viernes, 30 de noviembre de 2018

SASHIMI CON RUTH

La biblioteca de Sociología y Ciencias Políticas de Madrid, cuando la facultad estaba junto al palacio de la Moncloa, era un refugio caliente y maravilloso durante el invierno, lleno de libros asombrosos que hablaban de todo y aspiraban a explicar el complicado mundo a un chico de pueblo como yo. Pero cuando llegaba la primavera, mucho mejor que las clases o aquel edificio lleno de escaleras asesinas era el erótico cesped de los alrededores donde discutíamos sobre lecturas, viajes, revoluciones por venir, o de como reventar el acto de Manuel Fraga en uno de los salones o de incomodar a Felipe Gonzalez en el palacio de al lado organizando una okupación de todo el edificio para el fin de semana. Aquel día había ido el despacho de uno de los profes que tenía en primero, un tipo con toda la pinta de genio loco que nos había obligado a leer un libro gordo infumable, una selección de lecturas de psicología social norteamericana. Le dije, con la arrogancia y desfachatez que da la más profunda de las ignoracias que todo aquello era un puto refrito conductista y una mierda. José Ramón no se inmutó, parpadeó varias veces tras las gafas, hizo una mueca que entonces no me pareció una sonrisa, se dio la vuelta y cogió de la estantería un libro casi al azar que no era siquiera de su asignatura. “Tenga Usted, hágame un análisis de este libro. De todas formas el examen será sobre esas putas lecturas refritas de mierda que ya ha leído y estudiado”. Así conocí a Ruth.

 Me gustaba su precisión poética y su libertad para deconstruir con palabras suaves ese castillo de tópicos en los que se sustentaban las culturas poderosas y las sociedades dominantes para explicar sus arbitrariedades, sus coartadas y sus chantajes. La tesis de Ruth Benedict  era que “cada cultura valora y privilegia ciertas conductas y tipos de personalidades y no otras en función de diversas razones bien definidas, y esas conductas son premiadas, delimitando así lo que está bien o mal”. Por lo tanto, según ella, uno no puede evaluar una cultura usando los estándares de otra. “La cultura de cada pueblo es única y sólo puede ser comprendida desde sus propios términos”. Su amante, amiga y alumna Margaret Mead ha sido en la historia de la antropología más “famosa” que ella pero su memoria y sus obras, aunque controvertidas,  se mantienen frescas y vivas. Nunca agradeceré lo bastante a José Ramón Torregrosa Peris su paciencia y aquel desafío, y luego otros muchos ante mis reiteradas negativas de estudiarme todos aquellos psicólogos sociales norteamericanos que escribían en una jerga incomprensibles definiendo unos conceptos estupefacientes y retorcidos para un alumno como yo, al que le importaba más pescar truchas, estar enamorado, guisar palomas torcaces y beber litronas en el césped con mi amiga Ana.

A Benedict le tocó vivir una epoca en la que el racismo, el nazismo y la violencia más feroz arropada por el derecho y la justicia de algunas naciones parecían ser los nuevos estándares de la civilización. Una época en la que ser mujer y ejercer la libertad en el sexo, los afectos y el pensamiento seguía siendo extraño para aquel “american way of life” de rebeldes sin causa y amas de casa rubias que luego sería una aspiración casi universal. Entonces la psicología social, la antropología y la sociología eran en EEUU ciencias tan prestigiosas como las matemáticas o las ingenierías porque a través de ellas se deseaba analizar, entender y explicar por qué había nacido aquel Golem llamado nazismo en uno de los países más modernos, educados y desarrollados del mundo. Durante la guerra Ruth trabajó para el Ejército de los Estados Unidos con el objetivo de  “que los hacedores de normas tomaran en cuenta diferentes hábitos y costumbres de otras partes del mundo”. Se centró en la cultura japonesa, el enemigo, los amarillos, un exótico imperio que había renacido de su atraso feudal para convertirse en un nuevo imperio feroz, invasor y sanguinario. El gobierno americano necesitaba entender a aquel raro enemigo. ¡Sin embargo Benedict jamás había pisado Japón!, así que leyó, estudió, analizó, comparó todas las publicaciones que en las bibliotecas hablaban de la cultura japonesa, entrevistó a americanos de origen japonés que el gobierno estadounidense había encerrado en campos de concentración por considerarlos enermigos emboscados y con todos los viajeros o comerciantes yankis que habían vivido en Japón. El fruto de todo ese trabajo enciclopédico era el libro que me había dado para leer Torregrosa esa mañana: “El crisantemo y la espada: patrones de la cultura japonesa” El más profundo estudio sobre la cultura japonesa que jamás se había hecho en EEUU hasta entonces. “Los japoneses son agresivos y no agresivos, tanto militaristas como estéticos, insolentes y educados, rígidos y adaptables, sumisos y resentidos de ser empujados, leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y hospitalarios con las nuevas formas(…)” Dicen que ese libro fue la razón por la que el General MacArthur, al acabar la guerra, no mando fusilar al cabrón del Emperador Hirohito. Pero esa es otra historia.
Torregrosa me suspendió el examen y me puso un sobresaliente en el trabajo que le hice sobre el libro. Luego me quiso fichar para la psicología social pero fue c´ee cxamen y  suspendióo me quuitrabajo que le hice sobre el libro de Rut. Luego me quuso fichar para la psicologaba maquel edifulpa suya que la antropología me gustase mucho más desde entonces. En 1946 Ruth Benedict fue elegida la primera mujer presidente de la Asociación Antropológica Americana. No sé por qué hoy me he acordado de ella, de su belleza digna en las fotografías y de aquel libro que me descubrió tantas cosas, del gran José Ramón Torregrosa y de aquel cesped de la facultad en el que los besos sabían siempre tan bien. Pero no se queden ahí, pasen y lean “El crisantemo y la espada” ahí están el manga y el sashimi, el gusto por las katanas y las geishas  la Bola del Dragón y el coleccionismo de braguitas usadas, aunque Benedict no los nombre.

