lunes, 30 de enero de 2012

ANGULAS VERITÉ


Me asombra el “clasismo” de algunos alimentos. Su designación como comida de las élites que luego tienden a emular o imitar el resto de clases sociales. Y viceversa. Rancho de pobres que se convierte en golosina de potentados. El caviar alimentaba a los pescadores del Caspio igual que el salmón ahumado era la comida barata de los leñadores, o los erizos y la espardeñas eran una comida marginal de humildes pescadores. Y así mil.
La emulación e imitación de las élites mueve una parte del mundo y de la economía como bien lo explicó Pierre Bourdieu en: ”La distinción. Criterios y bases sociales del gustoy antes Werner Sombart en “Lujo y capitalismo”. El caso más chusco y caricaturesco es el de las falsas angulas hechas de surimi, que es un invento español o ese empeño pertinaz en devorar insulsos y gomosos langostinos ecuatorianos por Navidad. Ahora son el cocido, el bacalao, las lentejas, la tortilla de patata, los callos, el tomate “pata negra” o los huevos estrellados alimentos preciados de los monarcas y la elite que “entiende” de la cosa gastrósofa. Y así mil.

Uno intenta no imitar ni hacer ascos a casi nada siempre que los humanos, sea cual sea su cultura, lleven comiendo la cosa unos cuantos siglos, pero recela un poco de lo nuevo, lo transgénico, lo inventado antes de ayer por las multinacionales petroquímicas para llenar la andorga o engañar el paladar. También yo como surimi, no siempre va uno por el mundo de sublime sin interrupción, pero me es imposible no dejar de pensar que esa pasta de proteína de pescado se hace con toda la morralla de los barcos factoría que lo mismo vale para hacer abono, pienso de gatos o falsas angulas. Así que si por la mañana, tras la cena sucedánea, uno dice miau o le crece el pelo fuerte y verde no se extraña demasiado, es cosa de los alimentos modernos.

Últimamente tenemos muchos políticos surimi, que no son ni carne ni pescado. Debe haberlos fabricado algún barco factoría de esos, con puré de morralla. Se creen que no, pero todos nos hemos dado cuenta de que son sucedáneo aunque sean muy votados.

Y mientras, las angulas de verdad, las siguen comiendo los de siempre, aunque digan que les gusta mucho el cocido madrileño o maragato. Pero todos nos hemos dado cuenta que mienten, y no precisamente por los gases.

viernes, 27 de enero de 2012

MADRID-FUSION 2012 (y más atrás...)


(Pinturas de José Gutiérrez Solana) 
Mis compañeros de entonces, Ángel y Flore, se acordarán estén donde estén, de aquella callejuela que desembocaba en la calle Carretas donde, en un restaurantillo con diez mesas de formica que parecía una pintura de Solana, ofrecían un menú digno por 100 pesetas, veinte duros. Hablo del siglo pasado, el siglo XX, pero no hace tanto, ¿1989?. Primero, segundo, postre y café por 100 leandras, poco más de 50 céntimos de euro de los de ahora. Pero hoy, cuando uno lo recuerda y lo escribe, le parece irreal, como si estuviera hablando de unos remotos tiempos galdosianos de antes de la guerra. Pero no, era antes de ayer, como quien dice, en los estertores de la "movida" que nos atrajo a Madrid con que a estudiar.

La comida era digna, ensaladas con su escabeche bueno, las patatas guisadas con costilla, los filetes de aguja empanados con patatas fritas de verdad, el potaje, la tortilla paisana recién hecha, la pescadilla de rosca, las judías rehogadas… y de postre su pieza de sana fruta, su naranja, manzana o raja de melón según la temporada. Puedo asegurar que el menú era variado, digno, sencillo, muy humilde, pero bien cocinado. Puedo asegurar que todo este recuerdo no lo ha dulcificado la romántica memoria que tantas cosas trabuca, dignifica y sublima. El tugurio, por poner una pega, era algo oscuro, de bombillas peladas de 40 vatios y estaba poco decorado, pero eso a nosotros y a los señores mendigos y a las señoras putas y a algún gris comerciante soltero y sesentón que acudía por allí como fiel parroquiano no les importaba mucho.

