lunes, 16 de febrero de 2015

PECHUGAS DE MALVÍS Y SALSA DE HONGOS



Libro imprescindible para entender la historia de la cocina en España. Bajo el pretexto de ser un libro de memorias se analiza con agilidad sociológica y suave rigor teórico el origen de este presente culinario nuestro. Además es muy ameno, sugerente y libre, lleno de anécdotas divertidas y también muy tiernas. Pocos como Miguel pueden confesar "realmente" que "han comido" (y bebido) no sólo con el paladar sino con el intelecto y el corazón.

Tras acabar con hambre de más "Confieso que he comido" y las recetas del final que han dedicado los mejores cocineros del país a Miquel Sen, no he querido ser menos desde este remoto rincón. Esta es mi receta dedicada a Miquel y Bernadette. Enciendo el fuego, va:

Llevaban una semana los zorzales fermentando sus carnes en mi casa. Por esas fechas las aves estaban gordas, con una capa de grasa bajo la piel, acumulaban energía para su migración al remoto norte. Cazo malvices desde la adolescencia. Temí que al descubrir la escabechina pajaritera en mi nevera ella saliera corriendo o que me rociara el cuerpo con todo el napalm de los reproches contra la caza y su obsoleta supervivencia reaccionaria. Sin embargo sonrió.

- Mi abuelo también era cazador. Los asaba directamente en la chimenea remojando de cuando en cuando los cuerpos con manteca derretida donde había macerado unas hierbas, ya sabes, ajo, laurel, tomillo, un poco de romero, algo de pimentón. La cocina entonces olía a gloría.

- Mi abuela guisaba con sus cuerpecillos un arroz potente del que no dejaba ni un grano. Nunca podré olvidar ese sabor montuno, suave, espeso y perfumado a aceitunas y bosque.

- Te voy a recordar ese sabor pero de otra forma. ¿me dejas?.

- Te dejo, cocinera, y te ayudo en lo que digas.

Desplumamos los malvices y después, con un afiladísimo y corto cuchillo finlandés, ella sacó las pequeñas pechugas de las seis avecillas. El resto de sus cuerpos, junto con una cebolla y una zanahoria mal cortadas fueron directos al horno fuerte hasta que tomaron un color dorado oscuro. Entonces, sobre la tabla, con la hacheta, troceó esas carcasas y metió toda aquella carnicería, junto a la cebolla y la zanahoria asada, en el vaso batidor, añadió media botella de Burdeos y apretó el botón. El aparato hacía un ruido del demonio convirtiendo los huesecillos, hígaditos y despojos dorados en puré. Luego pasó por el chino aquel desastre oscuro y sanguinolento, redujo a fuego lento ese líquido, marcó en una sartén, con un poco de grasa de oca, los ceps y volvió a introducir la reducción y las setas en la infernal trituradora añadiendo unas mínimas briznas de tomillo. Volvió a pasar aquel puré de color parduzco por el chino, corrigió el punto de sal y añadió a la salsorra una yema de huevo y tres cucharadas de puré de castañas. Salpimentó las pechuguitas y las marcó en la parrilla a fuego fuerte. Ordenó en cada plato los seis bocaditos que cubrió por encima con el primitivo puré de boletus, castañas, vino y sangre qué habíamos cocinado a cuatro manos.

- Prueba, dime.

Comenzó a nevar sobre los robles. La estufa de leña consumía dos raíces nudosas de brezo que habíamos recogido en el paseo de la mañana. Mastiqué con prevención la primera pechuga.

- Bueno, ¿qué?

Bebí un buen bochinche del Chateau Lynch-Bages que ella había traído y me metí en la boca el segundo pedazo de carne. Lo mastiqué despacio dejando que los mordiscos fueran exprimiendo todo el sabor de aquella carne bien marcada por fuera y poco hecha por dentro y que sus jugos se mezclasen con el sabor fuerte del suave puré que las cubría.
Recuperaba de pronto el aroma de aquel arroz de mi abuela pero también aquella felicidad remota de romper la escarcha con las botas camino del cazadero, la emoción de empuñar la pequeña Ugartechea que me había regalado mi abuelo, el brillo deslumbrante del sol al salir entre los robles y reflejarse en los millones de cristalitos de la helada, el olor del musgo y el humus del pinar, la felicidad de volver luego a casa con el botín de haber cazado una docena de zorzales alirrojos. Y sobre todo el hambre, ese apetito que sólo tiene uno en la primera juventud, cuando el cuerpo aún sigue creciendo y necesita muchas proteínas y creemos tener la segura salud de los inmortales.

- Está muy rico. Me gustan mucho, nunca los había comido así.

Ella sonrió. Le serví más vino. Brindamos por vivir. Comimos muy despacio aquel guiso salvaje. Terminamos la cena con manzanas, queso de cabra, nueces, higos secos. Luego fuimos a dar un largo paseo siguiendo el camino perdido de la era. En la penumbra el tomo de nieve refulgía, los pies se hundían pero no costaba caminar porque los copos habían sido muy grandes y la nieve estaba muy llena de aire.
Ahora ya es muy tarde. Comienza a nevar de nuevo. Se ha levantado viento. He metido otro tocón de encina en el fuego. Ella respira despacio y apenas hace ruido, como sólo duerme quien confía. Me he levantado a escribir esta receta suya, no porque vaya a olvidarla sino para recordar con precisión cómo se puede repetir la brevedad de la alegría, el sabor de una caza bien guisada, el sabor en sus labios del Chateau y este después.


No hay comentarios:

Publicar un comentario