Gracias José Ramón, Gracias Ruth.


jueves, 29 de noviembre de 2018

LATAS DE SARDINAS


El escarabajo camina muy despacio. Duda. El sol comienza a calentar fuerte. Tengo mi cara sobre el suelo, siento su calor, la vibración constante, como si la tierra fuera una enorme piel flexible que alguien golpea sin ritmo. A veces cierro los ojos. Me imagino nadando en una poza fría. Camposines está cerca. Hemos dejado las mochilas con la dinamita en una tejonera. El escarabajo se ha quedado quieto tras una piedra pequeña. Yo también. Esperamos a que vuelva Conejo de su rastreo. Elmer Conejo Ramírez, escribo el nombre completo para que quien lea todo esto no piense que Conejo es un mote. Una granada de mortero cae muy cerca. Algo me da en la pierna. Huele muy bien a romero. Descubro una mata seca y llena de polvo a un metro de me cabeza. Muevo muy despacio el brazo para intentar arrancar un puñado de flores. Las desgrano con los dedos delante de mi nariz y respiro. Escucho las voces de los otros. Pueden ser tres o cien. Carlos, Negro, Liberto, Jaime, Lolo saben que no podemos quedarnos aquí a que el sol nos achicharre. El resto de hombres tal vez piensa que no es mal lugar esta hondonada llena de aulagas amarillas protegida por los tres peñascos. Yo sólo distingo tres voces. Puede que los otros noventa y siete estén callados. Hago el gesto. Carlos se escurre bajo el borde de una lengua de tierra seca que alguna vez fue una linde de un campo de trigo. En cuanto escuchamos la primera ráfaga nos levantamos todos y echamos a correr rectos hasta el paredón de piedra. Veinte metros. Evito pisar el escarabajo.  Son quince hombres. No disparan bien. Desde tan cerca, con el Mauser, hay que ser muy templado. Doy por encima del ojo al primer tirador. Se me encasquilla el arma. Saco la otra. Las ráfagas de Liberto barren a mi derecha. Carlos le ha metido el puñal a un capital en el hueco de la clavícula y ahí sigue hurgando hasta que se desploma. Cuatro chavales de mi partida se retuercen y gritan detrás. Conejo sabe de eso y va a atenderlos. Los tiros de barriga son los peores. Dolorosos. Mando a uno que no conozco a por los enfermeros que están como a un kilómetro de la posición. Corre como una liebre entre los matojos hasta en una granada de mortero le cae casi encima. Dos de los heridos tardarán muchas horas en callarse. Los otros dos los hemos vendado y pueden moverse. Durante tres horas la batalla parece que se aleja. En este puesto de vanguardia hay agua y vino. Latas de sardinas. Frutas escarchadas, una bonita cesta de tomates maduros. Hay que esperar hasta que se haga de noche para largarse. Comer si ganas. Tiempo para escribir aquí. Tenían una ametralladora nueva, alemana, desmontada, la estaban limpiando. Suerte. Carlos no quiere lavarse las manos llenas de sangre negra. Utiliza la tierra seca. No podemos desperdiciar el agua. Cierro los ojos durante un rato. Al abrirlos veo un escarabajo como el de antes intentando trepar con torpeza por el terraplén. Pero de pronto abre los élitros y sale volando con un zumbido de bala. Echo de menos unas alas de escarabajo. Al volver hemos pasado por la zona donde estalló la granada de mortero. Todos temíamos pisar los pedazos del mensajero.
*

