martes, 27 de diciembre de 2016

SUQUET DE MONSTRUO (O CONGRIO)


Seguro que está rico el solomillo de Dragón, el suquet de Kraken o de cola de Sirena o un guiso de guindillas y ajos y cabellos de Medusa.
Nos comeríamos los monstruos sin dudarlo. Hasta los monstruos que amamos, lo raro, lo extraño, lo escaso, lo mítico. Nos comeríamos un carpaccio de Unicornio con salsa de Hada. Pero hoy no tenían en el mercado dragón, ni kraken, ni sirena, ni hada, ni medusa de ojos de fuego.
Además nada más monstruoso que nosotros los humanos. Romperemos la tierra como un juguete y con ella a nosotros. Nos convertiremos en fósiles y en humo. Mientras ocurre, guiso este otro monstruo delicioso. Un poco de buen congrio con patatas y cebolla, puerro, tomates, aceite, sal de Gerande, tres mejillones. Suquet de monstruo para olvidar el hambre que no tengo uno de estos días mustios, grises e inciertos.

viernes, 23 de diciembre de 2016

VIEIRA SOBRE CAMA ORDOVÍTICA



Entra por la ventana un viento de menta. Me vas a matar de una pulmonía. Le dices. Porque le gusta mucho abrir por la mañana todas las ventanas de la casa, de par en par, aunque afuera esté nevando. Ha sido ella la que ha plantado macetas de menta en los dos ventanales de la cocina y el olor de las plantas perfuma la brisa helada. 

Prepara para comer bocaditos de atascaburras encerrados en pasta brik frita y luego un poco de marisco. Sobre una fina lámina de gelatina de algas wakame extiende una crema de mejillones y sobre esa crema fría una hermosa vieira marcada en la plancha. Sobre ella apenas unas gotas de vinagreta de melisa y un salpicado de huevas de pez volador.

Para la gelatina ha rehidratado las algas, las ha picado y ha mezclado esa ensalada con gelatina neutra deshecha en agua caliente. Para la crema de mejillones ha triturado los bivalvos y ha pasado la pasta por el chino para dejarla suave y limpia de pellejos, aliñando esa crema espesa con un poco de aceite de oliva, vinagre de arroz y sésamo tostado. Tras marcar la vieira la ha troceado en dados grandes extendiéndolos por esa cama anaranjada y decorando aún más tanto colorido con las huevas verdes de pez volador al wasabi y la vinagreta alimonada.

¿Y si el mundo se acabase mañana? Le respondes que el mundo se acaba muchas veces, muchas miles de veces cada día. Sólo hace falta que quién lo contempla muera. Luego le cuentas que casi toda la vida se ha terminado también bastantes veces en la larga historia de este pequeño planeta. En el Cámbrico, el Ordovítico, el Silúrico, en el Triásico, Cretácico, Holoceno… Ha habido ya muchos fines del mundo hace miles o millones de años y habrá algunos más antes que el sol nos seque para siempre.

Si mañana se acaba el mundo sentirás que has vivido bien y mucho más de lo que siempre pensaste. Y si no se acaba, seguirás disfrutando de la fortuna de vivir y de tocar un día más el presente. Saboreáis los saquitos de pasta de bacalao y patata, la vieira en su cama, la tarde, la nieve de fuera con olor a menta y os bebéis despacio el Syrah manchego. Ella se queda algo inquieta con eso del Ordovítico. Él sonríe con los ojos cerrados tocando con los labios su piel, parte exterior de un ejemplar animal que apareció por aquí hace sólo doscientos mil años y cuya esperanza de vida era hasta hace pocos siglos menos de cuarenta años. Tal vez explote una supernova y nos frían sus rayos gamma, o reviente sobre la tierra un meteorito o vuelva una glaciación o una tormenta solar o cualquier otra desgracia del azar, las posibilidades de hecatombe planetaria son diversas, pero el tiempo íntimo, subjetivo, imaginario, personal es otra cosa y se puede alargar durante la noche, estirarse, detenerse, enredarse... que para eso somos nietos y nietas de Scheherezade.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Propuesta de CENA DE FIN DE AÑO (receta dedicada a VEGA de Paloma Concejero)


Ilustración de José A. González  Carrasco

Aniquilo el bogavante y le desnudo del músculo de su cola. Le medio congelo para poder cortar finas rodajas a modo de carpaccio que aliño luego, extendidas sobre un fuente, con sal, aceite y gotas de puré de tomates secos, albahaca y guindilla. Golpe de horno fuerte y listo.

