miércoles, 11 de junio de 2014

DE LECHUGAS Y MAGROS



Para Pilar y Luis.

Foto de:Ulrika Kestere

Te declaraste ferviente vegetariana practicante, pero a  mi me gustaba tu carne. La vida era esto: incompatibilidad epistemológica, choque ideológico, afinidad misteriosa, lucha de gigantes, remotas galaxias, trenes que a veces corren lejanos y otras en paralelo hasta un punto tangencial del universo conocido, justo en el borde del horizonte de sucesos. En la cándida adolescencia había leído a Heráclito y todo eso de que el devenir se da según la lucha de los contrarios y la tensión entre los contrarios en lucha genera el movimiento. Heráclito "el oscuro", le llamaban, natural. Medité una estrategia que no fuera la del caracol ni tampoco una tramposa o arrogante. En nuestras excursiones por la ciudad probé a deslumbrarte con el primer veneno. Elegí uno evidente, sincero, casi terrorista para una devoradora de plantas, en aquel bareto ponían estupendos platos de cecina leonesa en finas lonchas aliñadas con su chorrito de aceite para potenciar los sabores ahumados de la carne. Te dije, abre la boca y cierra los ojos. Era una sugerencia arriesgada, pero tu obedeciste, te dejaste llevar por mi, mordiste, masticaste, saboreaste y abriste los ojos brillantes de asombro y placer. Respiré con alivio cuando no enarbolaste genocidios animales ni crímenes vacunos sino que repetiste con las siguientes lonchas de cecina y con nuevas cervezas.

Rota ya la primera frontera lechugista, aquella noche soñé con tu carne y a la tarde siguiente probé con tóxicos mas enervantes y peligros teóricos más arriesgados. Pedí junto a los tintos fresquitos una ración de chorizo de Salamanca. Así presentado, junto al pan y al vino, asemejaba un platillo bien provisto de hostias consagradas, salvo por el nimio detalle de que en lugar de un alma de barquillo su ser estaba hecho de carnaza de ibérico, tocino, pimentón, sabiduría y tiempo. Esta vez me miraste y pensé que me darías de verdad una hostia con tu mano furiosa, protectora de bichos y faunas. Y así fue, pero la hostia que llevó tu mano a mi boca, y luego otra a la tuya, fue una de esas obleas magras y cerdícolas de sabor exquisito, untuoso y potente. ¿Estaría Cupido jugando con Baco, los faunos, las nereidas y nuestros instintos? Aquella segunda noche soñé, de nuevo, con la parte de tu identidad que nada tiene que ver con esos ventiún gramos de sinsustancia sino con la parte más noble y carnal que nos habita.

Al día siguiente sería el desafío más cruel, la prueba del fuego, el momento supremo que el amor necesita para hacer morder el polvo a la prevención, las dudas y a otras turbias experiencias parejiles que todos recordamos ácidas y con sabor a lechuga pocha o a cebolla revenida. Esta vez te dije, con arrogante desparpajo e inconsciente valentía, tienes que probar la jeta asada en un sitio estupendo que yo conozco. La mejor jeta de esta ciudad y por tanto del mundo. A priori no rechazaste la propuesta ni mi indemostrable afirmación. Jeta, careta, la parte comestible de la cabeza del cerdo que adoraban los chiquillos educados de William Golding convertidos de repente en horda y salvajina, la parte más apreciada por nuestros antepasados después de descubrir que, del morro al rabo, todas las partes nobles, impúdicas o secretas de la bestia eran exquisitas si mediaba la cocina, el fuego y la cultura.

Abrevio la historia, me salto las partes eróticas porque hay cuestiones íntimas en las que sobra cualquier literatura. Te encantó la jeta asada y a mi tu materialidad y tu alma de vegetariana ya no practicante. Hoy tenemos dos hijas preciosas, también como tú, hechas de algodón, de seda, de hierro puro... y a veces quisiera que mi mano fuera, la mano que talló tu pecho blando de material tan duro.

Los dos seguimos disfrutando de las carnes, la vida y la voluntad de convertir el amor en una forma de apetito, festín y sueño de glotones. Cuando me pregunta un amigo cómo pude enamorar a semejante ondina siempre digo lo mismo, me guardo los secretos y sólo le descubro a medias la certera estrategia: tuve jeta y hambre.

 
Foto de bocadorada.com

Nota: agradezco a Antonio Vega los versos prestados.

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