He sentido como entraba y como salía. El pinchazo, el escozor al salir de la carne, la sangre caliente escurriendo sin parar camisa abajo. Él no ha sentido nada. Una y otra vez Liberto me explica lo estúpido de apuntar a la cabeza. Lo fácil que es fallar un blanco tan pequeño. Saña. Sádico. Sucio. Me describe, no insulta. Se nota que aprovechó bien las tardes en el liceo de su padre leyendo enciclopedias y artículos de Anselmo Lorenzo en viejos periódicos. La pistola americana pesa mucho más pero nunca se encasquilla. Entramos por el corral. El pueblo parecía desierto. Hay un limonero viejo lleno de grandes limones maduros. Nos imagino sentados bajo su sombra, con las camisas blancas, impolutas, abiertas, bebiendo limonada con buenos mendrugos de hielo en los vasos. Domingo por la tarde. Desocupados. Risas. En otro tiempo. Dos hombres armados de guardia con los ojos entrecerrados. La ráfaga de Liberto les toca de lleno a la altura del pecho. Era una casona grande. Parecía casi abandonada. Difícil. Puede haber cincuenta bien armados. Ellos tiran granadas. Arrasan las ramas del limonero. Sacan dos ametralladoras de las rejillas de una carbonera. Suerte que se les acaban los peines a la vez. Tengo tres o cuatro segundos. Cuento en voz alta. Entran conmigo Jaime, Lolo, Elmer. Huele a polvo húmedo, aceite de camión, sudor, cordita. Los gritos se oyen siempre aunque estés sordo por las explosiones y los tiros. Los nuestros. Los de ellos. Apunto a los ojos porque es instintivo buscar un punto, el cuerpo sólo es un bulto. Sé que fallo más si apunto al cuerpo. En cambio en la cara se derrumban. Un tiro en el pecho hace luego una buena fotografía de vencido. Un impacto en la cara es siempre muy feo. Muchos soldados de reemplazo vomitan al ver esos agujeros. Tanto destrozo. No convenzo a Liberto con mis teorías. No puedo decirle que esta vez fallé y por eso el hombre pudo disparar su Mauser. Pero él también falló por apuntar a bulto y sólo me atravesó la carne del hombro por encima del hueso. Se me cae la pistola como si ese brazo fuera el de una marioneta. Me queda la Browning de la izquierda. Soy zurdo. Sigo escalera arriba disparando a las miradas. Uno asoma el cañón y dispara a menos de tres metros de mi cara. Me llegan pedazos hirvientes de pólvora que se me clavan en el cuello, pero no la bala. Me duele más la quemadura que la herida. Grito. El hombre se asombra de haber fallado. No le sale acerrojar. Le entra el tiro por encima de la frente. Hay muchos en un salón parapetados tras librerías derrumbadas y una enorme mesa de despacho de madera maciza. Liberto les mete tres cartuchos de dinamita con mecha corta. Se derrumba todo. El tabique que nos separa de ellos también ha reventado. El techo, la pared maestra que daba al huerto del limonero. Muchos cuerpos rotos. Ráfagas del naranjero de Elmer que no escucho. Sólo veo el rojo de la bocacha. Todos sordos durante una semana. Casa por casa matando. Así ha sido esa batalla. Conejo me cura la quemadura les cuello con pomada amarilla. Luego, por la tarde, Rojo habla y habla mirando el mapa. Tiene que gritar. Se están reagrupando en el pueblo más grande. Debemos ir esa misma noche. Le escucho muy lejos. Leo los labios. Llevo un limón en la chaqueta. Le corto con la navaja y me meto una rodaja en la boca. Escuecen los labios secos. Siento la hinchazón del hombro, como de corcho, el latido constante del dolor.

