Ilustración de José A. González Carrasco |
Aniquilo el
bogavante y le desnudo del músculo de su cola. Le medio congelo para poder
cortar finas rodajas a modo de carpaccio que aliño luego, extendidas sobre un fuente, con sal,
aceite y gotas de puré de tomates secos, albahaca y guindilla. Golpe de horno fuerte y
listo.
Tus ojos brillantes
y la linterna medio agotada, el pajar enorme que olía a verano aunque era
diciembre, tu pelo largo negro y aquel cuerpo tan delgado que ya no tendrás,
el año agonizando y con él la década entera de los setenta que apenas habíamos conocido, la
botella de ron y la bolsa de patatas fritas, la sorpresa de no tener ningún
miedo ni ninguna torpeza, tus piernas calientes en las mías.
La sopa de ajo
sin huevo, enriquecida tan solo con traslúcidos torreznitos de ibérico.
Tus ganas, sin
amor ni despropósitos, sin cuentas pendientes ni pactos herrumbrosos, furiosas
y lentas, tus ganas que podrían llamarse deseo que podían escribirse con muchas
onomatopeyas y un largo silencio prendido en tu sonrisa prendida en un beso con
sabor a tabaco y a tu sur.
Gelatina de
zumo de granadas bien maduras y bien fría. Champán helado. Mucho.
Enredar con
las palabras, fabular con esa voz que suena, no jugar a volver. Tienes cincuenta años en
alguna parte. La cocina como educación sentimental y Antonio Vega susurrando. El viejo libro de Aub entre mis manos, la arrogancia embelleciendo tu voz.
Has olvidado como era aquello de no sentir las prisas.
Se acaba el
año, suenan las campanadas en algunas televisión del inframundo y en las voces
ahogadas de la calle. Pero estamos lejos. Huele a heno de verano, a mar y a todo el
porvenir y todo el porvivir y a todo el...
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