miércoles, 31 de enero de 2018

MAE CRAG

Ilustración de José A. González  Carrasco

¿Cuántos años tienes? Le preguntaste cuando abrió los ojos. Veintinueve. Le besaste los labios secos y algo hinchados para beberte su sabor o el sabor del sueño. Sí, era muy joven y sin embargo sentiste que estaba cansada de vivir, o tal vez fuera al revés. Era la vida la que se había cansado de ella dos años antes. Un veinte por ciento, me había dicho el médico. Cuando iba al casino solo sabía apostar a la ruleta a par o impar. Con menos de un cincuenta por ciento de posibilidades no había esperanza. La maldita formación de económicas, no hay magia en los números. Solo certezas. Un veinte por ciento, joder, con veintisiete años. La quimio me mataba. Solo quería morirme pronto. Envidiaba a esos dos amigos que habían tenido la valentía de suicidarse. No quería que nadie me viese así, cadavérica, sin pelo, con unas ojeras amarillas que me daban miedo. Un día vino el viejo a verme. Sabía lo del veinte por ciento. ‘Vamos a casa chiquilla. He hecho arreglar la casa de los guardas. Allí estarás bien. El ama te hará unos buenos desayunos de pan con aceite y tomates maduros del huerto para que recuperes el color. Ya les he dicho a los médicos que se dejen de mierdas. En cuanto se te pasen los efectos de esta sesión pide que te bajen. Te espero en el coche’. Y me fui con el general. Una semana después llegaron los resultados de los análisis. Estaba curada. ¿Cuántos años? No sé. Pero eso nunca se sabe. Mira el viejo: tenía que haber muerto muchas veces en la batalla de la Ciudad Universitaria y sin embargo no le rozó ni una bala. Será cosa de familia.

No te duraban los novios más de dos semanas, tanto en Madrid como en Londres. Puntuales compañeros de amor, no soportaban a una mujer como tú. Solían huir atemorizados o recelosos de tus fuerzas, tu valentía o tu inteligencia. Por ejemplo, para decir NO en medio de aquella reunión de los asociados en la que se decidía, cosa hecha, puro trámite, la compra de Arax Company. No era un secreto que Winston London, uno de los jefazos de la firma, tenía un buen paquete de acciones. Tras ese NO cristalino y fuerte, deshojaste casi entre susurros los argumentos que explicaban el desastre seguro que iba a suponer la adquisición de Arax, la trampa envenenada que se escondía detrás del aparente chollo. Patentes vencidas, fuga de ejecutivos, falsas innovaciones, beneficios apañados. Te estabas jugado el pellejo teniendo en cuenta que estaban sobre la mesa dos mil doscientos millones de dólares y que, después se supo en detalle, el beneficio que se hubiera embolsado Winston London por lubricar los goznes de la operación y vender su paquete de acciones el día después sería de un diez por ciento, doscientos veinte millones de nada. La cara del honorable socio fue adquiriendo un tono rosado a medida que veía peligrar primero y luego evaporarse después las ganancias de un enjuague que llevaba preparando tres años. Días después se tuvo que ir de la firma, sin cena homenaje ni despedida entre aplausos. A Mae le pusieron un par de guardaespaldas durante una buena temporada porque el cabreo del humillado daba para pagar media docena de profesionales. La firma le dio unas palmaditas en la espalda y sufragó los gastos de los gorilas protectores, pero no hubo movimientos de ascenso, ni gratificaciones para Mae a pesar de que su NO había salvado a la firma de un batacazo seguro. Sí, Mae era minuciosa, hacía los deberes, exprimía sangre de su hoja de cálculo, sabía dónde llamar para desentrañar la verdad y cómo mirar detrás de la hojarasca lustrosa de las cuentas de resultados. La niña encantadora, la chica aplicada, la dulce y culta Mae era la mejor broker de la firma, aunque le escociera la entrepierna a más de uno. Porque los tíos, sus compañeros, sus jefes, tan educados, tan masterizados cum laude, tan políglotas y mundanos tenían siempre bajo el caparazón de buenas personas al cavernícola machista falócrata y se les arrugaba el pene a tamaño cucaracha cuando esa tía tan buena a la que se estaban tirando se corría antes que ellos y salía a fumarse uno de esos Partagás que le había regalado un cliente satisfecho por sus valiosos informes. Ver a esa chiquilla desnuda en la terraza helada de sus apartamentos londinenses fumándose un habano más grande que sus penes antes de perder la virilidad descolocaba al más arrogante seductor de la oficina. Más de uno y más de tres visitaron con su mujer al terapeuta sexual después de una noche de cama con Mae. Por eso, cuando la niña se despidió sin muchas explicaciones y volvió a Madrid, todos resoplaron aliviados y más de cuatro hubieran pensado eso tan católico de se lo merece por lista, por guarra, por mujer y por creerse mejor que nosotros y demostrarlo si hubieran sabido que el motivo de su huida era un jodido cáncer agarrado a su pecho.

Tú no sabías entonces nada de ese pasado. Solo sabías que te gustaba escuchar cuando te llamaba idiota antes de besarte muy rápido y seguir mirando la carretera. Idiota por nada. Como el mejor de los halagos, solo por estar ahí camino de Madrid, mirando su perfil con los ojos locos del amor. Mae. Como Mae West. When I’m good I’m very good, but when I’m bad I’m better. Dios sabe cuál sería la fantasía de su padre o de su madre cuando le pusieron el nombre o la cara del cura el día del bautizo. Mae, morena, delgada, extraña, seria. Tenía en alguna esquina de su corazón ese genio de la otra Mae, esa forma de reírse de la vida y aguantar, de no conformarse y nunca, nunca darse por vencida. Detrás de su aparente fragilidad era una mujer indestructible. Pero eso también lo supiste después, cuando ella ya no estaba contigo y te quedaba a ti contar esta aventura. Mae, su voz en tu oído antes del amanecer, el olor de su aliento, la forma en que te abraza.





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