*

Quedan varias horas. La cama esta fresca. Las sábanas limpias. Los chicos están en las otras habitaciones. Hay uno que ronca fuerte. Se escuchan a lo lejos las explosiones, el zumbido de los aviones muy altos. La alcoba tiene una pequeña estantería. Libros antiguos bien encuadernados. Me recuerda la habitación de Asja. Si me concentro casi recuerdo el olor de sus axilas. Ella me aficionó a escribir un diario. Ella y Gracián. No soporto la comodidad. No quiero engañarme. La habitación tiene también un pequeño escritorio modernista desde el que escribo ahora. Un gran espejo roto. Un balcón grande que da a un huerto abandonado.  Desmonto la Browning. La Astra me la limpia Elmer. Cojo un libro al azar. Los hermanos Karamázov. Vuelvo a pensar en Gracián Jaraíz. Ni siquiera le abro. Temo leer. Volver a cuando podía leer horas y horas en la penumbra de las tardes de verano. Abro un cajón del escritorio. Está lleno de plumas. Me llevo tres que escriben y un pequeño tintero de viaje aún lleno de tinta. Relleno los cargadores de la pistola y los del naranjero. Vuelvo a la cama. Me vence el dolor del hombro.
Volvemos luego al cuartel de Rojo. Repite el plan, la necesidad. Explica sobre un plano por dónde es mejor entrar y salir. Están todos los hombres, también los nuevos. Hay luna y haremos mucha sombra. Negro y Liberto dudan. Rojo vuelve a explicar. Quiere convencer. Nunca se cansa. Jaime vuelve a dormirse mientras están liados sobre el mapa. Han traído dos cajas de las nuevas granadas. Cada cual llena bien su bolsa de bandolera. A Asla no le gustaba Dostoyevski. A Gracián sí. Elmer me da la pistola Astra limpia y bien engrasada. Debemos caminar cinco kilómetros. El santo y seña es “cotidiano” pero a los últimos soldados no les ha llegado ni el orden de batalla de mañana, ni la seña. No tendrán ni diecisiete años. Grita Lolo: quien coño os va a dar por culo a estas horas. Luego se queda unos minutos y les explica. Tantas veces hemos abierto fuego ante la duda.
Negro y Liberto van delate. Nosotros esperamos. Avanzan cien metros y si no hay bulla hacemos igual nosotros. Aunque es noche cerrada aún canta una chicharra de forma rabiosa sobre el crí de los grillos. Debían de estar poco despiertos tras el jaleo del los días anteriores. Hemos entrado a ciegas, en diagonal, cada uno en su área para no matarnos entre nosotros como otras veces. Me quedaba al final sólo una granada y un cargador de la Astra. El último hombre que maté tiró el fusil y pudo sacar la bayoneta. No vemos nada. Es mucho más fuerte que yo y aunque le tengo agarradas las muñecas mueve los brazos a su antojo. hundo la cara en su cuello, abro mucho la boca y logro morder su nuez de adán. Está dura, cruje, luego siento la sangre caliente que entra también por mi nariz y casi me ahoga. Afloja las manos y suelta la bayoneta para intentar agarrar mi cabeza.
Lolo y Conejo están muy mal heridos. De los veinte nuevos han muerto trece. Nos largamos de allí espantados, como si hubiéramos cometido un crimen, sin decir ni una palabra. Casi al amanecer viene Rojo a vernos a la casa. Jaime no se despierta, sigue roncando. Nos felicita. Pregunta cuantos. Revisa conmigo la documentación. Comenta el fracaso del grupo que organizó Tagüeña. Sólo han vuelto tres. No se me va el sabor a sangre de la garganta.

*

Hace muchos millones de años todo este campo eran lagunas de agua dulce. Mi amigo Ángel me contaba a veces que en parajes parecidos de  la Sierra del Montsec, en Lérida, y en la Serranía de Cuenca aparecieron las primeras plantas con flores. Hace calor. Los aviones no paran de tirar bombas. Angiospermas. Recuerdo la palabra. Las flores eran pequeñas, feas, diminutas pero con esas primeras plantas el mundo comenzó a llenarse de color. Montsechia vidalii. Debajo de mi debe de haber fósiles de esa primera flor. Cretácico. Ángel era bueno contando cualquier cosa. Ponía mucha emoción. Se quedó en Berlin. Botánica. No sé nada de él desde hace seis años. ¿Seguirá vivo? La flor de Ángel vivía por aquí hace ciento treinta millones de años. Rojo ha venido hace un rato. Quiere que entremos río abajo y subamos por un arroyo seco y luego por una quebrada muy estrecha. Le digo que en el mapa esa grieta es invisible. Me enseña entonces una foto aérea. Parece que sí existe. Después hay un pelado y tras el pelado una loma pequeña. Tras la loma un montón de artillería. Negro y Liberto achinan los ojos para mirar la foto, dudan. Ahora descansamos. Nos han traído un pequeño saco de papel de estraza con bocadillos y vino. El pan esta muy crujiente y el vino casi fresco. Jaime y Lolo no paran de comer. Nos guardamos dos bocadillos de queso envueltos en ese papel en la bolsa de las granadas. Llenamos de vino las cantimploras hasta que se vacían las botellas. No hay luna. Echamos las linternas. Me sigue doliendo el hombro y a veces sangra. ¿Para quién escribes? Ya no me lo preguntan. Pasear con Asja por Berlin. Nos presentó Ángel. Reviso de nuevo las armas. A Ángel le habrán matado como a Gracián en Madrid. Siempre tan optimista. Por si no vuelvo de la excursión pienso que debo acabar este diario con una palabra bonita. Escribo: Montsechia.

