Ahora, aún tocando invierno, a pesar de las insultantes flores de
los almendros derrochando belleza por todos los perdidos de la ciudad, quiero
volver al final del verano, cuando el calor nos seguía incitando a la siesta
pero ya comenzaba a haber días de tormenta y frescor.
La indolencia es así, privilegio de reyes antiguos que no dejaron
rastro, lujo de vagabundos, placer de eruditos o afición de salvajes lectores.
Así que el granizo y la lluvia nos habían mantenido en la cama a dieta de té
helado y libros de Tolstói. Pero salió el sol, el hambre y las ganas de bajar de
nuevo al río para nadar otra vez y sentir que el flotar de los cuerpos es un
placer gratuito y precioso, la caricia del agua el roce más sabio y la
conversación contigo, tumbados después sobre una piedra suave y caliente, en la
entresombra verde de los sauces, una forma de dicha que ya alabaron los griegos
hace miles de años, porque la ciencia de vivir tiene apenas un puñado de reglas
precisas y preciosas que hoy olvidamos o nos hicieron olvidar para vendernos
artefactos, sucedáneos y deudas.
De nuevo en la casa, hiciste un buen fuego en la chimenea y la
cocina se llenó de olor a humo de romero y hogar antiguo. Yo preparé las cuatro
codornices obesas como le habían enseñado a mi padre aquellos soldados franceses, cailles sous la cendre,
codornices a la ceniza. Se enmantecan y salpimentan las aves y se envuelven a
conciencia con hojas de vid y lonchas muy finas de tocino, luego se envuelven
de nuevo en dos capas de papel sulfurizado y se entierran media hora
en los rescoldos. Tras sacarlas se corta el papel, las lonchas de tocino y las
hojas de vid y la carne desprende el exquisito olor que siempre tuvo el pecado.
Tu desgranaste una fuente grande de vainas de guisantes que te habían regalado
y les diste un revolcón de dos minutos sobre la sartén añadiendo un puño
generoso de mantequilla buena y una pizca de sal.
Salimos a comer bajo la parra que nos había regalado las hojas del
invento y ahora nos daba sombra y música de abejas golosineando las primeras
uvas maduras. Llegaba por fin la tarde. Comíamos en silencio, apaciguando el
hambre del baño. Bebíamos mirándonos a los ojos. Se acabó la primera botella de
tinto. Los guisos sencillos y antiguos, golosos y plenos, tienen esa virtud,
nos enfrentan de nuevo a lo bueno que tiene la vida, nos enseñan también todo
aquello que sobra, los sonajeros y espejuelos con los que nos han engañado después de la guerra, la
certeza de que unos guisantes o unas codornices no necesitan ningún adorno
caro, ni trufa, ni jamón, ni champán, sólo fuego y secreto, regocijo y un poco de tiempo. Y la memoria atenta siempre,
porque la belleza es a veces oscura y a veces transparente y necesitamos elegir
las palabras mejores para que no se la lleve el viento de la historia. Lo mejor del amor siempre es eso.
Un beso. (Firma ilegible)
Un beso. (Firma ilegible)
No hay comentarios:
Publicar un comentario