Tus ojos brillantes y la linterna medio agotada, el pajar enorme que olía a verano aunque era diciembre, tu pelo largo negro y aquel cuerpo tan delgado que ya no tendrás, el año agonizando y con él la década entera de los setenta que apenas habíamos conocido, la botella de ron y la bolsa de patatas fritas, la sorpresa de no tener ningún miedo ni ninguna torpeza, tus piernas calientes en las mías.

La sopa de ajo sin huevo, enriquecida tan solo con traslúcidos torreznitos de ibérico.

Tus ganas, sin amor ni despropósitos, sin cuentas pendientes ni pactos herrumbrosos, furiosas y lentas, tus ganas que podrían llamarse deseo que podían escribirse con muchas onomatopeyas y un largo silencio prendido en tu sonrisa prendida en un beso con sabor a tabaco y a tu sur.

Gelatina de zumo de granadas bien maduras y bien fría. Champán helado. Mucho.

Enredar con las palabras, fabular con esa voz que suena, no jugar a volver. Tienes cincuenta años en alguna parte. La cocina como educación sentimental y Antonio Vega susurrando. El viejo libro de Aub entre mis manos, la arrogancia embelleciendo tu voz. Has olvidado como era aquello de no sentir las prisas.

Se acaba el año, suenan las campanadas en algunas televisión del inframundo y en las voces ahogadas de la calle. Pero estamos lejos. Huele a heno de verano, a mar y a todo el porvenir y todo el porvivir y a todo el...

viernes, 9 de diciembre de 2016

GARBANZOS MILITANTES

Foto de Till Rabus (¿crítica a la comida basura?)

En el amor la salsa es casi todo. Presuponemos que la materia prima es excelente, el clima bueno, el hambre suficiente y los prejuicios ninguno para pringar y rebañar.

Lo primero es el caldo verdulero: puerro, apio, nabo, zanahoria, cebollas tostadas, laurel, hierba limón, algún hueso blanco... Nada de grasaza animal ni casquerías finas, para eso mejor la cama, siempre. En ese caldo fino y ligero cocemos los buenos garbanzos ( y las verduras cocidas las podemos guardar para enriquecer algún puré de patatas del futuro) En casi nada de aceite salteamos las gambas peladas aliñadas con un poco de pimentón y cuando ya están cocinadas añadimos los garbanzos y rehogamos a fuego fuerte unos segundos. A parte laminamos y doramos en aceite abundantísimo cinco dientes de ajo. Sacamos los ajos y hacemos allí los lomos de bacalao desalado al pil pil. Para ligar la salsa pilpila podemos darle a la muñeca con mimo o bien al final, cuando el bacalao ya esta guisado, retiramos los lomos y ligamos fuera del fuego la salsa con la varilla de montar claras. No se puede ser sublime sin interrupción.

El estropicio se come colocando un montoncito de garbanzos y encima el bacalao con su abundante salsa pilpil. Pringar no es opcional. En el amor idem.

domingo, 20 de noviembre de 2016

PULPO ENTRE DOS GELATINAS


(Imágenes de Monica Cook que vive en Nueva York y es estupenda)

Tacto de pulpo. Gelatina dura y salada del abismo. Monstruo horrible y delicioso de ojos sabios y patas como sexos. Todo lo comestible del mar me gusta. Algas, peces, moluscos, cefalópodos, mareas, erizos, sirenas, espuma, leyendas. Todo lo del mar es alimento porque del mar nacimos, vinimos, soñamos. Te veo desnuda nadando en el mar Atlántico. Te veo riendo con los dedos manchados de grasa de sardina, te veo dormida sobre la arena arropada del dulce sol de la tarde. Me veo en tu mirada brillante, ya de madrugada, en el cuerpo a cuerpo de otras hambres también marinas y saladas.

