lunes, 10 de diciembre de 2018

AU REVOIR LES ENFANTS

El 30 de enero de 2019  cerraré GASTROPITECUS GLOTÓN, esta ventana que abrí hace ya diez años. Sólo tengo gratitud hacia los 500.000 lectores y lectoras que alguna vez pasaron por aquí a picar algo, palabras, recetas, experiencias, memorias, ficciones... Desde aquí salieron luego, en papel, "los dientes del corazón" (Baile del Sol) y "el Barco Caníbal" (Ediciones del Viento), así que algo perdurable quedará.

Y me alegra que desde aquí crecieran algunos apetitos y amores.  Un beso, nos vemos en las calles ¡Salud y Libertad!


"Mae fue a la cocina y preparó pan con aceite y anchoas, manzanilla bien fría, jamón. Encendió unas velas, te alimentó con sus dedos igual que antes te había alimentado con su deseo. La alimentaste con tu boca igual que antes lo hiciste con tus manos, ofreciéndoos los mejores bocados. Tenía el cuerpo aún muy delgado, pero ya moreno del sol de la primavera del sur y en el costado, junto a uno de sus pechos, una cicatriz aún violácea delataba el mordisco de la bestia, la lucha ganada. Después de comer y de beberos la botella entera de vino os cubristeis con una sábana. Sonaban los grillos en la vega y las velas iluminaban apenas vuestras caras. ¿Qué harás ahora? Preparo un viaje. ¿Un viaje? Sí, me voy contigo a ver a Raimond Royuela. 

Aún no puedes entenderlo, ni pasar a palabras lo que sientes, pero sabes que la vida, sin pedirlo, te ha regalado un trozo grande de plenitud llena de guindas, nata y chocolate. Un pedazo gigante de esa tarta. Hace una semana te preocupaba el informe sobre el test de la nueva campaña, las advertencias del jefe, la mirada inquisitiva de los compañeros, el cansancio crónico que te embota el cerebro desde hace ya muchos meses, tal vez años, el pitido del móvil. Después, tras la embriaguez de la huida, tras el alivio breve de haberte despedido por fin, viviste la angustia, el no saber y el saber que la vida de tus veinte últimos años se resume muy bien en una sola y precisa palabra: nada. Luego te embarcaste en una estúpida búsqueda de un vellocino de papel inexistente por hacer algo, por ir a alguna parte. Sin embargo, ahora, abrazado de nuevo por las piernas de Mae, respirando su aliento y sus palabras, dejándote llevar, besando su cicatriz violácea, su vulva rosa, sus ojos negros, no queda nada de aquel hombre que llegó cansado a la verja de una casona de las afueras de Sevilla. Estás desnudo, por fin, del infinito peso del tiempo malgastado. Después, cuando ella te cuenta quién fue, a qué sabe de verdad el dolor, de qué color es la muerte, entiendes que es verdad, que no se trataba de una borrachera fugaz de sexo y primavera, sino de un reconocimiento, de una sorpresa, de una certeza. Tienes en los brazos un trozo de la gran tarta de la vida entero para ti. Toma, cómetelo entero, compártelo con ella, di que sí.

