jueves, 25 de junio de 2015

HUEVO FRITO CUM LAUDE


(Imagen de Mariola Bogacki)
En cuanto alguien me dice: "es que la fritanga no es sana", salgo corriendo, igual que si me dicen que admiran a Warhol como pintor o a Octavio Paz como poeta. Me da pereza tener que discutir de tanto lugar común. Uno es fritanguero, solanesco, machadiano, anticuado. En el cole deberían enseñar a los niños cómo pintar un atardecer, cómo hacer un verso y cómo freír un huevo. También deberían enseñarles a ser educados con los viejos, que robar está mal, que ensuciar la calle peor, que leer todos los días un rato no los privará de vivir, de besar a la novia, ni de matar marcianos en la consola, También a hablar, a discutir con elegancia y hasta con ferocidad pero nunca con los puños. Y por último deberían enseñarles que caminar, nadar, biciclear, respetar los árboles y fritanguear con aceite de oliva es muy bueno para la salud del alma y la del cuerpo, que es lo mismo. Pero claro, la escuela está para otras cosas accesorias que le importan mucho a Wert y a sus secuaces.

Tan difícil. O tan fácil hacer un huevo frito. Me gustan con pimientos fritos, con patatas fritas, con torreznos fritos (no puedo ser sublime sin interrupción, ya dije). Los españoles sin fritos seríamos otra cosa, marcianos o algo peor.

También me gustan con trufa de Teruel por encima o salpicados de caviar de Riofrío. Pero si alguien me invita a su casa a comer unos huevos fritos con patatas y virutas de jamón no tengo más que decir, ese amigo o amiga sabe cocinar y no necesita deslumbrarme con fuegos artificiales deconstruídos. Ese es el punto medio entre lo castizo y lo sublime.

lunes, 22 de junio de 2015

GARATO (en homenaje al gran James Salter y su "juego y distracción". "A Sport and a Pastime". 1967)


Foto: Saul Leiter
Pensaba que estaba demasiado delgada. Se levantó de la cama y se tapó en un segundo con el viejo albornoz como si aún le pesase el pudor de una adolescencia ya remota. Él imaginó un par de frases para explicar lo mucho que le gustaba su culo, pero no dijo nada. Se hizo el dormido mientras ella trasteaba en la cocina y colocaba algunas piñas secas y troncos en la chimenea. Dijo entonces las frases y después buenos días aunque ya eran las las cuatro de la tarde.

Había hecho garato de tenca, una receta sefardí antigua como la sal. Los dos filetes de tenca, limpios de piel y de espinas, reposaron dos días bajo una capa de sal con pimienta. Se levantó de la cama y preparó en la cocina los alimentos. Lavó el pescado de sal y tras secarlo bien, cortó lonchas casi traslúcidas con un viejo cuchillo que aliñó con buen aceite y limón. Preparó también pan tumaca, queso en aceite y una ensalada de escarola macerada en zumo de granada.

El fuego comenzó a arder con fuerza. Había bastado revolver las brasas de la noche y colocar sobre ellas unos tocones de encina. Ella volvió a la cama corriendo y dejó el albornoz azul tirado en el suelo antes de esconderse bajo el edredón y llamarle.  Llevó la comida hasta la mesa que había junto a la chimenea y amontonó las tres almohadas haciendo una suave pirámide sobre la que ella colocó su vientre. Agarró sus caderas como quién se dispone a entrar en la tormenta.

La desaparición del amor es pocas veces irreparable. La vida tiene sus mecanismos secretos, el instinto de seguir adelante. Tenemos también el olvido, la fabulación, el propio tiempo derrumbando los mitos que el deseo construyó sobre arena. Pensó que sus gemidos agudos debían parecerse al canto de aquellas sirenas antiguas. Tampoco él pudo resistir mucho tiempo aquel balanceo furioso.

A él le gustaba una delgadez que nada tenía que ver con su hambre. Comieron el garato y el resto de alimentos descubriendo que la desaparición del amor sería irreparable. Volvieron luego de nuevo al arrecife blando de la cama. Se dejó hacer y deshacer. Ya no había allí ningún pudor adolescente. 

(de: "Olvido en salsa". Inédito)

jueves, 18 de junio de 2015

TEST DE AFINIDAD




















Después de tantas vueltas y tanto amor derrochado, desperdiciado, prudente o fallido... Tengo un infalible test de afinidad afectiva. El amor solo es gustoso si a ella:

  1. Le gusta comer de todo y no está preocupada por su peso. Le interesan los sabores nuevos, es curiosa y también antiguos, es memoriosa.
  2. Le gusta beber alcohol y saborear vinos y copas y le sientan bien (nada de malos rollos, tristezas o deliriums)
  1. Le apasiona el chocolate, cuanto más negro y amargo mejor.
  1. Cree que comer es un placer y no una forma de nutrirse, estar sana, alimentarse, etc.
El resto de cuestiones o afinidades son secundarias, paja, humo, vanidad, superficialidades sin importancia.