Los señores mendigos apandaban el precio del menú pesetita a pesetita como bien lo veíamos a la hora de pagar con toda la calderilla encima de la mesa, añadiendo hasta una pequeña propina al ajustado precio. Ahí descubrimos eso que se dice, la generosidad y la dignidad de los pobres, que no es retórica sino auténtica. Los señores mendigos dejaban cinco o seis pesetas de propina y el dueño les correspondía con un culillo de ojén en copa balón. Y eso no se lo he visto hacer a ningún banquero ni a ningún restaurante de cuenta gastronómica. Porque para el señor mendigo esas cinco pesetas eran tal vez el 25% de todo su patrimonio ese día y el ojén regalado no era malo y dudo que el dueño y a la vez camarero del restaurante se hiciera rico con esos precios, ni que le invitaran nunca a explicar en ningún foro de cocina tecnoemocional el mucho “amol” que ponía su mujer y además cocinera en esos guisos de diario. Las señoras putas y lo escribo sin faltar, porque lo eran, y eran las dos cosas, putas y todas unas señoras, hablaban de sus cosas, de sus vidas, de sus hijos, nunca de sus clientes porque todo el mundo sabe que hablar de trabajo en la comida es una grosería (eso sólo lo hacen los banqueros y la gente del dinero y el gangsterismo). A nosotros nos impresionaban sus cuerpos más bien gruesos para el canon de la época, sus pinturas de guerra, sus uñas largas y rojas descascarilladas por la batalla diaria, y nos sorprendían sus conversaciones tan convencionales y esas caras de cansancio crónico que se les pone a todos los que desempeñan su trabajo a la intemperie, en las duras calles de Madrid. Ellas, en lugar de ojén, se pedían una manzanilla o un tecito, para asentar el estómago de tanto cliente bruto y poco higiénico. Hasta una de ellas, una vez o dos, nos regaló, estando ya en los postres, unos preservativos, “de los buenos, de farmacia, que hay mucho sida por ahí y vosotros los chicos de hoy vais de cualquier manera, a pelo siempre”. Ya te digo, como una madre, nos protegía la puta, la señora, porque nos conocía del restaurantillo este, no porque fuéramos a utilizar sus necesarios servicios, sino porque no se fiaba de “tantas señoritas de la universidad que van de limpias y luego zas, te meten el bicho dentro, que hay muchas drogadistas, ya se sabe”, eso dijo la donante para remarcar la necesidad del profiláctico en nuestros romances. Y juro que sus consejos fueron más efectivos que todas esas propagandas finas del Ministerio de Sanidad de entonces y todo ese cachondeo del “póntelo, pónselo”. Que hubiera sido mejor en lugar de gastar tanta pasta en anuncios tontos pagar a todas esas señoras de la calle un sueldo para que fueran por ahí explicando a la juventud su verdad y repartiendo condones. No digo yo hacerlas funcionarias pero si un contrato de interinidad como mínimo, con su seguro, su paga extra y sus moscosos.

Recuerdo todo esto porque ayer pasé por esa callejuela, atiborrada ahora de restaurantillos medio de diseño, para turistas, de esos de paella congelada, tortilla de patata industrial y tapas con mayonesa de polvo y anchoas del Manzanares y mucha sangría aguada. Eso si, el tóxico menú era de 20 euros, es decir 3.327 pesetas. ¿qué pasó con aquellos menú de a 100 rubias?... arqueología.

