“Yo no quiero más luz que tu sombra dorada / donde brotan anillos
de una hierba sombría. / En mi sangre, fielmente por tu cuerpo abrasada, / para
siempre es de noche: para siempre es de día”.
Seguro que esta merienda-cena les gustaría a Miguel Hernández y a
Maruja Mayo.
La Savagnin francesa y la Castellana Blanca se amaron y dieron al
mundo la Verdejo. Un vino fresco y venenoso lleno de hierba verde, flores de
abril y perfume de mayo cuando llega la noche. Un vino que derrite prejuicios y
destapa casi todas las libertades por las que a veces pagamos tanta vida. Hay
puestas a enfriar dos botellas a la espera de que se atreva a salir el sol
entre los retazos grises y rosas del chubasco. Para merendar y acompañar el
vino hemos hecho unos dados de papada de cerdo ibérico puro cocida a baja
temperatura, marcada y dorada luego a la plancha y salpicada de escamas de
pimentón y bolitas de manzana. Imprescindible el pan de cristal y la militancia
izquierdista hacia unas grasas hoy perseguidas a conciencia, confundidas con
las grasas insaturadas hidrogenadas u otras infames grasazas exóticas. Pero el
tocino ibérico es otra cosa, salvó a nuestros antepasados del frío, de las
agotadoras jornadas a la intemperie y de no pocas hambrunas. Se merece este
íntimo homenaje de hoy, este desliz, ese suave pecadillo, esta debilidad
glotona para recordar los días y las noches de pasión entre Miguel y Maruja. Ya tocarán mañana las sopas de ajo y el agua de la fuente, las
zanahorias a mordiscos y la caminata larga por la ribera agreste de mi río.
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