Claro que jamás le pediría que se comiese su corazón
Pero el dibu de la maravillosa alemana Lesia Chernish me encanta.

martes, 16 de junio de 2015

SALSA PARA PATATAS BRAVAS

Ilustración de Erik Jones
Las salsas picantes tienen eso, sus filias y sus fobias. Prefiero el amor al que le gusta el picante en todas sus versiones: rabioso, perfumado, potente, sutil y delicado. Mientras se fríen las patatas en cuadrados, primero a fuego medio y luego fuerte para que    queden bien doradas, vamos haciendo la salsa brava.

Instrucciones I: Cocinar una salsa de tomate con su cebolla caramelizada. Una vez que esté hecha añadir a esta salsa, en el vaso batidor: una cucharada rasa de pimienta negra, tres pimientas de Cayena, medio vaso de aceite de oliva virgen, un puñado de tomates secos rehidratados, un diente de ajo, un puñado de hojas de albahaca, un tomate crudo maduro y pelado, un chorro de salsa Worcester y la sal. Dar caña a la batidora cinco minutos a buena potencia para que todo quede convertido en una pasta medio roja medio anaranjada. Si espesa demasiado añadir un poco más de aceite y agua.

Instrucciones II: Nada peor que unas patatas mal fritas o una salsa brava de bote, para eso no te pongas. Nada más triste que el sexo sin picante ni cerveza bien fría en el antes, el durante o el después, para eso no te calientes ni le calientes a nadie el alma y la ingle. La vida siempre arde en la lengua, el paladar de los valientes es el que sabe disfrutar siempre de las salsas íntimas, naturales y picantes.



martes, 9 de junio de 2015

SOPA DE CACHUELAS



De niño tenía sueños de largos viajes, de aventuras por selvas y desiertos, de vueltas al mundo con mochila, de pasear por las ciudades remotas que describían los libros y muchas ganas de comprender los límites del mundo. De adulto cumples casi todos esos sueños y los que no cumples los olvidas o los arrinconas en el polvoriento y atiborrado desván de las cosas pendientes. Pero casi siempre falta algo, esa fascinación absoluta y brutal que tenemos de entonces con catorce años y que no encontramos hoy, que se escabulle siempre aunque lleguemos lejos y creamos ya saberlo todo, visto todo, entendido todo. 
Y en las cuentas pendientes con la experiencia sigue habiendo tres o cuatro cosas que nos quitan el sueño, que desearíamos hacer antes de morir porque sabemos que en ese viaje o en ese descubrimiento seremos felices con la simplicidad animal e infantil que tuvimos al principio, cuando el mundo era inmenso, desconocido y asombroso y nosotros sólo soñábamos con alejarnos caminando del hogar para siempre.

Mis sueños no cumplidos aún eran simples, fáciles, casi asequibles: volar en silencio, estar cerca un volcán en erupción, vivir un huracán y pasar una noche contemplando en el norte una aurora. Otro día contaré mis razones, otro día escribiré que sentí volando en aquel viejo planeador alemán, viendo la lava cerca de un volcán italiano o azotado el rostro por el viento furioso del Caribe mientras reía a gritos sin escuchar mi voz.  Pero hoy quiero recordar  aquel viaje a Finlandia y aquella noche en la que todos los colores del mundo se mecían en el cielo por la música de las palabras extrañas que recitaba Inga en mis oídos.

Había aceptado con mal disimulado entusiasmo la oferta de dar un pequeño curso para finales d de enero sobre “la nueva cocina española y sus orígenes en la cocina de subsistencia” para un postgrado de antropología de los alimentos. Apenas pagaban el billete de avión, la estancia en una residencia de profesores y unos seiscientos euros para gastos.  No me costó nada enhebrar las viejas notas, ordenar algunos artículos que había escrito sobre el tema para algunas revistas de esas que solo leen los glotones desocupados, los gourmet sádicos y los nuevos burgueses golosos. Acumulé toda la ropa de abrigo que escondía armario y salí para el Norte con Jack London y con Arturo Gordon Pim en los ojos y muchas ganas de sentir de verdad el frío. Soy un tipo del sur al que han fascinado siempre esas temperaturas por debajo de 20 bajo cero así que el frío y la nieve eran en si mismos un aliciente. Estaba la fantasía o el mito de que en esas latitudes se congelan hasta las lagrimas y los mocos, la fascinación  de hundirse en la nieve hasta las rodillas, de patinar en los lagos de los parques y, por supuesto, probar los ricos alimentos de Finlandia: sus estofados de cordero, el exquisito salmón salvaje, la dulce carne de alce, sus sopas de pescado, sus arenques, o su bacalao fresco.