Ahora comemos mejor, claro, todos esos aires con sabor, sferificaciones, texturas, gaitas, ya se sabe, ha llegado lo étnico, lo biodinámico, el fuá, el puturrú y todas esas cosas finas y ricas que nos ponen en restaurantes chulos dentro de platos cuadrados, ondulados o aflautados. Ahora comemos buey masajeado, pétalos de flores, que a veces hasta saben un poco a colonia, supongo que a Chanel número 5, lo digo por el precio de esas ensaladas; degustamos algas aliñadas con vinagre de lágrimas y aceite de aceitunas cogidas una a una por una doncella doctora en ingeniería agrícola y diseño de interiores.. y los postres ni te cuento, todo tan exquisito, tan reconstruido, tan bello… pero a veces, en días como hoy, repica la nostalgia de esos precios, de esa dignidad en los menús, de esos compañeros y compañeras de mesa que no tocaban los webos como los de ahora con el piticlíntintin molesto de la BlackBerry o el Iphone y esas conversaciones obscenas sobre si “los españoles nos merecemos el desastre de la crisis, que si la culpa es de los chinos, que si la culpa es de los sindicatos, que si la culpa la tenemos todos”… No me olvidaré de los mendigos con su copita de ojén, como señores, con la cuenta ya pagada peseta a peseta y ganadas las pesetas dignamente y a las señoras putas, día tras día en su laboro, bebiendo su tecito despacio y dejando en el vaso la marca roja de sus labios de mujeres valientes.

Ahora comemos mejor, claro, y todos andamos en el Madrid-Fusión arrugando el morro con el mohín de los gastrónomos arrogantes y enumerando las ortodoxias culinarias a la moda, los viajes remotos a degustar melindres, la amistad con algunos de los gurús del guiso… pero a mi se me nota ese pasado, esa memoria, esa educación a la vez burguesa, pueblerina y lumpenproletariat, se me nota que fui de aquellos escogidos y selectos entendidos, que comí de invitado o gorrón en Llardy o en Alkalde pero muchas más veces, por cien pesetas, en aquel restaurante ya extinto y que aprendí mucho de la verdad de la vida en la delectación y gusto con el que comían los pedigüeños y las putas aquel guiso de patatas con costillas. Es cierto, yo no era de ellos, era un estudiante pijo más o menos, resabidillo, leído, curioso y a la vez ignorante de tantas cosas importantes que creía ya saber. Pero aquel camarero, la cocinera, los pedigüeños, las señoras meretrices, el oficinista gris…. nunca nos miraron mal, ni como intrusos que éramos en ese mundo difícil. Nos enseñaron que se puede hacer cocina honrada y rica con muy poco y que puede uno ser un ciudadano digno, elegante, señor, generoso aunque el destino nos lleve al oficio de putas o mendigos. Comemos mucho mejor, claro, la globalización, Internet, lo virtual… pero no somos mejores personas que entonces.

PD:

Tal vez lo soñé o lo imaginé o me confundí pero el otro día, en el Madrid-Fusión, había un viejo muy viejo con greñas largas y mirada patibularia. Se notaba a la legua que no le sentaba bien la camisa marenga de Adolfo Dominguez, ni los mocasines Camper, ni vaqueros lavados a la piedra de Carolina Herrera que llevaba. Degustaba el tipo una tapa de Wagu con una copa de Clicquot mientras dejaba el meñique con una uña larga fuera de la copa, pasé a su lado, sonrió, me guiñó el ojo. Juro que tenía la misma cara que uno de aquellos mendigos de entonces. Tal vez era un Ángel o un Duende. Uno, que es ateo, a veces piensa en esas cosas. Seguí caminando como si nada y entonces a mi espalda creí oír su voz, la misma voz de entonces “tu y yo sabemos donde está la verdad y dónde la mentira de todo esto, así que no nos olvides chico”…

Pues eso hago hoy, aquí.

jueves, 26 de enero de 2012

LASAÑA DE PARASOLES


(Relato-receta dedicado a Agustí, David, Fran y Jaume, compañeros de pesca en Laponia)

Caminas a la caza de los últimos parasoles de este año de derrotas. Galipiernos los llaman por aquí o macrolepiotas los seteros más ilustrados de Extremadura. Has cogido este año pocos boletus y pocas amanitas en esta tierra donde ya desde tiempos del Imperio Romano los césares mandaban rebuscar por esta tierra su seta preferida. Este año hasta los hongos han sido escasos. Sigues caminando entre los claros de los robles y los helechales con tu cesta de caperucita feroz y con la misma emoción de siempre cuando sales al campo, a pesar de este frío, de la crisis y de tantas incertidumbres que traerá el nuevo año.