Me gusta laminar el pulpo ya cocido y barnizarlo por encima con una gelatina de tomate y albaca que hacemos con una gelatina neutra, un puré de tomate y albahaca muy picada. Barnizado por debajo con otra gelatina hecha con cebolleta rallada, limón y sal. Unas horas de nevera con un film de plástico por encima y luego a la hora se servirlo lo salpico con finos hilos cortados de lechuga de mar también gallega y pimentón.

Tacto de pulpo tibio en la sombra perlada del cuerpo allí donde tu mar comienza y se pierde el mapa. Gelatina dura y salada, deliciosa siempre, que sube con la luna igual que una marea fluorescente. Todo es comestible en ti, cualquier lugar, arrecife, coral, bruma y tormenta. Todo es alimento, sopa de algas, carne desnuda aliñada solo con la sal seca de tu piel tras el baño.



jueves, 3 de noviembre de 2016

CHUPE DE CAMARONES (para Carlos y Montse)


Fue en otro tiempo, ahora dudo si en otro mundo, cuando aún había lugares solitarios en la costa y todavía era posible vivir junto al mar sin levantar sospechas y sin que nadie ocupase el horizonte por muchas horas, a veces días. Con marea alta habíamos logrado pescar un buen pinto. Con marea baja te entretuviste atrapando casi un kilo de camarones, pero no recuerdo como llegaron a nuestras manos los dos cocos o el resto de ingredientes a ese pequeño puerto abandonado de la playa de Cabanas. Tras sofreír el pimiento verde y la cebolla en juliana fina añado una cucharada rasa de pimentón dulce, medio kilo de tomate triturado y dos dientes de ajo machacados con aji panca y sal. Luego el caldo, hirviendo y bien colado, de cocer las espinas y despojos del pinto y todos los caparazones y cabezas de los camaroncillos, el cuarto de litro de leche de coco, la carne limpia, cortada en dados del pescado, los camarones y un puñado al gusto de cilantro fresco bien picado. Apenas tres minutos de hervor y ya está listo. Chupe de camarones.

Te digo ahora, mientras se acaba el guiso, que "tu y yo sabemos que la piel de la tierra es azul como el lomo centelleante de las sardinas. La piel de la tierra es dorada como el pan que saboreo con los ojos cerrados. La piel de la tierra es verde como un simple ensalada de berros. La piel de la tierra es roja como un tomate maduro, un lomo de atún, la carne cruda de buey o una centolla cocida. La piel de la tierra es el mar, el desierto, la estepa, los bosques y selvas, también los seres que la habitan. Nosotros, que nos alimentamos de la piel de la tierra y a esa piel herimos llenando de cicatrices el paisaje". Pero hoy para mi la piel de la tierra es tu piel. En ella acaricio el mar, el bosque, la pulpa de la vida, el zumo reconfortante de tu cuerpo tras comer y beber un chupe de camarones como entonces, un lugar en el que aún no estabas o tal vez sí. En el presente de hoy está reunido todo, aquellos días remotos de Palestina, Kosovo, Guatemala, Venezuela, Filipinas o Cabanas. También el porvenir incierto (nunca hay otro) y el ahora, este sabor a piel y chupe, a noviembre con sol y bosques a punto de dormir.


lunes, 10 de octubre de 2016

TIEMPO DE PIMENTÓN


Desconozco a qué se debe la unión de lo “picante” con el “sexo”, debe de ser algún anglicismo o galicismo, una mala traducción remota, una pésima metáfora de lo que no es ni soso, ni insípido o aburrido. Porque a mi, lo digo sin pudor, a sabiendas de lo que pensará cualquier lector o lectora, el sexo siempre me supo dulce o agridulce (a medias salado y a medias dulce). Ese fue siempre su sabor real, en todas mis edades, en todos los cuerpos.