Disfruté de alumnos y de alumnas atentos, que sabían de migas, gazpachos, gachas y potajes,  de la cocina española y sus orígenes pobres mucho más que yo mismo, que hablaban español con soltura y conocían seguramente mi país mejor que yo. La última semana, ante mi insistencia por ver una aurora boreal de verdad, una amable colega antropóloga me invitó a conocer la casa de sus familia cerca de Sodankylä, una ciudad pequeña en el corazón de Laponia. Imaginaba una agradable velada con viejos lapones alrededor del fuego y la voz del anciano relatando en palabras incomprensibles la leyenda del "revontulet", que significa "fuegos del zorro", porque dicen que es el zorro ártico quien hace esos fuegos que luego rocía con nieve gracias a su cola. Pero la pequeña casa de madera en medio de un claro en un bosque estaba vacía y helada y el corto viaje desde la ciudad en moto de nieve me congeló lágrimas, mocos y todo lo demás. Pero en poco tiempo Inga encendió la chimenea, una estufa y la cocina de leña, me arropó con dos mantas de piel de  reno y me preparó un café negro y malísimo que me quemó los labios y me calentó el corazón. Su abuelo había levantado esta kota en buena madera a principios de siglo. Mi abuelo fue un ilustrado. Era profesor de física y apoyó la construcción de un centro de investigación de auroras en 1913 en esos 67 grados norte en los que está Sodankylä. Era además cazador como todos los finlandeses e hizo su particular guerra contra los soviéticos primero, luego contra los nazis y después otra vez contra los rusos, ajeno a los pactos, acuerdos y negociaciones que hubo durante la guerra mundial. Perseguido por todos, nadie pudo atrapar a la pequeña guerrilla de aquel tipo duro que ya tenía setenta años en el año cuarenta. Todo esto me lo cuenta Inga mientras yo ojeo el álbum familiar y ella prepara un poco de comida. Unas setas de primavera en conserva, un pedazo de solomillo de alce, una patatas. Rehogó las setas con una nuez de mantequilla y un poco de aguardiente de pera, asó las patatas en la chimenea y pasó dos gruesos medallones del alce por la parrilla y luego espolvoreó la carne con sal de Francia, pimentón de España y el polvo de unas bayas secas cuyo nombre finlandés no sabría pronunciar. Comimos con hambre y bebimos con ganas un rico vino alemán, tomamos luego aquel mejunje que ella llamaba café y unas copas de vodka del país que Inga teñía con zumo helado de grosella. No hacía falta mucho más para que norte y sur confraternizaran un rato sobre las mantas de piel a modo de postre.

Foto: Frédérique Bangerter
Ahora te voy a enseñar el secreto de esta casa pero tu me tienes que enseñar el secreto de algún guiso de tu tierra.  Firmado el acuerdo ella cumplió su parte. La casa tenía un pequeño sobrevano al que se accedía por una escalera de mano. Allí arriba no había nada, solo un delgado colchón de lana prensada, varias mantas de piel y una plato de loza con velas. Sin embargo se estaba caliente porque los tubos de la estufa y la cocina pasaban por la estancia. Entonces se obró el milagro, Inga tiró con fuerza de unas cuerdas que colgaban del techo y dos metros de cubierta se corrieron hacia un lado dejando ver el cielo. El Cielo. Un inmensa y brillante cortina verde se mecía sobre nosotros y en el verde estaban todos los verdes del mundo de los más amarillos a los más azulados, la aurora se mecía como si una brisa moviera el resplandor. La cortina de luz se rompía lentamente en gigantes tiras verticales y lentamente volvían a unirse y cambiaba de color, de intensidad, de forma. El Cielo. Inga intentaba explicarme los fundamentos físicos del fenómeno, pero yo no escuchaba, solo miraba ese cielo, eso que llaman Aurora Boreal y que es el espectáculo celeste más bello que conozco. Pasamos allí varias horas asomando los ojos y la nariz de entre las pieles, desnudos, enroscados el uno en el otro. Llevo cuarenta años viniendo aquí a mirar las auroras y no me canso nunca. No conocí al abuelo pero entiendo muy bien que le llevó a hacer aquí su casa y a pensar, diseñar y construir con sus manos esta puerta mágica del techo para contemplar todo esto. Durante esos días nunca sentí frío.