Ya de vuelta. Amanece. No tengo sueño. Tampoco mis hombres. Están masticando los bocadillos que nos guardamos. El pan está gomoso, reseco, el vino caliente pero entra bien. Nadie muerto. Todos heridos. Avanzamos como gusanos por el puto arroyo lleno de espinos. La quebrada también estaba llena de abrojos secos así que gateamos por el borde, muy expuestos. Cagándonos en dios. No se veía nada. Calculé con la imaginación cuanto quedaba para la posición. No se oía nada. Nos quedamos allí como tres horas, inmóviles, en silencio, metidos todos en un agujero del suelo que hacía una roca, sacándonos los pinchos de las manos con los dientes. Entonces se levantó brisa y nos llegaron algunas voces. Seguimos a rastras guiándonos por esas palabras irreconocibles que a veces nos traía el viento hasta que vi a un centinela encender un cigarrillo. Aunque tapaba el mechero con la mano fue suficiente para orientarme. Rodeamos la pequeña loma en dos grupos. Muchos hombres, seis piezas de artillería, cuatro o cinco mulas que utilizarán para traer munición. Todo eso lo veo gracias a una pequeña hoguera que han hecho algo alejada de la posición. Huele muy bien a chorizo asado. Lanzamos primero las granadas y en cuanto estallan entramos desde los dos lados de la loma disparando las ametralladoras a oscuras porque el polvo y el humo de las explosiones tapaba el poco resplandor de la hoguera. Gritos de nos rendimos. Gritos de los heridos. Relinchos de las mulas agonizantes. Negro y Liberto los agrupan. Recogen a sus heridos. Les gritamos para que se vayan. La noche está como boca de lobo. Cuando ya están lejos alguien grita: rojos hijos de puta. Amontonamos los fusiles con la culatas en la hoguera. Inutilizamos los cañones con granadas y salimos corriendo hacia nuestras líneas. Nadie ha querido rematar los animales. No llevamos ni cinco minutos corriendo cuando escuchamos el tacataca de unas ametralladoras, a lo mejor están disparando a sus propios soldados sin saberlo. Luego los silbidos de los obuses arrasando su antigua posición. Los soldados eran muy jóvenes, más que nosotros. Las mulas bonitas, limpias, bien arregladas. Lolo se queja mientras no deja de masticar su bocadillo. Duelen los pinchos en los brazos. Lolo ha robado al enemigo una caja de latas de sardinas y una ristra de chorizos.
*

Artillería y bombardeos de la aviación durante todo el día. Paran sólo un rato a eso de las dos. Hora de comer. Nuestro grupo descansa hasta la próxima ocurrencia de Rojo. Estamos en un pequeña cueva desde la que se ve el Ebro. A Lolo se le ocurre hacer una pequeña hoguera y asar unos chorizos. En cinco minutos tenemos más de cincuenta hombres a la espera de su ración de embutido asado. Tenemos suerte de que las latas de sardinas no se huelen a distancia. Luego me dice Lolo que ha dado a cada uno una lata. Es que todos se parecen a mi hermano pequeño. Tu no tienes hermanos, cabrón. Le replica Liberto. Por eso. Responde. De uno de los muertos de ayer cogí un libro: “el anarquismo expuesto por Kropotkin” de un tal Edmundo González-Blanco. Un enemigo leyendo cosas de Kropotkin. Si no escuchase las explosiones. Si no viera a mis compañeros armados hasta los dientes aquí amodorrados pensaría que estoy de excursión veraniega. Dicen que los combates son duros en Gandesa y Rojo no da abasto. No tiene ahora tiempo de pensar una nueva picadura de mosquito de nuestro grupo en el culo de Franco. Además hace mucho calor. Al atardecer algunos hombres han bajado hasta el río para bañarse a pesar de los aviones. Es una caminata de casi una hora. Les doy permiso. Les escribo el papel por si acaso. Lolo ha guardado una lata para cada uno de nosotros. Es hora de cenar. Bocadillo de sardinas en aceite. Un lujo. Vigilancia, fortificación y resistencia. Lanzo la lata vacía bien lejos. Dentro de muchos años tal vez la encuentre un arqueólogo y escriba sobre la hipótesis de que la base de la alimentación de los soldados en esta batalla eran las conservas de sardina. Sonrío. He manchado el diario con una gota de aceite. Al intentar limpiarla con la manga se ha extendido más por el papel. Los enemigos dejaron muchos heridos en el campo. Sólo se fueron con los que podían moverse por si mismos. Me gustaría haber bajado al río a darme un baño pero estoy demasiado cansado. Necesito dormir. Mañana es seis de agosto de 1938 y cumplo años.

jueves, 22 de noviembre de 2018

LENGUA ESTOFADA


Recuerda un restaurante “de obreros” que les gustaba mucho, el Chartier, en la calle Faubourg, además de bonito y sencillo era barato, cosa que en Paris no es fácil de encontrar. Le gustaban sus caracoles y sobre todo la lengua de vaca estofada a la Zíngara con media botella de Burdeos. “Pero tienen otras muchos platos más normales”. Había dicho ella para convercerle el primer día. Entonces él era ateo, republicano feroz, de extrema izquierda y zurdo, admirador de Foucault y del macarra de Houellebecq, del excesivo Bocusse y de los restaurantillos vietnamitas de la periferia, de Bourdieu, Baudrillard, las ostras normandas, el foie y los eclairs de chocolat. Mucho de Camus, Moustaki, Verne o Colette y menos de Sartre, Dumas o de la vida en rosa. Ahora tiene más años pero sigue en lo mismo. ¿Dónde estará ella?, ¿estará bien?

