lunes, 27 de febrero de 2017

GUISANTES EN MANTEQUILLA y CAILLES SOUS LA CENDRE. (traducido y copiado de una carta comprada en el Rastro fechada el 10 de septiembre de 1954. Sin firma)


Ahora, aún tocando invierno, a pesar de las insultantes flores de los almendros derrochando belleza por todos los perdidos de la ciudad, quiero volver al final del verano, cuando el calor nos seguía incitando a la siesta pero ya comenzaba a haber días de tormenta y frescor.

La indolencia es así, privilegio de reyes antiguos que no dejaron rastro, lujo de vagabundos, placer de eruditos o afición de salvajes lectores. Así que el granizo y la lluvia nos habían mantenido en la cama a dieta de té helado y libros de Tolstói. Pero salió el sol, el hambre y las ganas de bajar de nuevo al río para nadar otra vez y sentir que el flotar de los cuerpos es un placer gratuito y precioso, la caricia del agua el roce más sabio y la conversación contigo, tumbados después sobre una piedra suave y caliente, en la entresombra verde de los sauces, una forma de dicha que ya alabaron los griegos hace miles de años, porque la ciencia de vivir tiene apenas un puñado de reglas precisas y preciosas que hoy olvidamos o nos hicieron olvidar para vendernos artefactos, sucedáneos y deudas.

De nuevo en la casa, hiciste un buen fuego en la chimenea y la cocina se llenó de olor a humo de romero y hogar antiguo. Yo preparé las cuatro codornices obesas como le habían enseñado a mi  padre aquellos soldados franceses, cailles sous la cendre, codornices a la ceniza. Se enmantecan y salpimentan las aves y se envuelven a conciencia con hojas de vid y lonchas muy finas de tocino, luego se envuelven de nuevo en dos capas de papel sulfurizado y se entierran media hora en los rescoldos. Tras sacarlas se corta el papel, las lonchas de tocino y las hojas de vid y la carne desprende el exquisito olor que siempre tuvo el pecado. Tu desgranaste una fuente grande de vainas de guisantes que te habían regalado y les diste un revolcón de dos minutos sobre la sartén añadiendo un puño generoso de mantequilla buena y una pizca de sal.


Salimos a comer bajo la parra que nos había regalado las hojas del invento y ahora nos daba sombra y música de abejas golosineando las primeras uvas maduras. Llegaba por fin la tarde. Comíamos en silencio, apaciguando el hambre del baño. Bebíamos mirándonos a los ojos. Se acabó la primera botella de tinto. Los guisos sencillos y antiguos, golosos y plenos, tienen esa virtud, nos enfrentan de nuevo a lo bueno que tiene la vida, nos enseñan también todo aquello que sobra, los sonajeros y espejuelos con los que nos han engañado después de la guerra, la certeza de que unos guisantes o unas codornices no necesitan ningún adorno caro, ni trufa, ni jamón, ni champán, sólo fuego y secreto, regocijo y un poco de tiempo. Y la memoria atenta siempre, porque la belleza es a veces oscura y a veces transparente y necesitamos elegir las palabras mejores para que no se la lleve el viento de la historia. Lo mejor del amor siempre es eso.
Un beso. (Firma ilegible)


lunes, 20 de febrero de 2017

COMER CARBONO PURO CRISTALIZADO


Lujo. La crisis nos permite descubrir sus trampas.

Por ejemplo que el mercado de los artículos de lujo no sufre la crisis sino que, al contrario, incrementa sus ventas y sus beneficios. Los ricos, con la crisis, gastan más en bienes suntuarios.

Por ejemplo que hay lujos más auténticos y que nos regalan más dicha que el Hermés, el Ferrari, el carbono cristalizado o el hotel de Dubai con la escobilla del baño de oro. Pienso en lo comido hoy: la morcilla de calabaza asada sobre pan de Guijo, el helado de yogur con naranja, el perfume de día fresco de tormenta en septiembre, un Palo Cortado con mojama en un patio sombreado lleno de helechos y geranios, esta ensalada de pimientos asados y cebollas tiernas con una cerveza helada, viajar con un libro…

Del lujo ortodoxo y hortera mejor no hablar, es hoy, con la crisis viento en popa, un chiste malo de aquello que explicó tan bien Veblen, Sombart y Bordieu. Para quién quiera eruditarse un poco sobre el tema rebusco en mi biblioteca y ofrezco el percal:

Thorstein Veblen. Teoría de la clase ociosa”. edición Alianza Editorial. Madrid, 2004

Werner Sombart. Lujo y capitalismo. Alianza Editorial, Madrid, 1979.

Pierre Bourdieu. La distinción. Ed. Taurus. Madrid, 2000.

Pasen y lean.

La televisión y la publicidad ya se encargan de lavar el cerebro a quién se deje. “Lo aspiracional”, que decimos los sociólogos, esa patraña, la zanahoria en el palo, el papel couché, los hoteles de seis estrellas y media, los restaurantes de cuentas gastronómicas y las playas sin moscas de los paraísos privados en países miserables.

Un lujo es imaginar lo que sintió Théodore Géricault al dibujar un beso. Tener un poco de tiempo, salud, sosiego, amigos, amor.

El lujo es hoy una madrugada fresca en Madrid de la primavera por venir, sentados en el verde de un parque cualquiera y un abrazo a quién amas por la espalda, una abrazo largo, seguro, con deseo y ternura y tus manos en sus pechos y sus manos en las tuyas. Y unas palabras susurradas al oído. Esas.