No te duraban los novios más de dos semanas, tanto en Madrid como en Londres. Puntuales compañeros de amor, no soportaban a una mujer como tú. Solían huir atemorizados o recelosos de tus fuerzas, tu valentía o tu inteligencia. Por ejemplo, para decir NO en medio de aquella reunión de los asociados en la que se decidía, cosa hecha, puro trámite, la compra de Arax Company. No era un secreto que Winston London, uno de los jefazos de la firma para la que trabajabas, tenía un buen paquete de acciones. Tras tu NO, que sonó igual en la sala que una pistola que vaciase el cargador en el oído de un bebé, eso diría Jaime Watt después, tan amigo de los símiles extraños. Tras ese NO cristalino y fuerte, deshojaste casi entre susurros los argumentos que explicaban el desastre seguro que iba a suponer la adquisición de Arax, la trampa envenenada que se escondía detrás del aparente chollo. Patentes vencidas, fuga de ejecutivos, falsas innovaciones, beneficios apañados. Te jugabas el trabajo presente, tu carrera futura y, a decir de tu compañero James, Jaimito para ti, tu último amante huido, te estabas jugado el pellejo teniendo en cuenta que estaban sobre la mesa dos mil doscientos millones de dólares y que, después se supo en detalle, el beneficio que se hubiera embolsado Winston London por lubricar los goznes de la operación y vender su paquete de acciones el día después sería de un diez por ciento, doscientos veinte millones de nada. La cara del honorable socio fue adquiriendo un tono rosado a medida que veía peligrar primero y luego evaporarse después las ganancias de un enjuague que llevaba preparando tres años. Días después se tuvo que ir de la firma, sin cena homenaje ni despedida entre aplausos. A Mae le pusieron un par de guardaespaldas durante una buena temporada porque el cabreo del humillado daba para pagar media docena de profesionales de la muerte o más bien tres docenas. Había que tener huevos. Esa fue la expresión que James repetía con esa g gangosa que le salía cuando se empeñaba en utilizar frases hechas en castellano. Sí, la humillación de Winston ante el resto de socios fue similar a la que sintió Dios el día en que su ángel favorito decidió llamarse Satanás. Símil de Jaimito. La firma le dio unas palmaditas en la espalda y sufragó los gastos de los gorilas protectores, pero no hubo movimientos de ascenso, ni gratificaciones para Mae a pesar de que su NO había salvado a la firma de un batacazo seguro. Sí, Mae era minuciosa, hacía los deberes, exprimía sangre de su hoja de cálculo, sabía dónde llamar para desentrañar la verdad y cómo mirar detrás de la hojarasca lustrosa de las cuentas de resultados. La niña encantadora, la chica aplicada, la dulce y culta Mae era la mejor broker de la firma, aunque le escociera la entrepierna a más de uno. Porque los tíos, sus compañeros, sus jefes, tan educados, tan masterizados cum laude, tan políglotas y mundanos tenían siempre bajo el caparazón de buenas personas al cavernícola machista falócrata y se les arrugaba el pene a tamaño cucaracha cuando esa tía tan buena a la que se estaban tirando se corría antes que ellos y salía a fumarse uno de esos Partagás que le había regalado un cliente satisfecho por sus valiosos informes. Ver a esa chiquilla desnuda en la terraza helada de sus apartamentos londinenses fumándose un habano más grande que sus penes antes de perder la virilidad descolocaba al más arrogante seductor de la oficina. Los tíos, siempre apegados a la receta mágica, al gimnasio con sauna y la lectura discreta del Cosmo en la peluquería, se habían tragado eso de que lo importante era dudar a costa de lo que fuera y ahora acabamos todos con la entrepierna escocida de tanto culeo martillo pilón. Más de uno y más de tres visitaron con su mujer al terapeuta sexual después de una noche de cama con Mae. Más de dos no volvieron ni a pensar en ser infieles a sus mujercitas inteligentes pero lo justo, feministas una chispa y orgullosas siempre de sus fogosos mariditos, tan guapos, seguros, musculosos, dulces y ocupados y también tan despreocupados siempre de los apretones a la Visa. Esas eran las mujeres con las que todos sus compañeros deseaban casarse, listas, desenvueltas, viajadas, a la moda, mezclando ropa cara con trapos de GAP, Zara, H&M. Mae no. Por eso, cuando la niña se despidió sin muchas explicaciones y volvió a Madrid, todos resoplaron aliviados y más de cuatro hubieran pensado eso tan católico de se lo merece por lista, por guarra, por mujer y por creerse mejor que nosotros y demostrarlo si hubieran sabido que el motivo de su huida era un jodido cáncer agarrado a su pecho.