La luz de París era una mierda, una luz grisácea casi siempre, pero nunca se dió cuenta, allí estaba ella y su voz para hacer brillante la ciudad. Visitar el d´Orsay era toda un fiesta, ver de cerca “el origen del mundo” y luego comparar. O desayunar en un pequeño café que no cierra en toda la noche. “Necesito un poco de cafeína”, decía siempre. El café no te parece tan pequeño. Cuatro grandes ventanas dan al Sena y se ve en una esquina la catedral. Está lleno de jóvenes estudiantes trasnochadores que beben combinados con cocacola, algunas parejas trajeadas con vestidos de fiesta que estuvieron en algún teatro y desean seguir estirando la noche. Tan solo uno o dos parroquianos solitarios, de traje gris y mirada agotada que saborean su pastís mirando a las chicas que se ríen, a la oscuridad de fuera, a las luces de la ciudad reflejadas en el agua del río. Recuerdas entonces que hoy es viernes o, más bien, era viernes. Hoy ya es madrugada de sábado. Os sentáis en una pequeña mesa al fondo del café. El camarero cincuentón parece conocerla, la da tres besos, os sirve con rapidez dos cafés americanos y dos croissants aún calientes. “Los hacen ellos aquí. Tienen panadero propio. Su dueño era cliente mío hace mucho. Bueno, mío no. De la empresa para la que trabajo. Le avisé a tiempo y vendió antes del desplome de las puntocom del año dos mil. Salvó sus ahorros de toda una vida poniendo cafés. El dueño es el mismo camarero”. Ella te besa con sabor a café. Podríais ser también dos estudiantes de juerga que demoran la noche antes de acabar en la cama. Te gusta su beso y su sabor a buen café y la caricia por tu cara, el ruido del bar, las risas de la gente, un brindis que suena en la barra, el brillo de la noche sobre el Sena. Después del café y el hojaldre pide con un gesto otra bebida. El camarero entiende y os trae al poco tiempo dos tazas de chocolate perfumado con canela y un platillo con churros recién hechos. Especialidad de la casa. Esto es lujo y no Maxim’s. Churros recién hechos en París a las cuatro de la mañana. Es que la madre de su mujer es española y las mañanas de los sábados hace churros. Son crujientes, ligeros, sabrosos, con el punto de sal justo y un dorado que los hace ser una joya. Los de las otras mesas os miran con envidia. La gente pide esas golosinas y comienzan a salir de la cocina más chocolate y más platillos con churros. “Aquí los llaman chichis”.

Enciende la Tele. Muchos años sin saber nada de ella ¿Dónde estará?, ¿estará bien?



miércoles, 21 de noviembre de 2018

TARTA TATÍN DE AMANITAS


Anduvimos por los bosques de arriba, entre bancales de olivos abandonados hace cien años, selvas de castaños perdidos, algún viejo roble, zarzas, orégano seco, helechos dorados. Caminábamos despacio, saboreando las pisadas, observando la maravilla que siempre es el suelo de un bosque en otoño. Cogimos una buena cesta de amanitas de los césares anaranjadas y amarillas, de dulce y sutil perfume.

Dejaste luego que la brisa de la tarde, cargada de humedad, se colase hasta el fondo de la cocina. Encendiste la cocina económica para calentar luego esa parte de la casa, hacer pan y asar medio cabrito que luego nos comeríamos con los dedos como buenos, hambrientos y educados salvajes. También hiciste Tatín. Comezó a llover de nuevo. Gotas muy gruesas golpeaban el ventanal de la habitación. Pusiste Alchemy de los Dire, me cubriste la espalda con el edredón gordo y entonces me contaste la receta como quien cuenta el final de un cuento muy secreto o quien inventa un relato para escribirlo nunca.