Aún así luego se ha introducido lo “picante” en mi vida amorosa gracias un dolor de espalda y a cierta crema de masajes terapéuticos que tenía esencia de guindillas y ponía la piel caliente. Un día, superado el dolor, por curiosidad, por enredar y probar, utilizamos el mejunje para otras cosas.

Pero antes de aquel descubrimiento ya me encantaba la comida picante. Deben ser los genes extremeños. El haber mamado el olor de los molinos pimentoneros por estas fechas cuando no había filtros ni historias y su perfume invadía el pueblo entero. Haber comido muchas comidas viejunas, hoy casi extintas o convertidas en curiosidad gastromuseística o en guisos reliquia en las que el pimentón ahumado de la Vera era un ingrediente imprescindible para dar color y gracia. Haber tenido antepasados vagabundos por América que mordieron guindillas y ajís, aprendieron a preciar ese ardor y, en lugar de oro, trajeron de vuelta unas humildes semillas de aquellos vegetales y metieron en las mesas de entonces este nuevo y extraño condimento.

La capsaicina, la piperina, la allicina... son algunas de las moléculas que enredan con nuestros nociceptores y sentirmos entonces ¿ardor?, ¿picor?, ¿dolor? Sobra decir que me encanta cualquier tipo de picante. Huevos con pimientos verdes fritos, sopas de cachuelas con pimientos secos chascarruos, cerdo ahumado con mermelada de pimientos morrones, higos pasos con nueces de postre. El menú de hoy no es apto para invitadas melindrosas, ni para cuerpos torturados con dietas y listas de alimentos prohibidos. Comida picante, sexo y amor agridulces.


domingo, 2 de octubre de 2016

DESAYUNAR AHUMADOS


Me ha asombrado verte en el periódico, en las páginas salmón precisamente, saludando a un ministro pirado y en funciones de este reino de locos que es España, nombrando el provenir igual que entonces, con muchos años más y, también para mi, más deseable, aunque ahora seas presidenta de no sé qué tinglado cibernético y te disfraces de Gucci, Zara y Jacobs. Seguro que cuando no vas de uniforme, vuelves a tus vaqueros cortos y las viejas camisas de algodón crudo de tu padre.

Aquel día me llevaste muy temprano desde Mountain View hasta más abajo de la bahía de Carmel. Paraste la moto en una pequeña playa despoblada rodeada de islotes donde rompía con alegría el tramposo Pacífico. Allí tenía una pequeña casa de comidas un viejo mejicano que parecía sacado de una novela de Cormac McCarthy. Mesas de madera lavada y suave hecha con pedazos de naufragios, manteles blancos de lino roto y vino frío de la tierra. Como hacía calor nos pegamos un baño antes de desayunar, pero nada de enchiladas, ni tacos, ni burritos, ni melindres texmex de pacotilla. Alonso sólo servía en su chocita los pescados que su red y su caña atrapaba y que luego ahumaba en caliente con virutas de árboles que yo no conocía y cuyos nombres ya he olvidado, delicados pescados del Pacífico, desespinados y limpios, aliñados con yerbas y polvos heredados del tiempo salvaje o sabio de sus abuelos indios.