Pero hoy vendrán a comer cuatro viejos amigos. Piensas ahora con sorpresa que regresan a casa desde los cuatro puntos cardinales del mundo. Alex del gélido Norte, de la patria de los gnomos y las auroras boreales; Victor del milenario Este donde Minos o Ulises descubrieron que la única patria es la memoria; Teo del tibio Sur al que se fue huyendo de la tristeza y encontró en el desierto algún secreto que no cuenta; Ramón del Oeste aquel donde fray Junípero Serra fundó misiones y ahora el cine guarda sus mitos y sus negocios. Uno traerá vino, otro un buen foie, el tercero queso, el último pan y tú pones este horizonte de invierno y también el fuego de tu cocina. Sois amigos desde la adolescencia, pero cada cual probó a conocer el mundo a su manera, por caminos distintos, con profesiones diversas y con sueños o ambiciones casi opuestas. Muy distintos, pero amigos aún, treinta años ya juntos aunque lejos, de no romper el hilo que aún os une, de seguir con las risas y la fiesta cada vez que el azar vuelve a juntaros como hoy. Tal vez todo se derrumbe de nuevo, pero no esta certeza de amistad a lo largo, de aquel verso de Biedma.


Con los parasoles que llevas ya en la cesta y el foie fresco que ha traído Alex vas a hacer una lasaña de lujo. En cazuela de barro circular y honda, del tamaño de un galipierno grande, vas colocando una seta entera y sin pie y una capa de foie crudo cortado en finas láminas. Son cinco setas y cinco capas de foie que salpimentas antes con pimienta recién molida y sal gris de Gerande. Media copa de Jerez en el fondo y horno fuerte diez minutos. Sacas la cazuela y añades entonces por encima una ligera salsa Mornay en memoria de los suntuosos platos del Grand Véfour que nombraba tu abuelo viajero, derrochador, exiliado, sabio. Esta besamel no tiene mucha trampa y nada de cartón, pero dos yemas crudas de huevos muy frescos y esta buena cuña de requesón de cabra de tu vecino el pastor dan a la salsa una untuosidad delicada y al gratinado un dorado perfecto. Quedan para otro día los callos con tomate, la sopa de cebolla, los atascaburras con piñones, la sufrida y barata tortilla de patatas y otros guisos que les hiciste muchas veces, adecuados a esta crisis de gangsters que nos anega, pero no para la comida de hoy. Porque piensas que hoy el destino o el azar o la voluntad soberana de cada cual va a barajar de nuevos vuestros caminos y es necesario un guiso de importancia, original, distinto, memorable. Porque son tus amigos y ya habéis cruzado juntos la mitad de la vida. Uno fue derrotado y anda buscando, ligero de equipajes, cómo y dónde empezar de nuevo, otro sigue luchando con una enfermedad de nombre infame, el tercero regresa de fotografiar una guerra que prefiere ni siquiera nombrar, el último ha descubierto que la ambición y el dinero ya no mueven el mundo sino que lo destroza y es mejor no ser cómplice, y tu vas a guisar para todos esta falsa y rumbosa lasaña para que sepan que nada importa demasiado salvo vivir, resistir, comer, festejar juntos.


