martes, 28 de marzo de 2017

MERIENDA PARA MIGUEL HERNÁNDEZ Y MARUJA MAYO


“Yo no quiero más luz que tu sombra dorada / donde brotan anillos de una hierba sombría. / En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada, / para siempre es de noche: para siempre es de día”.

Seguro que esta merienda-cena les gustaría a Miguel Hernández y a Maruja Mayo.

La Savagnin francesa y la Castellana Blanca se amaron y dieron al mundo la Verdejo. Un vino fresco y venenoso lleno de hierba verde, flores de abril y perfume de mayo cuando llega la noche. Un vino que derrite prejuicios y destapa casi todas las libertades por las que a veces pagamos tanta vida. Hay puestas a enfriar dos botellas a la espera de que se atreva a salir el sol entre los retazos grises y rosas del chubasco. Para merendar y acompañar el vino hemos hecho unos dados de papada de cerdo ibérico puro cocida a baja temperatura, marcada y dorada luego a la plancha y salpicada de escamas de pimentón y bolitas de manzana. Imprescindible el pan de cristal y la militancia izquierdista hacia unas grasas hoy perseguidas a conciencia, confundidas con las grasas insaturadas hidrogenadas u otras infames grasazas exóticas. Pero el tocino ibérico es otra cosa, salvó a nuestros antepasados del frío, de las agotadoras jornadas a la intemperie y de no pocas hambrunas. Se merece este íntimo homenaje de hoy, este desliz, ese suave pecadillo, esta debilidad glotona para recordar los días y las noches de pasión entre Miguel y Maruja. Ya tocarán mañana las sopas de ajo y el agua de la fuente, las zanahorias a mordiscos y la caminata larga por la ribera agreste de mi río.

domingo, 19 de marzo de 2017

ENSALADILLA RUSA , RUSA

Ensaladilla del Hermitage en su vajilla original
Celebrar. Brindar. Considerar que a pesar de los mordiscos de los días aún sobrevivimos, que el destino a veces se disculpa y hasta vivimos a veces “por encima de nuestras posibilidades”como dijo cierto cabrón de quién hablarán los libros de la infamia en el futuro.
Así que respiramos a mediados de marzo y esto ya es suficiente para celebrar y brindar por lo que sea. Por ejemplo por lo que la noche pudo regalarnos o por los días por venir, siempre improbables y casi siempre sabrosos si estamos bien atentos.

Y nada como celebrar la primavera con una ensaladilla. Patata y zanahoria cocida y cortada en dados pequeños, lechuga verde muy picada, dados de pepino agridulce y pepino fresco, aceitunas cortadas en cuartos, dos pechugas escabechadas de perdiz y troceadas con las manos, guisantes tiernos frescos, un puñado de colas de cangrejo o de gambas peladas, dados de gelatina de perdiz con su poco de trufa, huevas de salmón y mahonesa casera sin pasarse con algunas alcaparras machacadas en la salsa. Plagio libre de la ensaladilla original del gran chef Oliver del restaurante Hermitage de San Petersburgo y descrita en el libro “Arte Culinario” de P. Alexandrovoy en 1899.

Celebrar. Quién no sabe celebrar apenas cualquier día o brizna de noche entre los dedos no merece que la salud o la memoria le respete. Además la ensaladilla lo admite casi todo salvo el no poner esmero y tiempo o utilizar cualquier odioso preparado congelado. Regala a tu amor un día de campo y una ensaladilla de lujo, las horas soberanas de una mañana entera espléndida en la hierba, las horas libertarias de una noche haciendo muchas partes del cuerpo comestibles.

martes, 7 de marzo de 2017

GENERACIÓN POTITO.