Le conocías de largo al tal Alonso, seguro que pariente de Quijano, de cuando venías con tu padre de niña a pescar felicidad y lubinas, me dijiste. Y luego, de cuando aprendiste de joven otros placeres y traías a comer a los amores que merecían por algo el privilegio, me dijiste también. Ni el menú ni el lugar habían cambiado. Ni tampoco el dueño, cocinero, ahumado, pescador, mago que nos puso para almorzar, todo pasado por la magia del humo, almejones, trucha de mar, corvina y unas rodajas de un bogavante de debía ser primo segundo de Neptuno por su enorme tamaño y su sabor griego y exquisito. Ni trampa ni cartón, ahumaba los pescados en una cocina de techo abierto, en un armario grande de chapa renegrida del que el humo apenas se escapaba. El viejo brujo se sentó con nosotros a comer y hablamos de ríos, selvas, guisos, libros y derrotas, de navajas damastinadas y salsas rabiosas, ahumadores, plantas tóxicas y armas antiguas. Y de tí sobre todo. De tu orgullo de indígena perdida, de emigrante del norte, de rebelde con causas. Te reías, nos servías más vinito, nos pinchabas al viejo o a mi según tu antojo con palabras precisas y afiladas, con preguntas, burlas o silencios. Luego un buen café de puchero, un cigarro y un poco de silencio.  Nos pasamos en la playa todo el día mientras arriba, en casa Alonso, el cocinero hacia feliz a mucha gente con su comida ahumada, su humor y sus secretos.




A mi edad todo se olvida. Pero no olvidaré tu pelo negro de india del desierto, ni tu piel de holandesa poco errante, ni el deje de tu español entre mis labios. Dormimos esa noche en la cabaña en la que el mejicano guardaba los aperos de pescar. Esa noche el mar hizo honor a su nombre y bebimos más vino y reímos más veces. He olvidado casi todo de entonces, años enteros de mi vida, pero no cómo ahumar un buen pescado, ni a qué sabe la piel de una mestiza. Ni tampoco he olvidado a Alonso, seguro que con algo de Quijano, seguirá allí, en la pequeña cala, a media hora de Carmel hacia el sur. También yo soy mestizo, hoy lo sé, en mi sangre, mi cocina, mis ideas de rojo y piterpan y mi forma de recordar algunos pocos días en los que estabas tú.

En el periódico salmón no dicen la receta del ahumado, ni porqué te gustaban mis historias, ni porqué California y el Pacífico era el hogar de los perdidos. Tampoco dice nada de tu culo, ni del verso de Cernuda que te gustaba tanto, ni del olor del mar, ni de todas esas cosas que son de verdad tan importantes.

Mi nuevo ahumador. Gracias Ángel, Delia.

jueves, 22 de septiembre de 2016

RECETA DE COSTILLAS AL VIEJO ESTILO YANKI

Ha comprado costillas en el mercado. Le gusta chupar los huesos, disfrutar de la carne que está más cerca del alma de las cosas y no hay otra alma que esa, los huesos. Por el camino de tierra, conduciendo el pequeño coche monte arriba, ve avanzar el otoño. La miel más clara de las hojas serradas de los castaños, la más oscura de los robles y el verdor casi fluorescente de ese primer pasto nacido de las lluvias de la semana pasada que habrán alimentando también los gigantescos micelios de los hongos que saldrán dentro de pocos días para alegrar su instinto cazador y el paladar de ambos.
Llega sobre las doce a las sombras de la casa. Ella está sentada en la mesa del sur desayunando café, tostadas con miel y un libro venenoso de Carver mientras a sus pies se van levantando las nieblas del enorme valle plano del río Tiétar.
Parte de la belleza está debajo de la piel, en los huesos. Es la belleza que se mantiene cuando las décadas van dejando en la piel las cicatrices de vivir. Aunque la belleza de verdad suele estar siempre en otra parte, el olor, el genio, cierta forma de mirar a lo lejos o cuando está cerca.
Entra en la cocina para aliñar las costillas. Copa de Martini rojo, media de mirin, tomillo, laurel, puré de ajo, escamas de pimentón, orégano, dos cucharadas de Perrins, chorro de soja dulce, cuatro cucharas grandes de miel, cucharada de mostaza antigua, aceite, sal, pimienta. Las cuece en la olla a presión y cuando están muy tiernas las dorará luego en el horno con un mejunje fabricado con el caldo reducido y un poco de salsa de tomate, guindilla y más miel.
Los huesos, ceniza o fósil cuando ya no estén ellos y mientras tanto alma invisible y tocable de la belleza, soporte de la carne que se besan, armazón resistente que aún no se ha mellado ni oxidado ni duele. Huesos dulces que pueden chocar sin miedo gracias a las almohada mullida de su pubis.