Es importante en la receta que las setas no estén húmedas, nunca lavarlas, es mejor quitar los rastros de tierra con un cepillo fino. Las capas de foie deben ser finas y la última capa que quede por encima no será una macrolepiota que se secaría con el horno sino de foie. También te gusta que la besamel sea ligera, que el queso de la Mornay no sea fuerte y que la nuez moscada que rallarás para el toque final sea de calidad. Acompañarás la ración de lasaña con unos pequeños paquetes de pasta brik rellenos de morcilla de calabaza unos y de queso de la Serena otros. Cierras los saquitos de pasta brick con un tallo de cebollino y en cada saco apenas introduces una cuchara sopera de morcilla fresca o de corazón de torta. Freír en aceite caliente y listo. Sonríes al pensar que así discutiréis de nuevo si la verdadera y ortodoxa morcilla debe ser de cebolla, sangre, arroz o calabaza o si la torta del Casar es más rica o menos que la de la Serena.

Habláis, coméis, bebéis, reís. No queréis reinventaros, ni ser flexibles, ni tampoco dejaros desolar porque os hayan largado del trabajo. No queréis asistir en silencio a las decisiones de los remotos dueños del mercado o la voces melifluas de sus apologetas y leguleyos. Es tiempo de nuevas revoluciones, de no dejarse arrastrar por la inercia de una realidad que inventan lejos y que es falsa. Es tiempo de volver al fuego, a cocinar despacio, a no ahorrar tiempo, ni venderlo, ni olvidarlo. Es tiempo de no avergonzarse de tener memoria en el paladar, en el deseo, en las utopías, de tener la certeza que la amistad tal vez sea ya la única ideología en la que debéis militar.  Y cuando mañana volváis todos al camino, a buscaros la vida, a recorrer el mundo sin demasiada protección, sin visa oro y sin seguro de viajes, lejos de nuestro hogar, por el frío Norte o el tórrido Sur, por el inquietante Este o el agresivo Oeste, tendréis la certeza de que en verdad el hogar está donde cualquier fuego o cocina os asombre el hambre, donde cualquier amigo os cuide y alimente, donde cualquier desconocido os ayude y escuche. No hay otro hogar, no hay más hogar que el que evoca el sabor de un alimento o las palabras que nombran las cosas más valiosas y que no tienen precio, ni las puede aniquilar la crisis, ni el tiempo, ni el olvido.

Te hace feliz cocinar para ellos. Para mojar esta lasaña de setas y de foie, para limpiar la intensidad de la fritura de brik, el espesor dulce de la morcilla de calabaza, la acidez de la torta de la Serena, todos han traído un vino Alex su Burdeos preferido, Victor un Sauternes,  Teo un Cava, Ramón un Ribera de Duero y yo he sacado un Priorat que hace, no muy lejos de aquí, un amigo también de mucho tiempo.

Comer, beber, festejar. No os hacen falta demasiadas excusas o pretextos. Cortas dentro de la cazuela la lasaña de parasoles y foie en cinco partes. La grasa intensa y amarilla de la víscera ha empapado la carne de las setas. En la boca se deja sentir ese sabor fuerte con la untuosidad sutil de la Mornay. Se vacían las botellas y los platos. Hay risas y palabras, aventuras, burlas, complicidad, tiempo detenido. Alguien alza la copa y las alzáis todos. Por esta amistad a lo largo. Salud.

martes, 24 de enero de 2012

ECHAR UNA MANITA



El canon de belleza es sólo eso, un canon, una convención, un acuerdo social que sin embargo se impone de sutiles formas y maneras. Pero el canon de belleza, sea masculino o femenino, contamina, afecta, condiciona, fastidia la felicidad de las personas y también su forma de vivir la lujuria y la gula que dirían unos, el deseo y el apetito que diría yo. Asombra en la foto el brutal cambio de ese canon en tan pocos años, no hace falta remontarse a las “tres gracias” de Rubens para descubrirlo.

