lunes, 10 de octubre de 2016

TIEMPO DE PIMENTÓN


Desconozco a qué se debe la unión de lo “picante” con el “sexo”, debe de ser algún anglicismo o galicismo, una mala traducción remota, una pésima metáfora de lo que no es ni soso, ni insípido o aburrido. Porque a mi, lo digo sin pudor, a sabiendas de lo que pensará cualquier lector o lectora, el sexo siempre me supo dulce o agridulce (a medias salado y a medias dulce). Ese fue siempre su sabor real, en todas mis edades, en todos los cuerpos.

Aún así luego se ha introducido lo “picante” en mi vida amorosa gracias un dolor de espalda y a cierta crema de masajes terapéuticos que tenía esencia de guindillas y ponía la piel caliente. Un día, superado el dolor, por curiosidad, por enredar y probar, utilizamos el mejunje para otras cosas.

Pero antes de aquel descubrimiento ya me encantaba la comida picante. Deben ser los genes extremeños. El haber mamado el olor de los molinos pimentoneros por estas fechas cuando no había filtros ni historias y su perfume invadía el pueblo entero. Haber comido muchas comidas viejunas, hoy casi extintas o convertidas en curiosidad gastromuseística o en guisos reliquia en las que el pimentón ahumado de la Vera era un ingrediente imprescindible para dar color y gracia. Haber tenido antepasados vagabundos por América que mordieron guindillas y ajís, aprendieron a preciar ese ardor y, en lugar de oro, trajeron de vuelta unas humildes semillas de aquellos vegetales y metieron en las mesas de entonces este nuevo y extraño condimento.

La capsaicina, la piperina, la allicina... son algunas de las moléculas que enredan con nuestros nociceptores y sentirmos entonces ¿ardor?, ¿picor?, ¿dolor? Sobra decir que me encanta cualquier tipo de picante. Huevos con pimientos verdes fritos, sopas de cachuelas con pimientos secos chascarruos, cerdo ahumado con mermelada de pimientos morrones, higos pasos con nueces de postre. El menú de hoy no es apto para invitadas melindrosas, ni para cuerpos torturados con dietas y listas de alimentos prohibidos. Comida picante, sexo y amor agridulces.


domingo, 2 de octubre de 2016

DESAYUNAR AHUMADOS


Me ha asombrado verte en el periódico, en las páginas salmón precisamente, saludando a un ministro pirado y en funciones de este reino de locos que es España, nombrando el provenir igual que entonces, con muchos años más y, también para mi, más deseable, aunque ahora seas presidenta de no sé qué tinglado cibernético y te disfraces de Gucci, Zara y Jacobs. Seguro que cuando no vas de uniforme, vuelves a tus vaqueros cortos y las viejas camisas de algodón crudo de tu padre.

Aquel día me llevaste muy temprano desde Mountain View hasta más abajo de la bahía de Carmel. Paraste la moto en una pequeña playa despoblada rodeada de islotes donde rompía con alegría el tramposo Pacífico. Allí tenía una pequeña casa de comidas un viejo mejicano que parecía sacado de una novela de Cormac McCarthy. Mesas de madera lavada y suave hecha con pedazos de naufragios, manteles blancos de lino roto y vino frío de la tierra. Como hacía calor nos pegamos un baño antes de desayunar, pero nada de enchiladas, ni tacos, ni burritos, ni melindres texmex de pacotilla. Alonso sólo servía en su chocita los pescados que su red y su caña atrapaba y que luego ahumaba en caliente con virutas de árboles que yo no conocía y cuyos nombres ya he olvidado, delicados pescados del Pacífico, desespinados y limpios, aliñados con yerbas y polvos heredados del tiempo salvaje o sabio de sus abuelos indios.


Le conocías de largo al tal Alonso, seguro que pariente de Quijano, de cuando venías con tu padre de niña a pescar felicidad y lubinas, me dijiste. Y luego, de cuando aprendiste de joven otros placeres y traías a comer a los amores que merecían por algo el privilegio, me dijiste también. Ni el menú ni el lugar habían cambiado. Ni tampoco el dueño, cocinero, ahumado, pescador, mago que nos puso para almorzar, todo pasado por la magia del humo, almejones, trucha de mar, corvina y unas rodajas de un bogavante de debía ser primo segundo de Neptuno por su enorme tamaño y su sabor griego y exquisito. Ni trampa ni cartón, ahumaba los pescados en una cocina de techo abierto, en un armario grande de chapa renegrida del que el humo apenas se escapaba. El viejo brujo se sentó con nosotros a comer y hablamos de ríos, selvas, guisos, libros y derrotas, de navajas damastinadas y salsas rabiosas, ahumadores, plantas tóxicas y armas antiguas. Y de tí sobre todo. De tu orgullo de indígena perdida, de emigrante del norte, de rebelde con causas. Te reías, nos servías más vinito, nos pinchabas al viejo o a mi según tu antojo con palabras precisas y afiladas, con preguntas, burlas o silencios. Luego un buen café de puchero, un cigarro y un poco de silencio.  Nos pasamos en la playa todo el día mientras arriba, en casa Alonso, el cocinero hacia feliz a mucha gente con su comida ahumada, su humor y sus secretos.




A mi edad todo se olvida. Pero no olvidaré tu pelo negro de india del desierto, ni tu piel de holandesa poco errante, ni el deje de tu español entre mis labios. Dormimos esa noche en la cabaña en la que el mejicano guardaba los aperos de pescar. Esa noche el mar hizo honor a su nombre y bebimos más vino y reímos más veces. He olvidado casi todo de entonces, años enteros de mi vida, pero no cómo ahumar un buen pescado, ni a qué sabe la piel de una mestiza. Ni tampoco he olvidado a Alonso, seguro que con algo de Quijano, seguirá allí, en la pequeña cala, a media hora de Carmel hacia el sur. También yo soy mestizo, hoy lo sé, en mi sangre, mi cocina, mis ideas de rojo y piterpan y mi forma de recordar algunos pocos días en los que estabas tú.

En el periódico salmón no dicen la receta del ahumado, ni porqué te gustaban mis historias, ni porqué California y el Pacífico era el hogar de los perdidos. Tampoco dice nada de tu culo, ni del verso de Cernuda que te gustaba tanto, ni del olor del mar, ni de todas esas cosas que son de verdad tan importantes.

Mi nuevo ahumador. Gracias Ángel, Delia.