueron a
festejarlo a una playa remota que conocía James. El entrenamiento del trabajo
en equipo se notaba, varios encendieron una hoguera, otros fueron a un puerto
cercano por marisco y de la oficina se habían traído unas cajas de vino
estupendo del condado de Sonoma. Lucía, aunque era su invitada, se encargó de
la barbacoa. Me contó que hizo una brochetas enormes, "para Nemos o Cíclopes", con pedazos de mero y de langosta que
antes había remojado en una salsa picante fabricada apenas con aceite, limas,
sal y ají. No faltaba la mayonesa, la mostaza y ketchup de bote pero a ella no le importó que los chicos estropeasen el sabor del pescado con esos mejunjes. También hizo
brochetas de calabacín, puerro en conserva y tomates secos rehidratados, acompañadas de un moje de salsa romesco, para la parte del equipo que era vegetariano.
Tras el festín se metieron en el Pacífico a nadar. Por la noche hubo música,
baile, un fuego bien grande, más vino. A Lucía todo le pareció muy yanqui, pero
se le notaba feliz y paz. Recordé la foto de su madre que me había enseñado Alfred
y Annabel, más de veinte años antes, tal vez en esa misma playa, guisando también
ella misma una paella para sus amigos, sobre las brasas de una hoguera, haciendo posible el futuro de hoy, quizá sin saberlo o sí. (fragmento de la novela: "Salsa de olvido")
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