Preparo una lasaña de manitas de cerdo y boletus no apta para todos los paladares, culturas y apetencias. Entras con las manitas de cerdo o las de cordero y parece que has perpetrado cierto crimen inconfesable o que vas a devorar las extremidades de cierto alien que ha sufrido un accidente en el jardín con su platillo volante. Pero tras la cocción y el deshuesamiento la cosa cambia, ya no hay cuerpo del delito sino una entidad abstracta y gelatinosa que mezclaremos con las setas y repartiremos entre finas capas de pasta para esconderlo todo bajo la bechamel.

Sé que a las señoras de arriba no les gustaría este guiso así que no pienso invitarlas. Se que a las de abajo si les gustaría mi lasaña pero hoy están muy ocupadas con la posteridad, así que invito a quién se apunte a mi pequeño festín. Sólo pido que no sigan la moda del esqueletismo, que no llamen a las delicadas manitas con el insulto de “pezuñas” y que traigan el vino (me vale cualquier tinto).

viernes, 20 de enero de 2012

OLLA PODERIDA


(Foto de Carlos Hernández Redondo)
Amanecer. Hambre. Comer algo ligero. ¿Las sobras de la “olla poderida” para desayunar?, ¿un cocido? ¿maragato?, ¿extremeño?.. con el tocino gelatinoso en el que pringar pan y un caldo consistente e intenso para sorber ruidosamente…
El campo esta lleno de escarcha, de helada, “de pelona” como dicen mis paisanos. Los cristales de hielo brillan derrochando belleza para nadie. Arrimo dos piñas a cuatro troncos de remonda de encina seca y el fuego nace y crece alegre para alejar el frío y proponer una mañana lenta. Pasan las avefrías cerca del ventanal con sus alas largas y su moñicle en la coronilla.
Dicen que leer no es vivir sino dejar la vida, siempre escasa, en un suspenso entretenido. Igual que dicen que cocinar es perder el tiempo cuando hay tanta comida rápida en oferta. Leo. Cocino. No dejo en suspenso la vida.

Meto el tocino caliente en el currusco de pan y lleno el vaso de vino. Salgo fuera. Mastico despacio. Sale vapor de mi boca y humo de la chimenea. Vivir es eso, sentir el frío, tener hambre, disfrutar con un bocadillo de sobras para desayunar y un amanecer de invierno limpio y silencioso. Llegarán los chicos dentro de un rato y me contarán sus cuitas, descubrimientos, dudas, novias, lecturas, broncas, proyectos. No vienen mucho pero sé que les gusta venir, de cuando en cuando, para sentirse cuidados por su padre, para dormir sin que nadie les moleste aunque sea ya casi mediodía, para comer las cosas buenas que sabe hacer uno y que luego les cuente la historia extraña y larga de todo eso que tienen encima de la mesa y que es tan apetecible, antiguo y verdadero. Este cocido por ejemplo.

Metidos en la prisa, la vorágine de ser y parecer en todas esas ciudades adornadas por una boina marrón de humo aceitoso uno se hace la ilusión de lograr algo, de estar enterado, trabajar en la pomada, en la cresta de la ola, en lo moderno, el triunfo… hasta que algo cambia y uno ve el trapo, el engaño, el truco, la paja, la trampa. No es pose. Hay quien descubre todo eso minutos antes de palmarla y hay quién lo descubre un poco antes. Mejor hacerlo antes, que después es un fastidio. 


Nada me gusta más que pasear por una gran ciudad y sin embargo, en ningún lugar estoy más en paz con los hombres y con mis entrañas (algo distinto escribió Don Antonio) que aquí, saboreando este currusco entocinado y bebiendo el caldillo caliente y el vino esta fría mañana de enero.

La olla poderida estará a punto al medio día, con los chicos ya aquí, ganduleando felices y uno les hablará del gusto del tío Paco Quevedo y Villegas por este guiso hace ya muchos siglos y de la importación de este exquisito pecado a todos los palacios de aquella Europa barroca. Luego, ya embalado, les contaré como la helada de hoy embellece el mundo y nos hace felices sin tener que pagar, ni viajar a lo remoto, sin tener que comprar ningún aparato electrónico, ni ninguna rebaja de enero. El frío y su belleza es gratis.