Comen las costillas con los dedos, sentados el uno frente al otro en la mesa grande que está bajo la catalpa. Beben el vino con sed y también para limpiar el ardor y seguir disfrutando de nuevo del picante. Rebuscan con usura hasta la última piltrafa de carne y dejan los huesos limpios, amontonados en otro plato antiguo. De postre muerden unas ciruelas grandes y rojas que también esconden un hueso en el que sueña un árbol. Nunca le dice que le gustan sus huesos, sus costillas. Tampoco ella. O el olor, el genio y cierta forma de mirar a lo lejos. Y cerca.
Foto de Emilio Jiménez

 Receta de Victor M. Soria Breña. Restaurante El Pozo. Villanueva de la Vera

miércoles, 21 de septiembre de 2016

ALMODROTE DE BACALAO


De teorías de las afinidades están llenas las consultas de los terapeutas parejiles. Del mito de las medias naranjas están atiborrados los papeles del divorcio. De la tontuna de las necesarias semejanzas está llena la botella de la soledad.

El almodrote es un plato medieval, sefardí y excesivo, pero trufado luego por la deliciosa corrupción de los alimentos de América: tomate, patata, pimentón. Un buen plato para una cena de verano en compañía de quien nunca será tu media naranja, ni tiene más afinidad, ni semejanza contigo que el deseo de estar a tu lado.

En un molde redondo de acero, sobre una cama de pisto de tomate y calabacín, apilamos un revoltillo de patatas paja crujientes, cebolla frita y abundante bacalao desmigado y sobre él rompemos un huevo, espolvoreamos con pimentón y rallamos un trozo generoso de queso de cabra curado. Unos minutos de horno fuerte para que el huevo cuaje y punto. Al retirar el molde el plato queda formado y ordenado en bonitas capas sedimentarias que luego convertiremos en un adecuado caos con el tenedor y el hambre. Acompañar con una ensalada de naranja.

Ya lo decía don Antonio: busca a tu complementario, que marcha siempre contigo y suele ser tu contrario.


lunes, 19 de septiembre de 2016

MI PATRIA ES LA PAELLA

http://bocusedblog.wordpress.com

Sebastián Vicent, aunque tiene treinta y pocos ha ejercido ya de chef en muchas ciudades del mundo. De la popular tasca “Guapita” de Valencia se fue con menos de veinte años a las cocinas de un hotel gigantesco en Chengdu y luego a San Francisco, Tokio, Madrid, Bruselas y Londres. En Chengdu conoció a una cocinera china llamada Lia y se enamoró de ella. Hace tres años decidió volver a sus orígenes. Sus padres tenían un pequeño huerto y una barraca cerca de El Palmar y ellos se gastaron todos sus ahorros, pidieron un crédito, empeñaron su alma y convirtieron la barraca abandonada en un pequeño restaurante de apenas doce o catorce mesas. Sebastián y Lía dominan todas las tendencias, manías, novedades, trucos, secretos, guisotes antiguos, modernos, postmodernos, construidos, reconstruidos, tecnoemocionales o primitivistas pero también abandonaron todo eso. Leímos hace años la excelente crítica que les hicieron en la revista The Global Gourmet cuando estaban en las cocinas del  restaurante-hotel “Adobe” cerca de San Francisco.