Espolvoreas el fondo del molde de la sartén con cuatro o cinco cucharadas de azúcar moreno. Cortas en láminas gruesas las amanitas cesáreas y las colocas encima y sobre ellas unas nueces de mantequilla y un chorro de zumo de limón. Lo pones al fuego y esperas a que se caramelice el azúcar. Entonces tapas con una lámina de hojaldre la sartén y la metes al horno fuerte hasta que suba y se dore. Cuando se enfría un poco la desmoldas y te la comes conmigo. 


lunes, 19 de noviembre de 2018

ADOBE



(pequeño homenaje a los miles de centroamericanos que estos días migran hacia el norte caminando)

Atardece. Es el mismo André, el dueño del hotel, quien viene a buscarnos. El gran André. Mi amigo André. El cabrón de Anthony está en todo. Camino de su casa hablamos la lengua franca de los cocineros nómadas, una mezcla de italiano, francés, ingles y español de América. Es fácil toparse con su complejo hotelero y de restauración en muchas revistas de tendencia, de decoración o de arquitectura de cualquier parte del mundo. Los edificios son todos de una sola planta, de gruesos y frescos muros de adobe y tierra prensada con dibujos rojos y azules, encalados en un blanco deslumbrante por el sol de San Francisco. A un lado, en una pequeña hondonada natural, hay una extraña e inmensa piscina orgánica en la que nadan carpas gigantes y crecen plumas, espadañas, juncos y papiros. Una piscina transparente que no necesita cloro ni ningún otro potingue químico para mantenerse limpísima. El restaurante tiene uno de los muros totalmente acristalados con vistas al mar y a un espectacular bosque de cactus y los muros de la sala llenos de dibujos y bocetos auténticos de Remedios Varo. Pero las cocinas del restaurante parecen la nave Nostromo, todo acero, cristal y máquinas que ni yo sé para qué sirven. Vamos, André, no me digas que para hacer unos burritos necesitas tanta chatarra y tanto chisme espacial. Pocos saben que André Sánchez fue un espalda mojada en los setenta, que se envenenó fumigando sin mascarilla los campos de fresas de California, que se quemó las manos en la cocina sótano mugrienta de una cadena de restaurantes orientales de Nueva York cuyo dueño era en realidad un rico tejano racista que ahora es senador. Pocos sabemos que cada ladrillo de adobe que conforma este lugar admirable está fabricado con barro, con paja y con mucho sudor, mucha sangre y mucho esfuerzo. Es la prueba del sueño americano, me dice Pablo algo perplejo. Más bien del sueño mexicano, le replico. Amistad, lealtad, ayuda mutua para comprar una vieja roulotte de tercera mano desde la que cocinar y vender por unos centavos empanadas y tortillas a los suyos. Luego para pagar el alquiler de un tugurio en las afueras de Petaluma y convertir un anodino texmex en un restaurante de nueva cocina mejicana. Una cocina llena de aromas, frescor, verduras, pescados frescos, frutas en sazón, especias del sur... cuya fama se extendió en menos de tres años por el estado de California. Todo esto construido con el esfuerzo de André, de su mujer Lola, de sus tres hijos y con el dinero que le fueron prestando a lo largo de su aventura muchos de sus compañeros fumigadores, dinero que se llevaba trozos de vida robados por el veneno que utilizaban entonces en los campos de fresas que luego se vendían a dólar la cajita en los Walmart. Claro que te dejo plata, hermano. Ya me la devolverás, que tengas suerte. Jornaleros ilegales que ganaban doscientos pavos semanales por diez horas de trabajo. Al principio André les guisaba a los compañeros a pie de campo, en una sartén de hierro sobre un cámping gas. Esto está muy rico, hermano, como en casa. Seguro que si se lo vendes a los gringos haces más plata. Algo parecido, ochenta años antes, le había dicho un antropólogo yanki llamado Richard Evans Schultes a su abuela estando de paso en su pueblo, al otro lado de la frontera. André descubrió una foto de su abuela en un libro del tipo. La misma abuela Clara que se empeñó en ponerle aquel nombre francés a su primer nieto. André no podía fallar porque no se jugaba su dinero, sino el dinero y la sangre de más de cien compañeros que creyeron en su idea, su valentía y en sus guisos. El restaurantillo fue como un tiro. André era ambicioso y compró libros, leyó recetarios, rescató guisos aztecas y mayas gracias a Lucas, un profesor de secundaria de uno de sus hijos, que amaba su tierra mexicana, su pasado, su cocina y que había conocido también al famoso etnobotánico Schultes. El profesor le prestó su tesis doctoral sobre “la cocina azteca precolombina”, pero la brújula que guió sus experimentos culinarios y su éxito fue un viejo cuaderno escolar en donde la abuela Clara le dictaba al niño André sus guisos y platillos, cuando comenzó a sentir que le fallaba la memoria.
El restaurante pudo ser reformado y mejorado, comenzó a salir en la revista Gourmet, en Food & Wine, Saveur, una reseña en Time y le dieron una y luego dos estrellas en la Guía Michelin. Con el dinero ahorrado durante diez años y las generosas aportaciones de empresarios de Silicon Valley fanáticos de su cocina, André construyó este sueño en medio de la nada. Yo conocí al cocinero cuando ya era un chef famoso, rico y admirado en toda América. Había comenzado un programa de televisión de cocina apadrinado nada menos que por Julia Child. Yo huía de España, de la tristeza tras la desaparición del Barco Caníbal y el abandono de mi primera mujer. Acababa de vivir dos sueños maravillosos e imposibles para la mayoría de los mortales con poco más de veinte años, y perderlos de pronto era muy difícil de tragar. El bueno de André, el jornalero André, el espalda mojada André, el gran cocinero André que dominaba por igual el secreto del adobe que el arte de resucitar recetas que llevaban dormidas en la historia de la cocina del mundo más de quinientos años, pegó con cariño los trozos de aquel hombre de barro, paja y agua que era yo. Me ofreció trabajo en su cocina, una buena paga, una buena habitación, unos chupitos de tequila artesana al final de cada día y amistad a lo largo. André, una noche, sin ninguna coartada de tequilas, mientras ayudaba a reformar con sus manos este restaurante, me contó todo aquello, su dura vida, sus compañeros fumigadores y recolectores ahora ya muchos muertos o enfermos de cáncer o de asma y bronquitis crónica y sin seguro sanitario. De esos amigos que le prestaron sus ahorros para construir su pequeño e incierto sueño. Entonces entendiste por qué, a veces, aunque segundos antes el maître acababa de disculparse por no tener esa noche mesa para un asesor del gobernador o cualquier otro vip, aunque minutos antes hubiera tenido que colocar a Steve Jobs en una de las peores mesas del interior, sin embargo, a esa pareja de ancianos vestidos con ropas baratas de domingo, él no demasiado bien afeitado, ella bastante fea, con unas manos ásperas que no parecían las de una mujer sino las manazas de un viejo estibador de puerto, por qué a ellos, a pesar de estar el restaurante completo, les sienta en la mejor mesa del local, esa mesa grande y redonda que está junto al ventanal, desde la que se ve el desierto, el bosque de cactus y un horizonte azul infinito que se funde con el Pacífico. Por qué a ellos el maître les trata como si fueran el presidente y señora y les saca el mejor tequila reposado de aperitivo con un poco de beluga sobre una tortilla caliente perfumada con mole poblano y luego una copa de ese château de a dos mil dólares la botella. Entiendes por qué sale el gran chef a abrazar al viejo, a besar a la mujerona. Eran Felipe y su señora. Parecen viejos pero tienen menos años que yo. Son amigos de entonces. De aquel entonces, de cuando yo no era nadie. Pero ellos creyeron en mi sueño. Eso te contará después. No necesita más palabras. Entiendes, chocáis los vasitos de tequila. Por los amigos.(…) (Este texto es un fragmento de “El Barco Caníbal” (XXI Premio de novela Ciudad de Salamanca)