Leer y cocinar no sé si es vivir o sólo adorna el paso de los días. Si es así me gustan los adornos, esta bisutería fina a la que añado la escacha mañanera de hoy. Las joyas las dejo para otros, para otras. Porque además el diamante más perfecto y más bello es el de hielo. Va por Usted Don Antonio.


viernes, 6 de enero de 2012

PESCADO AZUL EN SOBRE AZUL



Me llegó la carta rebotando en ciudades, perdida muchos meses, hasta que el milagro de correos acertó mi guarida aunque en el buzón no tenía puesto ni el nombre. Dentro del sobre azul solo una palabra. ¿Vendrás? . Ni siquiera pedía, con lo fácil que hubiera sido: Ven. No hice equipaje, solo el casco y la cazadora de la moto, los guantes, el cacharro de barro de hacer buñuelos, tu último libro, el deseo de volver a verte.
Sentí un placer intenso atravesando La Mancha, bajando al Sur, descansando a veces en pueblos silenciosos, contemplando las siembras que comenzaban a verdear  y atravesando esa frontera en la que se deshace la meseta que descubrió Alexander Humbold recién nacido el siglo XIX. Cuando enfilé el carril era ya por la tarde y fui cogiendo las curvas derrapando en la arena como un niño bruto, irresponsable y dichoso. He llegado a tu casa de adobes y vigas de derribo que te hiciste aquí en Cadiz y he entrado en tu salón por el ventanal que tienes abierto y que da al mar. He gritado tu nombre y tocado tus cosas, tus conchas, tu ropa. Supe que estabas allí, no muy lejos, nadando entre las olas heladas de enero. He caminado hasta la playa y te he descubierto muy dentro del mar. Me saludas con los brazos y veo como te acercas, sales del agua desnuda y me relamo como entonces de verte tan mojada. Esta vez no hay recato, ni demoras, ni esperas, ni tampoco prudencia después de tanta distancia, de viajes y años. Me quitaste la ropa tan despacio y el cansancio del viaje tan deprisa. Sabes igual, te digo, sabes igual que entonces, una mañana de invierno en el norte con el rumor de olas detrás del ventanal y pienso aquellos versos: Me gustaba chuparte / mujer de caramelo / caramelo de sal / sal de tu agua / agua de tu placer. Da mucho miedo el tiempo cuando se tienen años de más y muchos que nos amaron ya no están. Miedo, no por morir, que eso no importa ya demasiado, sino por tener la certeza de no volver a verte y sentir de pronto ese dolor de azufre en los ojos, esa rabia impotente de no entender porqué, como decía Jaime, el destino no acababa por fin de disculparse.
Y hoy ya no necesitas sus disculpas, que se joda el destino. Hoy la vida es el mar, las pequeñas caballas asadas para cenar que haces en dos espetos, ese clarete fresco que has abierto, la ensalada de escarola, granada y queso de cabra que remueves. Cuando están asadas las caballas, mojas sus cuerpos de plata, azul y verde con un aliño de limón, aceite, ajo, orégano y tomate rallado. Las devoramos con el remilgo y las buenas maneras de comer con los dedos, masticar despacio, sonreír al contemplar en el cuerpo del otro que el tiempo nos hizo más viejos pero no menos caníbales. Y nos lavamos el tiempo con vino, con agua de mar, con limones verdes, con ese postre de papaya y piña troceadas y maceradas en licor de cerezas que tenías preparado. Y después de la cena entra la brisa fuerte y helada pero no cerramos las ventanas, nos arropamos entonces con el edredón gordo y nos contamos la vida que vivimos y la otra también, esa que no vivimos juntos, que tan solo imaginamos ahora, por el placer de fabular ese tiempo distinto que nunca compartimos.