También yo cumplí con mi palabra y le enseñé algunos platos extremeños. Hasta inventamos uno nuevo mezclando norte y sur. Una sopa de Cachuelas a la que en lugar de sangre e hígado de cerdo sustituimos éste por hígado de alce. Se fríe despacio el hígado de alce con su sal, su pimienta y su poco de pimentón cortado en trocitos y en una sartén sofreímos también un poco de cebolla, tomate pelado y troceado y pimiento rojo. Cuando está hecho el hígado se machaca la carne en un mortero o se trocea en pedazos más pequeños y se mezcla con la verdura pochada. Echamos luego agua y un machado de ajo y cominos al sofrito, dejamos cocer el guiso un rato, no demasiado, y cuando lo vamos a comer vertemos todo en una fuente en la que hemos colocado pan asentado cortado en rebanadas finas. Sopa de Cachuelas se llama el mejunje y es una de las sopas Extremeñas más sabrosas y alimenticias que inventó el ingenio, al pobreza y el hambre..

Pasamos cuatro días en la cabaña cocinando platos españoles con ingredientes que nunca supe de donde salieron, bebiendo vino alemán y vodka teñido de rojo, amándonos despacio y contemplando las auroras boreales en la oscuridad permanente del invierno en el norte. 
Ahora, siempre que llega enero y toca un poco el frío al sur, añoro Finlandia, echo de menos el sabor dulce de la carne de Alce, el sabor dulce de la carne de Inga y el ruido del tejado de aquella casa cuando se deslizaba y nos dejaba ver el cielo. El Cielo. Nadie debería desaparecer del mundo sin contemplar la aurora boreal.
Hoy quiero hacer sopa de cachuelas. Luego subiré al polvoriento y atiborrado desván de las cosas pendientes que abandoné allí con catorce años. Hay que usar los deseos, no dejarlos morir, no olvidarlos. Viajar a todos esos lugares, hacerse todas esas cosas que ansiábamos hacer entonces.

(Publicado por Baile del Sol. http://www.latiendadebailedelsol.org



martes, 2 de junio de 2015

TORTILLA DE JAMÓN Y CEBOLLA PARA MARY


“Incluso en la angustia de la muerte y del dolor y de las cosas feas permanece el hambre y junto al hambre la vida, con toda su paz, como si nuestros cuerpos, más sabios que nosotros nos estimularan en contra de nosotros y de lo que hemos aprendido, y nos obligaran a responder y a comer” (M.F.K. Fisher)

Tomo conciencia de que soy un “raro”, durante toda mi vida pensaba que no, que era uno más de los hombres con una identidad por fin distinta, casi extirpado el machismo cavernícola, el machismo cultural, el machismo sutil y otros tipos de micromachismos agazapados en los “decires y haceres”. Pensaba que por fin estaba siendo posible un mundo en el que la distinción y la diferencia no implicase desigualdad, poder y lejanía. 

Pero no ir de “machito”, “no tener huevos” o “ambiciones de tío” sigue estando mal visto. Hay que joderse. De hecho me he jodido muchas veces por esta rareza, pero me aguanto. Porque en mi vida han sido un ejemplo ellas (muy pocas veces ellos), vidas admirables, personas admirables, mujeres admirables, sabias, valientes, de una belleza interior y también visible que superó el tiempo y la vejez. 

Cómo no conmoverse hasta las lágrimas con la fotógrafa de Nueva York Berenice Abbot o la fotógrafa de la América profunda Dorotea Lange. Cómo no amar como antropólogo a la maravillosa colega Ruth Benedict y su amiga-amante Margaret Mead que tanto he leído.

Y como cocinero y escritor cómo no aprender, admirar, amar a Mary Frances Kennedy Fisher, a Lee Miller o a Julia Child. Miro sus fotos cuando eran jóvenes, guapísimas, deseables, magnéticas y veo sus fotos ya muy mayores, guapísimas, deseables, magnéticas. Ellas son ejemplo en mi vida y mi trabajo, ellas son mis héroes (en esa palabra no me vale el femenino). Hoy, sobre todo, Mary Frances Kennedy Fisher, tan guapa en la fotografía, en su forma de escribir, de amar y de cocinar. Voy a desayunar en su honor una tortilla de dos huevos con jamón muy picado y un poco de cebolla morada caramelizada, con una copa de Fransola.