Foto de Erik Johansson

La generación que se destetó con potitos y que luego pasó a las sopas de sobre y a los aires sápidos es una generación perdida. No aprendieron a masticar, a gustar de los sabores fuertes de las legumbres y a guardar en la memoria el tesoro de la cocina familiar de sus antepasados. Van ahora de entendidos, gourmet a la violeta, defensores de la cocina como una forma elevada de cultura, coleccionistas de los lustrosos libros de los chef y visitantes ocasionales de algún restaurante estrellado. Pero rascas un poco y sale el niño adicto a los potitos que lleva dentro, el adolescente degustador de choripanes y hamburguesas incorruptas, el joven que no salía del filete con patatas, el adulto melindroso que nunca saboreó el potaje o los chipirones o la tortilla en salsa de la abuela. Tienen la termomix, las sartenes alemanas, los cuchillos japoneses, una máquina de vacío y el recetario de Arzak dedicado, les entusiasman los congresos, los Madridfusiones y el canal Cocina, pero sus paladares están atrofiados, su memoria no tiene referentes y si gustan de las sferificaciones y de la cocina tecnoemocional es, sobre todo, porque no hay que masticar. Pero Cheri, yo me salvé de todo eso, del puturú, del prejuicio, el melindre y de la epistemología de la tortilla deconstruída y el sexo con termomix. Lo siento, fui un niño de pueblo con abuela cocinera y un buen recetario de guisos ancestrales, de cuchara, morder, oler, pringar, soplar y repetir. No somos lo que comemos sino lo que recordamos haber comido.

Si, tú, no me mires así, tu eres de esas, generación perdida. Aún así te quiero. No me importa que te parezca aburrido James Salter, que no votes a Podemos, que nunca bebas vino por debajo del 90 de Parker y que prefieras la cresta de David Muñoz a mis melenas jipis. Sé que nuestro amor no tiene ningún futuro pero, ¿tuvo el amor futuro alguna vez?, ¿te atreverás algún día a masticar mis buñuelos de sesos, mi sopa de cachuelas, mi potaje de berza? y ahora dime algo íntimo y porno de verdad ¿a qué sabían los potitos de pollo con fideos?

Y ya era el cuarto. Por un buen culo, da igual que sea minimalista o rubesiano, los hombres nos jugamos las pestañas del alma y hasta alguna extremidad preciada y de uso esporádico. Pero la culpa es tuya por empeñarte, por meterles en la cocina, por empujarles a cocinar para ti algún melindre. Entiende que los chicos de mi generación nunca aprendieron a guisar, nadie les enseñó y tampoco pusieron nada de sus partes. Les quitó la teta la señora Nestlé y las ganas de morder los famosos potitos, vivieron su adolescencia con el boom en España de las telepizzas y las hamburgueserías, se emanciparon con supermercados llenos de baratijas precocinadas y creyeron siempre que guisotear era perder el tiempo considerando que tenían que trabajar en sus unidades de destino en lo universal, progresar en los modelos BMW, hacer viajes a la Seychelles, Camboya, Kenia o Santorini, tener éxito en lo suyo, lo que fuera. Algunos luego, por pose o petulancia, adoptaron a Berasategui como abuelito, se hicieron de la secta de los alimentos bio y las carnes de kobe masturbadas y montaron cocinas estupendas con la vitro aún sin estrenar, se aficionaron a los cursos de cata de vino, gin tonic o aguas minerales y hasta siguen con pasión a webos fritos.

Entonces llegas tú, tragandablas, buendiente, hambrina, insaciable, glotona y te ligas a otro guapo inocente, le sueltas tu rollo gastrológico, les enseñas tu cama, tu culo y tu biblioteca, los libros dedicados de Vázquez Montalbán y de Bocuse, tu cocina fetén con horno de vapor, tus cuchillos Kai Shun y claro, los chicos no pueden resistirse y te dicen que sí, que ellos también cocinan, que comieron un día en el Bulli, que guisarán para ti lo que les pidas y zas, se achicharran con la sartén llena de aceite, se cortan los dedos o se arruinan comprando en el mercado de San Miguel todas esas delicatessen que te gustan. Y ya van cuatro víctimas cortadas. Te van a subir la prima de riesgo los del seguro del hogar, déjalos en paz, préstales tu culo y tu atención pero no les obligues a cocinar, no les sugieras que te guisen para cenar unos riñones al Jerez porque corres el riesgo que te vomiten en la alfombra persa, no les indiques que te mueres por dos docenas de ostras edulis porque se van a cortar las venas de las muñecas intentando abrirlas, no les confieses que te mueres por un chupe de camarones porque se perderán pidiendo eso en todas las farmacias de Madrid.

