jueves, 22 de noviembre de 2012

LASAÑA ANTIGUA DE BOLETUS Y FOIE, PALABRA...


(Foto: Butayban) 
Algunas veces hemos guisado platos de palabras.

Palabras sacadas de los libros, de la experiencia, de las voces de otros y hasta de nuestros silencios. Será por eso que me gusta tanto escuchar y comer.

Buscamos en los libros muchas veces recetas. Recetas para guisar, también para mejor amar, para bien vivir, para pasar los tragos duros del presente, pero siempre en la fabulación, en las novelas y los versos. Nada de libros técnicos, ni autoayudas ni gaitas. En los libros de literatura están las mejores recetas para casi todo. En los otros, solo bla-bla, hojarasca, vacío, ruido impreso de charlatán de feria.

Hace ya muchos años, en un viejo libro de cocina que aún conservo, descubrí esta antigua receta deslumbrante, francesa, decimonónica, burguesa y exquisita. El libro fue un regalo de una amiga que aún lo es y en su honor hice un día el derroche de este plato:

Corto con la mandolina finísimas láminas del sombrero de un buen edulis y finas láminas de foie fresco. Salpimento e intercalo unas y otras a modo de falsa lasaña en un pequeño molde de metal y por encima extiendo un puré de manzana reineta y cebolla tierna. Aso y gratino al horno, a fuego fuerte, menos de diez minutos. Luego, tras desmoldar, rallo por encima un poco o un mucho de trufa negra fresca o blanca, la que el bolsillo u otras artes pueda conseguir. Mejor colocar debajo una fina tosta que empapará la salsa amarilla.

Acompaña el platillo una ensalada de escarola marinada una noche en zumo de granada y aliñada con una gotas de buen vinagre de Jerez y mejor aceite Picual. Sobre esta ensalada, un poco de hilada de jamón y unas lascas de castañas fritas y saladas (se hacen también con una buena mandolina…) adornan y enriquecen el dulce amargor del verde.

Es cierto, las palabras escritas no se comen, pero muchas veces alimentan.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

TOMATES ASADOS


(Acuarela de John Fisher) 

Cocinar con fuego, preparar con cuidado las brasas, sentir el calor desde lejos y ver, una vez más, fascinado, cómo ese fuego convierte lo crudo en cultura, civilización, refinamiento y gusto.

Todos tenemos la vitro, tocas su superficie y ya tienes calor para cocinar, pero cocinar sobre el fuego sigue siendo un placer, un misterio, algo grande.

Dominar, manejar, controlar el fuego. Eso somos, la tribu de homínidos que consiguió que el fuego convirtiera el despojo palpitante en un guiso y el alimento en un placer que nos quema los labios ávidos de chupar eso que se dora en las brasas y que huele tan bien.

Reaprender tantas cosas y olvidar otras muchas. Volver a aprender a hacer fuego y  cocinar sobre las brasas cualquier cosa, una chuleta, una sardina, unas ostras, una arroz en uno de esos cacharros planos que nos vendieron los fenicios que venían desde Rodas después de trocear el bronce del Coloso.

Aquel día, agotado de andar entre helechos arborescentes y cicutas gigantes, metido en el agua hasta la cintura persiguiendo a las truchas, llegué a la vieja casa sin aliento. Me quité las botas, la ropa de pescador, bebí agua del pozo sin mesura y me tumbé en la tierra a la sombra de las viejas acacias que hoy ya no existen. Recuperadas unas mínima fuerzas rebusqué algo de comer en la cocina. Nada, solo ajos, cebollas, tomates y un trozo de queso duro de cabra. Hice un fuego en el suelo, preparé un buen tapiz de brasas y asé primero en la parrilla dos cebollas y una cabeza de ajo. Piqué luego esas cebollas y los dientes de ajo quemándome los dedos y añadí a la picada un buen chorro de aceite y el queso duro de cabra rallado. Abrí cuatro tomates grandes por la parte de arriba, vacié un poco el interior y metí en ese hueco la picada y unas flores de tomillo fresco y poleo que había cogido en el río. Volví a colocar la tapa de roja del tomate y los asé despacio mientras, tumbado en la tierra seca, veía pasar las nubes que comenzaban a esconder el azul intensísimo de Junio.

Me comí los tomates en un plato grande de barro con un cuchillo y un tenedor antiguos, de alpaca, con letras grabadas de algún antepasado cuyo rastro ya sólo era ese, dos letras "P.B"
Estaban deliciosos aquellos tomates asados rellenos de casi nada. Creo que me dormí en un momento. Me despertó la tormenta, rayos y truenos explosivos y una lluvia gruesa, fría y espesa que me fue limpiando de todo lo que me pesaba y dolía.

El año pasado un incendio quemó el monte y el bosque de ribera, las viejas acacias y casi la casa centenaria. Hay quién no sabe cocinar con fuego y sí utilizarlo para destruir la belleza.

Por fortuna las acacias ha vuelto a crecer altas. 
Aquel día de hace cuatro o cinco años fui feliz. Aún lo recuerdo.