En su restaurante sólo hacen arroz y para mayor riesgo sólo hacen dos tipos de arroces en paella: una arroz de verduras y otro con anguila, pollo, alcachofas y caracoles si es temporada. No tienen aperitivos, ni entrantes de ningún tipo, salvo aceitunas machacadas y una ensalada muy simple de tomate y lechuga de su huerto, cuando es temporada o de tomates secos y anchoas cuando no lo es. Es decir, es un restaurante de los llamados “kilómetro cero” y además sin menú ni ninguna distracción ni libertad para el cliente.  Allí se va a comer “el arroz de Sebas y su china” como me dijo un paisano cuando, perdido en un carril entre naranjales y cañizos, le pedí indicaciones para lograr llegar al escondido restaurante. Dos insignes y creíbles periodistas gastronómicos me hablaron inquietantes maravillas de esos arroces tan simples, uno de ellos, viejo amigo, me pasó la tarjeta –en valenciá y en chino, tiene su gracia-, entonces era septiembre, andaba por Denia y deseaba acercarme, curiosear, comer el dichoso arroz y… en efecto, pude reservar mesa, pero… ¡para el 3 de septiembre de un año después!, es decir, para septiembre de este año. Pensaba que era una broma.


Antes de pasar a comentar el misterio de este restaurante por fin desvelado, es importante hablar del fenómeno paella como plato españolísimo “de destino en lo universal” o cómo, bajo el título de ese guiso, se han perpetrado y perpetran crímenes horribles que deberían tener pena de cárcel en celda de aislamiento. Tenemos los pack industriales, con el caldo deshidratado o en lata, los comistrajos etiquetados como paella de la sección de precocinados del supermercado, las paellas momificadas o ultracongeladas a elegir en todo tipo de sabores y colores que nos ofrecen o amenazan desde miles de restaurantes para turistas y esos arroces que se recalientan en miles de restaurantes, hechos en la famosa paella, pero con ingredientes de orígenes y calidades sospechosas, carnes sobronas, mariscos revenidos, verduras de lata, arroces evaporados y amalgamado todo con grasa neurotóxica y colorante fluorescente o radioactivo. Me asombra que los turistas admitan la trampa, el engaño o el crimen, me admira que los aborígenes hayamos transigido con el paellicidio y hasta a veces devoremos tan grasientos mejunjes, me tiene desquiciante que las autoridades de protección de la cosa cultural hispánica no digan nada y traguen con tan masivo y rentabilísimo desaguisado.  Pero dejaré de hacer política con las cosas que nos llevamos a la boca. Recordemos de nuevo que paella es el cacharro en el que se cocina un arroz seco y olvidemos el resto de tóxicos inventos destinados a ganar dinero y arruinar el paladar y el estómago a millones de incautos ignorantes.

Vuelvo a “La Barraca Negra” que así se llama el restaurante de Sebastián y Lia. Olvidemos las pesadillas antes apuntadas y recordemos el delicado, intenso, inolvidable sabor de su “arroz de huerta” y de su “arroz de anguila y pollo”. Si, pero también la minimalista maravilla de su ensalada de tomate y lechuga, con chorreón de aceite, gotas de vinagre, sal y ¡nada más! Verduras que además estás viendo mientras comes porque en los días buenos sacan algunas mesas fuera y comes, no en un jardín, ni en una terraza con macetones de atrezzo, sino ¡en la misma huerta!, aspirando el perfume inconfundible de los tomates maduros y las pimenteras en sazón. Las anguilas y los pollos son engordados también cerca de allí y el arroz es de una exploración ecológica  llamada Riet Vell que conjuga agricultura sostenible con protección de la naturaleza.

La barraca por fuera no es distinta de la idea que tenemos y que he hemos visto en las televisión (¿recuerdan la serie Cañas y Barro?… los menores de cuarenta seguro que no) pero por dentro la sala es muy moderna, suelo de madera envejecida en un tono muy blanco, mesas redondas hechas para el restaurante de distintos tamaños, sillas de cedro en madera cruda y ningún otro adorno o distracción salvo un rincón donde hay una estufa antigua de leña que se trajeron de Londres y una docena de fotos que recuerdan la andadura de la pareja, de los jovencísimos anfitriones por las cocinas del mundo. ¿y la vajilla?, ah, si, se me olvidaba. Es que no hay, deberemos comer el arroz en la misma paella y con cucharas y tenedores fabricados en quebracho, una madera dura de origen nicaragüense, allí se las fabrican de forma artesanal según el diseño de Lia. Quién haya utilizado alguna vez un cubierto de ese material recordará cucharas bastas y gruesas, ásperas al tacto en la boca, sin embargo el diseño de Lia es finísimo y su pulido no difiere en tacto a una cubertería de acero, salvo que no te quemas la boca si dejas el utensilio en la paella, porque no se calienta (la peculiar vajilla es de un solo uso, el cliente se puede llevar a casa su cubierto si lo desea). Entonces descubrimos el porqué de las mesas redondas de distintos tamaños, su diámetro se ajusta al diámetro de cada paella según sea esta para dos, para cuatro, para seis o para diez. Sólo así es cómodo comer directamente de ella.