Pero a mi puedes pedirme lo que quieras, tu y yo somos iguales, además sabes que no te quiero por tu culo sino por tus apetitos viscerales. No tengo BMW, ni comí en casa de Ferrán Adriá, ni perseguí nunca ninguna unidad de destino laboral en lo universal, mi Visa ha caducado y no me la renuevan, me aburren los programas de cocina y mis cuchillos son baratos, del Ikea, pero sé cocinar, soy de esa rara especie (gracias abuelita, te mando un beso desde aquí), así que cuídame, mímame, ponme en tu lista de animales en peligro de extinción y pide por esa boquita lo que quieres. ¿sopa?, ¿asado?, ¿guisote?, ¿fritanga?, ¿cunnilingus? ¿la postura de la mariposa?... te hago de todo, yo no me corto.

jueves, 2 de marzo de 2017

SOPA DE TIERRA (mi cuento más "bareano") en honor de ARTURO BAREA OGAZÓN, que ya tiene plaza en Madrid.


Entra el otoño de improviso y lo intento. Preparo los ingredientes y sigo tus pasos con la certeza de fracasar de nuevo, una vez más. Muchas veces te vi hacer esta sopa de tierra. No sé qué falla. O sí lo sé. Fallo yo igual que fracasé entonces. Debí enamorarte, proponerte un paseo por el mundo, regalarte el oído con buena literatura, con deseo de sátiro en celo, con cariño de idiota y amor del bueno. Pero no hice nada.
Vivía entonces la tonta retórica del juego sexual sin compromisos, el ahora si ahora no de las coincidencias semanales que proponían nuestras agendas de trabajo en la agencia. El juego de las citas: hoy en tu cama, mañana en mi sofá. Hoy contigo mañana con otra. Hasta aquel día que te acompañé sin saber muy bien a donde iba, a ese pueblo pequeño muy cerca de Madrid en el que viviste de niña.
Te voy a hacer una sopa de tierra. Me dijiste después. No supe entonces que aquel era tu secreto más íntimo, la habitación más escondida de tu alma. Sopa de Tierra, ¿y ese nombre?. Me hablaste entonces de un joven camillero que recogía heridos en las riberas encajonadas del Jarama mientras las balas, los obuses y los gritos enloquecidos de los heridos le perseguían. La batalla fue de las más duras de la guerra. El camillero, agricultor para otros, soldado de reemplazo, solo sabía que la República era buena para gente como él igual que sabía que todos los quintos de su pueblo ya habían muerto junto a aquel río profundo y manso. Cuando tocaba comer, en los extraños descansos de esa guerra, devoraba el rancho en su escudilla de peltre con la cuchara corta de su equipo de soldado. Algunos días su hermano pequeño le traía un tartera que su mujer le habría preparado; casi siempre pisto con magro o unas gachas de almortas con torreznos y setas. Uno de esos días, de esos raros descansos, se acercó al camillero un general ruso que siempre comía el rancho con sus hombres, interesado por ver que esa era pasta oscura y densa que el soldado devoraba con tantas ganas. El camillero, sin decir una palabra, ofreció la escudilla al ruso y este metió su cuchara en la masa, saboreó el alimento y sonrió. Dijo algo. Nadie entendía lo que decía aquel hombre en su idioma extraño. Otros días, otras muchas veces se acercó el general a meter su cuchara en esas gachas, sonreír después y susurrar unas palabras en ruso. Quiso el azar que antes del final de la batalla, en plena contraofensiva, el joven camillero recogiera agonizante al general tanquista. Murió en sus brazos musitando unas pocas palabras en español: muy buena tu sopa de tierra. Creyó entender el camillero. Sopa de Tierra. Mujer, hazme hoy sopa de tierra. Eso dijo tu padre a tu madre muchas veces, durante los duros cuarenta años de después de la batalla, cada vez que se marchaba por la mañana a trabajar en la finca del amo. Era su forma secreta de homenaje a aquel general ruso, valiente y extraño que llegó de muy lejos para morir en la orilla del río Jarama.


