(Acuarela de John Fisher)
Cocinar con
fuego, preparar con cuidado las brasas, sentir el calor desde lejos y ver, una
vez más, fascinado, cómo ese fuego convierte lo crudo en cultura, civilización,
refinamiento y gusto.
Todos tenemos
la vitro, tocas su superficie y ya tienes calor para cocinar, pero cocinar
sobre el fuego sigue siendo un placer, un misterio, algo grande.
Dominar,
manejar, controlar el fuego. Eso somos, la tribu de homínidos que consiguió que
el fuego convirtiera el despojo palpitante en un guiso y el alimento en un
placer que nos quema los labios ávidos de chupar eso que se dora en las brasas
y que huele tan bien.
Reaprender
tantas cosas y olvidar otras muchas. Volver a aprender a hacer fuego y cocinar sobre las brasas cualquier
cosa, una chuleta, una sardina, unas ostras, una arroz en uno de esos
cacharros planos que nos vendieron los fenicios que venían desde Rodas después de
trocear el bronce del Coloso.
Aquel día,
agotado de andar entre helechos arborescentes y cicutas gigantes, metido en el
agua hasta la cintura persiguiendo a las truchas, llegué a la vieja casa sin
aliento. Me quité las botas, la ropa de pescador, bebí agua del pozo sin mesura
y me tumbé en la tierra a la sombra de las viejas acacias que hoy ya no existen.
Recuperadas unas mínima fuerzas rebusqué algo de comer en la cocina. Nada, solo
ajos, cebollas, tomates y un trozo de queso duro de cabra. Hice un fuego en el
suelo, preparé un buen tapiz de brasas y asé primero en la parrilla dos
cebollas y una cabeza de ajo. Piqué luego esas cebollas y los dientes de ajo
quemándome los dedos y añadí a la picada un buen chorro de aceite y el queso
duro de cabra rallado. Abrí cuatro tomates grandes por la parte de arriba,
vacié un poco el interior y metí en ese hueco la picada y unas flores de
tomillo fresco y poleo que había cogido en el río. Volví a colocar la tapa de roja del tomate y los asé despacio mientras, tumbado en la tierra seca, veía pasar las
nubes que comenzaban a esconder el azul intensísimo de Junio.
Me comí los
tomates en un plato grande de barro con un cuchillo y un tenedor antiguos, de
alpaca, con letras grabadas de algún antepasado cuyo rastro ya sólo era ese,
dos letras "P.B".
Estaban deliciosos aquellos tomates asados rellenos de casi
nada. Creo que me dormí en un momento. Me despertó la tormenta, rayos y truenos
explosivos y una lluvia gruesa, fría y espesa que me fue limpiando de todo lo
que me pesaba y dolía.
El año pasado
un incendio quemó el monte y el bosque de ribera, las viejas acacias y casi la
casa centenaria. Hay quién no sabe cocinar con fuego y sí utilizarlo para
destruir la belleza.
Por fortuna
las acacias ha vuelto a crecer altas.
Aquel día de hace cuatro o cinco años fui
feliz. Aún lo recuerdo.
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