Tú no sabías entonces nada de ese pasado. Solo sabías que te gustaba escuchar cuando te llamaba idiota antes de besarte muy rápido y seguir mirando la carretera. Idiota por nada. Como el mejor de los halagos, solo por estar ahí camino de París, mirando su perfil con los ojos locos del amor. Mae. Como Mae West. When I’m good I’m very good, but when I’m bad I’m better. Dios sabe cuál sería la fantasía de su padre o de su madre cuando le pusieron el nombre o la cara del cura el día del Bautizo. Mae, morena, delgada, extraña, seria. Tenía en alguna esquina de su corazón ese genio de la otra Mae, esa forma de reírse de la vida y aguantar, de no conformarse y nunca, nunca darse por vencida. Detrás de su aparente fragilidad era una mujer indestructible. Pero eso también lo supiste después, cuando ella ya no estaba contigo y te quedaba a ti contar esta aventura. Mae, su voz en tu oído antes del amanecer, el olor de su aliento, la forma en que te llama idiota y sonríe igual que cuando te abraza en sueños. No sabes en qué momento te dijo aquello. Las cartas de amor necesitan de tres sencillos ingredientes: sobre todo tiempo, distancia y palabras, además del amor, correspondido o no. Tiempo, porque solo quien tiene tiempo por delante puede pensar despacio, recordar con lentitud o inventar mil futuros posibles para su amor. Distancia, porque solo la distancia nos permite enfrentarnos al vacío, a la soledad de tener lejos al otro, la incertidumbre de temer que tal vez él o ella solo sea un espejismo o un invento de nuestra imaginación. Y palabras, con frecuencia palabras que se han ido repitiendo en muchas cartas por muchos dedos a través de los siglos, palabras para evocar, acariciar, describir, hacer daño, nombrar el amor. No era mala la hipótesis. Tiempo, distancia, palabras. No era fácil reunir hoy estos sencillos ingredientes en un mundo sin tiempo, sin apenas distancias, con las palabras justas para pedir las cosas. Amor y deseo tal vez, pero solo con amor y deseo no se escribían cartas. Te costaba recordar cuándo fue la última vez que escribiste tú una carta de amor. En cuanto nos hemos visto he sentido que te deseaba. No te conozco, no sé casi nada de ti y sin embargo ya ves, me gusta tenerte entre mis piernas, hablarte de mi vida. No me importa nombrar el cáncer, mostrarte sus mordiscos, dejarme llevar por tus ganas. Son las nueve de la mañana. Te gustaría seguir allí, atrapado por la quietud de esa casa de guardeses, por el cuerpo delgado de Mae, por su voz ronca y lenta, pero es ella la que te empuja, la que hace delante de ti su breve equipaje y te propone hacer el viaje en automóvil en lugar de coger el avión. Nos llevaremos el coche del abuelo. Y te sonríe igual que si te conociera desde la adolescencia. Las cartas de amor hoy son como ruinas de un tiempo remoto, pura arqueología. Objetos extraños de los que adivinamos su uso sin saber muy bien cuál era su valor. Su formalidad, su retórica, esa forma de escribir sobre el amor, el deseo, la distancia, el reencuentro nos sobrecoge igual que cuando miramos una vasija de terracota de tres mil años e imaginamos la cara de quien bebió en ella. ¿Cuánto hace que no compras un sello y visitas un buzón de correos? La miras. No ves en ella nada que no desees. Solo esa sombra que no sabes nombrar, un temor sin forma y sin nombre que olvidas pronto. Ahora no te preguntas qué haces aquí. Ya no te sientes un imbécil vagando detrás de humo. Piensas que da igual encontrar o no esas cartas. Tira bien el Fragate del cincuenta y dos. Ella conduce. Cierras los ojos. Te acaricia el aire aún fresco de la mañana subiendo Despeñaperros. Has comenzado un viaje. Por una vez auténtico."









lunes, 3 de diciembre de 2018

RACIÓN DE TIEMPO Y PARAÍSO (dedicado a Fernando Sánchez, que me estará escuchando y se empeña en que siga leyendo a Paz)


Hay un verso de “Piedra de Sol” de Octavio Paz, que dice: “defender nuestra ración de tiempo y paraíso”.

Han sido unos cuantos miles de años caminando, así que lo extraño es que nos hayamos acostumbrado tan pronto a estar sentados todo el día mirando de cerca una pantalla luminosa. Más de dos millones de años si nos remontamos al género homo, más de doscientos mil años si sólo tenemos en cuenta a sapiens, son muchos años caminando sin parar y mirando lejos. La locura y la tristeza, la obesidad y el colesterol, la cobardía y la miopía son el resultado de no hacer caso a nuestros genes y no salir todos los días al camino a mirar el horizonte.

Muchos de nuestros congéneres están encantados con esta nueva vida de comodidad y sedentarismo, sólo hacen ejercicio o deporte por prescripción médica o porque está de moda o para conseguir y lucir esbeltez. Unos pocos, en cambio, no soportamos estarnos quietos, nos tira el instinto al campo y sólo allí nos sentimos en paz, reconfortados, tranquilos. Es llegar al río o  al monte y sentir en el cuerpo que se está en casa. Allí tenemos nuestra ración de "tiempo y paraíso” que es o debería ser nuestro derecho como humanos. Estaría el derecho al refugio, el alimento, la cultura, el cuidado. Y también el amor y estas horas de monte y soledad.