La larga espera de un año se merecía pedir “todo el menú”, así que saboreamos el platillo de aceitunas amargas con una cerveza artesana estupenda, turbia, de amargor limpio y bien fría. Luego la ensalada fresquísima y los dos arroces mojados en un clarete de Requena (en la carta de vinos sólo tienen vinos de Valencia y de Aragón). El postre también tiene su peculiaridad, el comensal se levanta y escoge de varios fruteros situados en la zona de las fotografías las frutas de temporada que se estén dando en el huerto, aquel día había higos de cuello de dama y melocotones blancos. Tras elegir la fruta, pasa a la cocina y nos la presentan pelada y limpia, sin ningún adorno, en unos cuencos de loza primitiva china de color negro. Remata la faena un té sin teína, es decir una infusión de diversas hierbas digestivas de mezcla secreta, aunque yo detecté melisa y vainilla auténtica. No tienen café, ni licores variados, sólo un pura malta de las tierras altas, artesano y excelente.

No diré nada de la exquisitez del arroz, eso deberá probarlo el glotón que se atreva a buscar el lugar y soportar esos tiempos de espera. Pero me gustaría anotar con letras muy negritas que los tropezones de pollo y anguila, su sabor, no podré olvidarlos mientras viva. No debería contar que luego, tras comernos los dos arroces, rogamos a la cocinera que si le había sobrado nos sirviera algunos trozos más de anguila y pollo y nos explicase que clase de aliño o adobo llevaban esas carnes, accedió a lo primero, pero no a lo segundo.

Sebastián o Lia están tanto en la cocina como en sala y se demoran con los clientes explicando con amabilidad y paciencia el porqué del reducidísimo menú. Escuché que, aunque es Sebas el encargado del sofrito, la maestra arrocera es Lia Zhao. La Barraca Negra nace con una voluntad de cuisine du terroir, neoprimitivista y de kilómetro cero, por utilizar los términos al uso, pero también con una clave muy china. En muchas ciudades de ese país hay pequeños restaurantes monotemáticos que llevan haciendo un solo plato y sirviendo sólo ese guiso durante generaciones, alcanzando por esto una perfección que sólo entendemos cuando estamos allí y degustamos ese guiso, sea una sencilla sopa de pollo, unas gambas fritas o unos rollitos de verdura. De esta filosofía participa también este raro restaurante.

Nota relax:
El restaurante tiene colgadas entre los naranjales varias hamacas grandes de tipo brasileño para hacer una buena siesta si se desea.

Nota chismosa:
¿Qué rancio crítico gastronómico de estirada etiqueta estaba allí, con toda su familia, el día que fuimos nosotros a comer?, nunca pensé que le vería comer sin plato y con cuchara de palo. ¿Qué ex presidente del gobierno y su reluciente señora daban cuenta del arroz de pollo y anguila sin cortarse en rechupetear bien los caracoles?, ¿Qué rockero ilustre que tocaba ciertas campanas tubulares no paraba de reír, hablar con Sebas en inglés y admirar a cada cucharada las excelencias del arroz? Y todo eso allí, un anodino jueves de septiembre, en el Palmar, al final de un carril perdido muy cerca de La Albufera…


Publicado en:
http://www.entretantomagazine.com/2012/09/18/restaurante-la-barraca-negra-albufera-de-valencia/