Desconozco a qué se debe la unión de lo “picante” con el
“sexo”, debe de ser algún anglicismo o galicismo, una mala traducción remota,
una pésima metáfora de lo que no es ni soso, ni insípido o aburrido. Porque a
mi, lo digo sin pudor, a sabiendas de lo que pensará cualquier lector o lectora,
el sexo siempre me supo dulce o agridulce (a medias salado y a medias dulce).
Ese fue siempre su sabor real, en todas mis edades, en todos los cuerpos.
Aún así luego se ha introducido lo “picante” en mi vida
amorosa gracias un dolor de espalda y a cierta crema de masajes terapéuticos
que tenía esencia de guindillas y ponía la piel caliente. Un día, superado el
dolor, por curiosidad, por enredar y probar, utilizamos el mejunje para otras
cosas.
Pero antes de aquel descubrimiento ya me encantaba la comida
picante. Deben ser los genes extremeños. El haber mamado el olor de los molinos
pimentoneros por estas fechas cuando no había filtros ni historias y su perfume
invadía el pueblo entero. Haber comido muchas comidas viejunas, hoy casi
extintas o convertidas en curiosidad gastromuseística o en guisos reliquia en
las que el pimentón ahumado de la Vera era un ingrediente imprescindible para dar color y gracia.
Haber tenido antepasados vagabundos por América que mordieron guindillas y
ajís, aprendieron a preciar ese ardor y, en lugar de oro, trajeron de vuelta
unas humildes semillas de aquellos vegetales y metieron en las mesas de entonces este
nuevo y extraño condimento.
La capsaicina, la piperina, la allicina... son algunas de las
moléculas que enredan con nuestros nociceptores y sentirmos entonces ¿ardor?,
¿picor?, ¿dolor? Sobra decir que me encanta cualquier tipo de picante. Huevos con pimientos verdes fritos, sopas de cachuelas con
pimientos secos chascarruos, cerdo ahumado con mermelada de pimientos morrones,
higos pasos con nueces de postre. El menú de hoy no es apto para invitadas melindrosas,
ni para cuerpos torturados con dietas y listas de alimentos prohibidos. Comida
picante, sexo y amor agridulces.
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