Ultimamente hay demasiadas películas sobre el Apocalipsis, los fines del mundo, el enésimo diluvio, terremoto o centella meteórica gigante reventando nuestra tierra. Para el tranquilo y agudo filósofo Dan Dennett el caos es mucho más fácil: “Internet se vendrá abajo y cuando lo haga viviremos oleadas de pánico mundial. Nuestra única posibilidad es sobrevivir a las primeras 48 horas”. Y claro nada funcionará, ni los teléfonos, ni la electricidad, ni las gasolineras, ni los cajeros de los supermercados, nada. Tal vez el mundo sea hoy lo que se esconde en las tripas de millones de cacharros conectados con fibra óptica y satélites zombis, pero el mundo es también ese pequeño río al que voy a pescar, ese monte en el que cazo donde siguen creciendo las higueras salvajes junto a las que me apostaba de niño. Tal vez el mundo sea ahora una frágil telaraña de cables telefónicos, ordenadores y móviles a punto de colgarse y colapsar el progreso, pero el universo es también esa zona de agua baja en la que un gran barbo espera el desayuno y esa pequeña ondonada en las que van a jugar al amanecer los conejos que se han salvado de las últimas epidemias.

De niño me maravillaban las luciérnagas. Al principio las atrapaba las noches de agosto bajo una adelfa del jardín para intentar llevarme su luz a mi habitación, Allí me encontraba con un escarabajillo gris y feo. Pronto comprendí que su magia sólo funcionaba en libertad.

Me impresionaban las ranitas de San Antonio. Si color verde no era de este mundo. Su grácil fragilidad y su belleza hizo que, inexplicablemente, jamás me llevase ninguna a casa para observarla dentro de un  tarro de cristal.

Me deslumbraban los martines. Una chispa celeste cruzando el río a ras de agua. Una vez encontré uno muerto en la arena de la orilla y pude ver de cerca su intenso azul metálico y su diseño de pescador perfecto.

Me intrigaban las truchas. Vivas eran unos animales astutos y hermosos, con una piel llena de colores distintos y una fuerza en sus músculos que me parecía imposible que saliera de un cuerpo tan frágil. Sin embargo muertas lo perdían todo, sólo eran pescado reseco, flácido y opaco.

Me dejaba perplejo ese instinto que me llevaba en verano a acechar a los conejos al amanecer, con una vieja monotiro del nueve, a la sombra de una higuera. Luego encendía la chimenea de la casa del guarda y asaba los gazapos pinchados en un palo, aromatizados tan solo con romero y con sal.

Entonces, cuando las luciérnagas, las ranitas de San Antón, los martines, las cestas de peces y los gazapos asados para desayunar, yo me vestía con unos vaqueros gastados, una camiseta vieja, un sombrero de paja medio roto, unas zapatillas de lona. Si iba al río llevaba una larga caña de bambú cortada y secada a conciencia por mi abuelo Fernando. Si madrugaba para acechar a los conejos mi herramienta era una escopetilla de cartuchos diminutos que entonces me parecía la mejor arma del mundo. Consideraba de lo más natural que en las ilustraciones del libro de Mark Twain, tanto Tom como Huckleberry se vistieran así, como yo en el verano, Y que su ocio fuera ese, el de pasar todo el día en el monte y en el río.

Hoy me resulta extraño pensar que hace muchos años estuve viviendo en un libro de Mark Twain y entonces que no existieran los ordenadores, ni Internet, ni los móviles. No he vuelto a ver luciérnagas, y hasta dicen que los insecticidas están acabando con las abejas. No he vuelvo a ver ranitas de San Antón, los mismos pesticidas o el cambio climático está afectando a su sensibilísima piel. Aún contemplo cruzar, de cuando en cuando, la chispa azul del martín, no sé por cuanto tiempo. Al menos me queda la felicidad de ver salir a la trucha de mis dedos como una centella de colores y de seguir desayunando algunos días de verano un conejo asado ensartado en un palo en la chimenea de una casa vieja.  Hago caso al poeta: “defiendo mi ración de tiempo y paraíso”.