Mujer. De ella aprendiste como hacerlo, de una mujer humilde y menuda que comenzó a trabajar con ocho años y que ayudaba a la economía familiar criando hijos de otros, hijos del pecado, de mujeres de Madrid que tuvieron deslices y escondían al niño o la niña allí, de familias que querían enterrar en un pueblo remoto al hijo retrasado que les avergonzaba, niños de nadie. Nunca tanto amor costó tan pocas pesetas. Y eras tú uno de ellos. Niña dejada allí en un pueblo atrasado para que nadie supiera de tu existencia. Niña que supo amar a quien amor le dio, a esa madre y a ese padre tan mayores, que siempre supo que no eran de verdad los suyos, hasta que los años pasaron y entendiste que el nombre de madre o padre solo puede ponerlo el corazón y el tiempo, nunca la sangre.
Esa es la breve historia que se esconde tras la sopa de tierra que intento hacer de nuevo, que me empeño en conseguir cada otoño que te echo de menos. Tu freías unos ajos laminados en buen aceite y una vez dorados los sacabas para añadir entonces panceta ibérica en dados muy pequeños y algo más, imagino que un poco de jamón con más tocino que magro. Cuando los daditos estaban muy dorados los amontonabas junto a los ajos. Comenzaba entonces el secreto, saber cuanta harina de almortas y cuanto pimentón dulce de la Vera echar a la sartén, saber con cuanto fuego tostar y por cuanto tiempo. Después, para hacer reverdecer la tierra, freías unas puntas de espárragos trigueros de verdad, algo amargos y muy verdes junto a unas criadillas de tierra cortadas también en pequeños dados y una vez retirada la sartén del fuego pero todavía caliente, añadías más daditos de boletus. Repartías por encima de las gachas el mosaico de trocitos de panceta, espárragos, boletus y criadillas, acercabas a la mesa la sartén, dos cucharas de boj y una hogaza grande de pan bueno. Era extraño el color de aquel puré, extraña su textura en la boca, su sabor, los tropezones crujientes de forma diversa, de sabor tan distinto e intenso. No es plato para cualquier boca. Eso decías. Me miraste, ahora sé que con amor, me habías entregado tu cuerpo muchos días y ahora me entregabas tu alma, me mostrabas esa intimidad que nunca enseñamos, ese lugar de cristal y viento en el que guardamos la biblioteca secreta de nuestra vida. Ese sabor, la historia del general ruso y su forma de nombrar las gachas, tu propia historia triste, tu belleza de mujer morena, dura, dulce, experta, generosa. Nadie en la agencia hubiera podido nunca imaginarte así, desnuda, abierta, contándome una historia lejana de guerra y dolor y haciendo esa sopa de tierra que devoré muchas veces con hambre de lobo igual que devoré antes y después tu cuerpo y tu voz de niña abandonada, de mujer ahora feliz, segura y fuerte, de cocinera sabia y bruja escondida. Toma esta cuchara, era de él, del ruso. Me la dio mi padre, era la cuchara de campaña con la que comían el rancho. Cojo el objeto, admiro su eficiencia, el hueco profundo de su cuenco, el mango tan corto, la suavidad del metal, su historia. Aquí tengo la cuchara ahora. Con ella comí una vez tus gachas y me supieron distintas, el sabor del peltre me trajo el escalofrío de todos esos días lejanos del Jarama en el que se decidió la historia de tantos hombres y mujeres españoles que tuvieron que comer con hambre y sin gusto muchas veces unas pobrísimas gachas de harina de almortas y tantas veces nada. Sin embargo, cada vez que me hiciste esa sopa de tierra fui feliz, ahora lo sé, feliz con esa intensidad que solo se logra contadas veces en toda una vida.
Hoy comienza el otoño y pruebo a hacerlas de nuevo a pesar de tantos fracasos pasados, lo intentaré con ganas, tras releer recetarios y recordar consejos de cómo hacer el plato y de nuevo acabará la sartén abandonada, engrudo frío, puré incomestible, tierra muerta. Te fuiste a Nueva York primero, como directora de la agencia de allí, después quién sabe, te perdí. Quiero imaginarte preguntando por la harina de almortas en Chinatown, traficando con tocino ibérico por tugurios del bajo Manhattan, robando boletus y criadillas en conserva en un supermercado caro de Tribeca para hacer allí esa rica sopa de tierra. Quiero pensar que a veces me recuerdas. Ahí estoy yo en tu memoria, rebañando la sartén con la última miga antes de empezar contigo y rebañarte también después, ya sin migas ni cubiertos, con los dedos que luego chuparé despacio para paladear el sabor entero de tu piel trigueña. Quiero soñar que un día, por fin, me sale en guiso, lloraré entonces de gratitud y comeré la sopa de tierra con hambre de años y en el sueño aparecerás tú llegando de muy lejos y diciendo: me quedo contigo, ahora que por fin sabes hacer de verdad las gachas y el amor.


(Esa receta ganó el II Concurso de recetas noveladas (agradecido desde entonces a Miquel y a Bernadette) http://www.gastronomiaalternativa.com/pubimg/Image/segundo-premio.pdf