martes, 22 de septiembre de 2015

PATATAS REVOLCONAS


Anunciación Mati Klarwein
Lloramos la ausencia de los sabores que una vez tuvimos en la boca. El descubrimiento que en el sabor estaba también escondido el tacto, el olor, una forma de mirar y sentir. Nos pesa no haber apuntado en el recetario secreto de la vida aquellos ingredientes que nos hicieron una vez felices pero que ya no venden en ninguna parte, extintos para siempre. Ya no hay despensas, ni tiendas de ultramarinos con tenderos alquimistas de mandil azul y lápiz en la oreja que nos saquen del fondo oscuro de la trastienda la sal y las especias que guardaban en sacos dobles de fina tela de lino.

Te gustaban mucho la sal y las especias, sobre todo las picantes. Me descubriste que no es sólo “sal” ese polvo fino, blanco y sin gracia que venden en todas partes. Recuerdo con qué pasión me hablabas de la flor de sal que huele a océano y a violetas secas o del crujiente divertido de la sal Maldón, de la amarga Guérande de Bretaña o de la sal rosada y fósil del Himalaya o la sal negra de la india o la sal de Camarga o la Des Trenc o la de Poza de la Sal que ya extraían hace muchos siglos los romanos. Hasta sabías hacer sal con el agua del Cantábrico en un sartenón al fuego lento de la chimenea, te salía una sal crujiente con un sabroso aroma a algas. Me llevabas a una pequeña tienda en la parte vieja de la ciudad para comprar un poco de pimienta rosa, negra, chiles, pimentón y todas aquellas sales extrañas... el viejo tendero cojo te conocía, se perdía en el laberinto oscuro de su trastienda y salía con sobrecitos de papel llenos de esas semillas y cristales de nombres tan extraños. Cosas de mi abuelo, -confesaste- Un indiano loco que se recorrió América entera buscando oro, esmeraldas o la fuente de la eterna juventud. Volvió enfermo, loco, pobre, pero sabio en ajis, sales y pimientas. Me contaba cuentos de delfines rosados y serpientes grandes como dragones, de ranitas venenosísmas que mataban con solo mirarlas de cerca, murciélagos chupadores de sangre, mujeres sirena, frutas con sabor a carne, cascadas habladoras, ríos mas grandes que el mar. Sobre todo me enseñó el placer de los picantes y las sales tan importantes en la cocina y en el amor. Yo me dejaba llevar y probaba tus moles y tus guisos, aprendía a diferenciar el sabor oscuro del Chipotle, el picantísmo Habanero que parece un pequeño puño cerrado, el picante intenso el Merkén, el guajillo, el verde, el mulato, la tóxica pimienta rosa, la aromática pimienta de Jamaica, los jarapeños ácidos, el pimentón ahumado de la Vera, el picante rabioso de la guindilla.

No he olvidado todavía tu nombre ni todos los sabores de fuego que me enseñaste. Me contaron que aprendiste a vivir en la selva siguiendo a los yaguarundíes, que descubriste una nueva pimienta a la que has puesto tu nombre y que no has vuelto.  A través de un amigo común me pides desde muy lejos la receta de las patatas revolconas. Es muy fácil. Cueces unas patatas con su piel en agua con sal, luego las pelas y las vas desmenuzando en una sartén al fuego en el que has frito la mejor de las pancetas cortada en pequeños dados y añadido una cucharada de pimentón (sin arrebatamientos). Después mejoras este engrudo añadiendo buen aceite de oliva virgen hasta que sientas que la masaza se ha vuelto suave y untuosa.

Yo no he olvidado aún tu nombre. Tampoco el sabor de tu piel a flor de sal y pimienta rosa. (de: “El Barco Caníbal”. Fragmentos desechados)

jueves, 17 de septiembre de 2015

ALCACHOFAS CON PERDIZ


No consigo recordar. Recordarla. Ni siquiera su olor. Y si no hay olor poco se puede inventar. Una vez, hace unos días, recordé su voz. Caminábamos por Madrid sin ninguna prisa, sin nada que esperar. Me cogió de la mano como una adolescente. Recorrimos muchas calles bajo una nubes grises que nunca nos mojaron.
Ahora no sé si recuerdo su cuerpo o me confundo. En todo caso es seguro que hoy, tantos años después, ese cuerpo ya será otro. Mi cuerpo tampoco es ahora el mismo. Luego, dormida, respiraba muy despacio, como si casi no necesitara el aire su cuerpo de nadadora. Su piel tenía un tono más claro donde esos meses le había tapado el bañador.
No consigo recordar. Esto es hacerse viejo. Eso y no desear. O pensar esa estupidez de que ya hay muchos libros que nunca podremos releer. Si pudiera recordar su olor sería distinto. Cuando se fue dejamos de vernos sin mayor drama o desaire. Volví a casa dando un largo rodeo por el mundo. La primera vez que descubrí que ya no la recordaba estaba cocinando un guiso de alcachofas con perdiz. Es un plato de fiesta, suntuoso e intenso, aunque esa vez estaba solo y todo era dudoso por delante. Estofadas las perdices con su mucha cebolla, su cabeza de ajo, sus laureles, tomillos, aceite, vino y vinagrillo, luego cocemos los corazones de alcachofa en ese caldo de caza junto a una patata. Deshuesamos las aves y añadimos su carne limpia en el último hervor de la verdura. Desearía recordar sobre todo su olor. Sin olor la memoria es sólo un triste cine, una novela de ibook, un guiso por la tele. Apenas nada.

Hoy he vuelto a cocinar las alcachofas con perdiz. No consigo recordar como era su cuerpo o porqué me enamoré con tanta intensidad. Mastico un corazón de alcachofa con un pedazo de carne de perdiz. Es seguro que también ella me olvidó. Todo lo arrasan los días que una vez fueron porvenir. Pero lo más triste de todo es eso, olvidar un olor. (de: “El Barco Caníbal”. Fragmentos desechados)