lunes, 5 de noviembre de 2018

PURÉ DE CASTAÑAS

(A la memoria del gran  Iñaki Oyarbide, siempre cocinaré su "bacalao  al ajo arriero" pensando en su forma de guisarlo. Estás en el cielo de nuestra memoria)

Leche condensada, nata, miel o nada. Aliños para la piel, salsas para chupar sobre su cuerpo. La carne sin edulcorar también estaba rica pero a él, a ella, les excitaba  jugar a endulzar el origen del mundo y sus periferias. De entre todas las substancias nada le gustaba más que el puré de castañas que muchas veces había cocinado para acompañar un ragout de ciervo, un lomo de corzo apenas marcado en la parilla y hasta un grumo de cochinita pibil sustituyendo a la cebolla.

Noviembre era tiempo de castañas, bosques con olor a maravilla, amanitas de los cesares aliñadas con una suave vinagreta japonesa de mirin, lluvia nocturna sonando entre los sueños, domingos lentos en su compañía. Medio cocidas y peladas las castañas las deja cocer en leche a fuego muy lento con alguna viruta de canela y un poco de azúcar morenísimo. Cuando se van deshaciendo añade tres buenas cucharadas de nata fresca, una pizca de sal y las hace puré con saña hasta que queda suave y muy cremoso. Cuando está aún templado decora sus pezones con unas pocas gotas espesas, llena su ombligo, cubre el mundo y comienza. Se deja hacer, ríe. Luego le tocará a ella jugar a decorar su postre preferido.

El puré de castañas es un guiso muy antiguo, casi tan antiguo como el de enriquecer el sabor de lo que más nos gusta, mancharse con la vida, tocarlo todo, ajenos al pudor o a la prisa.
(de: “El Barco Caníbal”. Fragmentos desechados)


Foto de Nan Goldin