sábado, 21 de diciembre de 2019

NAVIDAD CON NESQUIK Y LECHE DE CABRA RECIÉN ORDEÑADA



Comenzaba el noventa y dos. Todos decían que sería la apoteosis de una España por fin moderna, europea y beautiful, con olimpiadas y expos universales adornando los sueños húmedos de muchos. Pero él rozaba los veinticinco y acababa de descubrir a Chatwin, a Kapuściński y a Fermor, repudiando con arrogancia a Cela, Ruano o Azorín. Nada deseaba más que hacer su primer viaje equinoccial, proponerse una aventura cercana y también de alguna forma primitiva, lejos de turisteos y fáciles aviones, nomadear por una vez por dentro de España mientras se estaba más o menos perdido en la intemperie. El camino de Santiago se le antojaba demasiado sacro y ya muy masificado.  Se le ocurrió entonces hacer caminando la Vía de la Plata durante esos días de Navidad. Encontró anotados en una vieja traducción de Medea que  hizo su abuelo los nombres romanos de los lugares donde cumplían los millarios de la ruta: Augusta Emerita, Sorores, Castra Caecilia, Turmulos, Rusticiana, Capera, Caelionicco, Ad Lippos, Sentice, Salmantica,  Sibarim, Ocelum Durii, Vico Aquario, Brigeco, Bedunia y Asturica Augusta.  Seguiría ese camino, siempre andando, con una mochila pequeña, el saco y un cuaderno de notas.

Había hecho mentalmente un pequeño listado con los amigos a los que les propondría aquel paseo y qué razones seductoras enarbolar para intentar convencerles de esa locura. Entraba en el bar de la facultad cuando se chocó con ella y le salió aquella propuesta sin pensarlo, como cuando se desanuda un globo y sale el aire en un segundo sin poderlo impedir. ¿La Vía de la Plata caminando en las vacaciones de Navidad? Vale, pero cuando lleguemos a Astorga, ya puestos, habrá que subir hasta el mar ¿no?. No la conocía demasiado, apenas alguna litrona compartida con otros en el cesped, su cara en alguna asamblea, libros discutidos antes de los exámenes o aquel fin de semana con otros compañeros subidos a los tejados de las casas vacías del pueblo de Riaño mientras los guardias civiles les pedían “por favor” que se bajaran. Era una perfecta extraña pero en ese momento le pareció una buena compañera de camino, una más. Durante toda la mañana del último día de clase fue cruzándose con Alfonso, Marisa, Josiño, Lluis y Carmen. Todos tenían planes y navideñas obligaciones familiares aunque los argumentos de alguno le parecieron una mala excusa para esconder su escaqueo. Al día siguiente, en la estación de autobuses que les llevaría a Mérida solo estaban ella y él. Durante las tres horas de viaje el tiempo se les pasó sin sentir con la cháchara de la facultad, los proyectos por venir y los primeros trabajos precarios como tiernos sociólogos.

Fue al salir de la ciudad caminando por el primer tramo de la calzada romana cuando se dio cuenta. Estaba atardeciendo, hacía bastante frío. El sol sacaba de los campos extraños tonos verdes y dorados. Siguieron con las risas y las bromas todavía un rato hasta que se les hizo oscuro en medio del camino. Una oscuridad que se fue haciendo muy espesa en pocos minutos. Entonces vieron una tenue luz a la izquierda, no muy lejos. La señora, casi una anciana, les acogió con cariño. Les habló de su marido, la trashumancia, el precio de los quesos, los hijos emigrantes tan lejos, su gusto por cenar un Nesquik con leche de cabra recién ordeñada. Les dejó dormir allí junto al fuego, encima de un montón de sacos de arpillera vacíos. Ellos también compartieron con ella aquel brebaje con pan migado. Él tardó mucho tiempo en dormirse. Aquel lugar parecía al margen del tiempo, como si hubieran viajado de repente al siglo I o más atrás, claro que los romanos no tenían el Nesquik. Ella se durmió muy rápido. A través del intenso olor a leche cruda y queso, humo y leña de encina, cecinas ahumándose en lo alto y arpillera vieja, le pareció detectar un suave olor a limón y rosa.

Han pasado treinta años. Por el camino de todos esos años hubo ruinas y desdichas, espejismos, crisis, cansancios, soledades. Hoy tiene la certeza de que se puede viajar muy lejos, a lugares exóticos y asombrosos, sin alejarse miles de kilómetros de casa. No olvida nunca aquella Navidad. No olvida nunca el suave olor de ella por encima de todos los olores aquella primera noche o el sabor de aquel brebaje. No olvida nunca, tampoco, la mañana que llegaron al mar.
  


martes, 5 de febrero de 2019

HUEVOS EN TU SARTÉN


Siempre piensa que estos años fueron demasiados. Por todas las casas y ciudades fue dejando jirones de la piel invisible de la vida, pero también cosas. Libros queridos como aquella edición barata de “el viejo y el mar” que alguien le compró en La Habana. Objetos preciosos como el molcajete de piedra volcánica que le trajeron de Antigua. Trastos extraños como la Derringer de aquel bisabuelo que se gastaba las rentas en Mónaco un siglo antes. Pero nunca dejó abandonada la vieja sartén. En ella había cocinado mil golosinas y siempre se había salvado de todos los abandonos y todas las despedidas. Estos años, antes de partir, antes de cerrar una casa por última vez, cogía la sartén y la metía en su mochila, como si aquel cacharro  guardase dentro de su temple de metal un secreto precioso.

Era muy vieja y estaba muy gastada pero seguía siendo muy buena para guisar en ella unos huevos de corral. A fuego suave templó las escalonias picadas y luego salteó a fuego fuerte los boletus. Añadió entonces daditos de foie fresco y un culillo de Pedro Ximenez. Sumó después al guiso el chorro de nata y dejo cocer unos minutos. Luego trituró con mimo toda la farsa y la pasó por un colador muy fino. En la vieja sartén, de nuevo limpia, sobre unas gotas de aceite cuajó los huevos, añadió la salsa y ralló sobre el plato, con la mandolina más fina, abundante trufa negra.

Hoy cocinaba con esa sartén para ella por primera vez esos huevos receta de Abraham. Utilizaba el fuego fuerte de la llama pero también el fuego suave de todo el cariño con el que se sintió siempre protegido, cuidado tantas veces por el tacto de sus palabras y su risa, abrigado siempre por una amistad de tantos años. Cuando le regaló aquella satén ella escribió que se haría viejo y seguiría cocinando con ella porque la marca garantizaba aquel cacharro por veinticinco años. Él había sonreído ante esa seguridad en el futuro.

No han pasado aún tantos años o quizá sí. Se sientan a la mesa para comer los huevos de la misma sartén. El tiempo ha mantenido caliente el temple del metal y también el otro temple que los une.


PD: la receta de estos huevos es invención del cocinero Abraham García.