Las noches en el mar, después de tantos años, casi a finales de enero, desnudos y tan cerca, no son para dormir sino para dejar que las palabras salgan de la verdad, descaradas, procaces, dulces, fuertes. Bebo de tu boca el ron que has traído de Paraguay, bebes de mi ombligo este empeño mío de seguir siendo el mismo, tan solo más viejo pero igual de delgado y de bruto y de tímido.
(Pintura de Francine Van Hove) 


El sol está muy alto y seguimos allí, abrigados del mundo y sus intemperies, en silencio ya, escuchando tan solo el mar y nuestras respiraciones. Amistad a lo largo, eso escribió Jaime Gil de Biedma, eso te escribo yo con mi dedo en tu vientre. Luego, cuando nos vuelva el hambre, te haré buñuelos con ese cacharro de barro, mi único equipaje para estar a tu lado. Y tu dices esta vez, como entonces: ¿quieres entrar?

miércoles, 4 de enero de 2012

HUEVOS FRITOS EN EXTINCIÓN


(Fotografía de Rafael Trapiello)

Temo a los que increpan con un “¡manda huevos!”, a los que hacen o creen que hay que hacer las cosas “por huevos” o a los que utilizan la rancia pedagogía de “cuando seas padre comerás huevos”. Mala gente. Los embriones de gallina y por extensión de cualquier otro bicho que ponga huevos o huevas, del pato a la tortuga, de la excesiva avestruz a la delicada codorniz, del rancio esturión al vanguardista pez volador merecen nuestro cariño, respeto y apetito. Un huevo, un buen huevo es uno de los ingredientes fundamentales de la cocina de la humanidad. Del tocino de cielo al huevo milenario chino, de unos buenos rotos a la crema catalana, de los bizcochos a la soberana tortilla de patata con cebolla,  sin el huevo en la cocina no seríamos casi nada.

Confieso que cuando, en la película de “Alien”, sale aquella inmensa cueva llena de gigantes y roñosos huevos de bicho lo primero que se me pasó por la cabeza fue: “joder, que pedazo tortilla podría hacerse con un huevo así”. Y también lo pensé en la spilberada de “Parque Jurásico” con los huevos de dinosaurio. Será que me sale el instinto inconsciente de ladrón de nidos ajenos que todos llevamos dentro desde nuestros años mozos cromañones.

Eso sin comentar que uno de los guisos más complicados de nuestro recetarios es, como no, el de dos huevos fritos con patatas fritas y virutas de jamón. Ante esa sofisticada receta se hunden muchos cocineros postmos y muchos cocinillas chulos. No es broma, cuento con los dedos de una mano los restaurantes donde los hacen bien y me sobran muchos dedos. Es difícil freír huevos y aún más freír unas buenas patatas. Aún así hay comensales arriesgados y valientes como mi tío Ángel que, ante la excelsa y barroca carta del restaurante de postín, se atreven a pasar olímpicamente de las innumerables sugerencias del chef y piden los citados huevos fritos con los que está engolosinado desde siempre. Y si los huevos con patatas pasan la prueba a buen seguro que todo lo demás estará rico, pero si no la pasan ¿qué mercachifles estará mangoneando en aquella cocina?, ¿en que academia de corte y confección cordón bleu la habrá dado el título?, ¿en qué cárcel de máxima seguridad yanki aprendió a freír patatas?... mejor salir corriendo antes que nos envenenen, engañen o estafen con un aire frito o una gamba en camisón. 
Y espero que pronto el nuevo fiscal general del estado dicte una orden de busca y captura contra los que inventaron, venden y fríen esas patatas congeladas de idéntico corte, textura de corcho revenido y sabor a aceite reciclado de tractor que no presentan en tantos restaurantes de comida rápida, de medio fondo y hasta que los que van de modernos y bulliflautas por el mundo.

Con la media docena de fresquísimos huevos que nos presenta en la foto Rafael Trapiello se puede comenzar a hacer una buena tortilla y después la revolución. Como mínimo.