jueves, 8 de enero de 2009

PICHONES AL OPORTO

Aquellas palomas caminaban entre los coches aparcados que cerraban el parquecillo siempre sombrío, siempre lleno de cagadas de perros, colchones de espuma con manchas oscuras tirados por las esquinas, jeringuillas y latas de cerveza. Las palomas picotean entre las inmundicias y no levantan el vuelo casi nunca, solo cuando algún perro del barrio recién sacado por el dueño para que eche una meada en cualquier sitio las persigue con poca convicción. Las palomas rebuscan entre los coches y entre los chavales sentados en el suelo contra la pared de la casa. Joder colega, pero pínchame en la vena. A la tercera va la vencida tío. Recuerdo ahora sus risas negras de suicidas conscientes y a esas las palomas de los parques cortejándose con descaro entre jubilados tristes, niños rabiosos y perros obesos. Las palomas andaban por el mundo simbolizando extrañas palabras: paz, fraternidad, Espíritu Santo, pero se dedicaban en Madrid a comer basuras, cagar los bustos orgullosos de las estatuas y llenar de sexo primaveral todas las calles sin atender a la prisa, los humos o las violencias cotidianas. Las palomas se paseaban por las aceras como vagabundos felices y bombardeaban a los transeúntes con excrementos calientes, pegajosos y blancuzcos. Pronto descubre uno cuando se viene a vivir a Madrid que entre las palomas urbanas y su simbolismo sublime existe poca semejanza. Pronto descubrimos que aquellas palomas, odiadas por casi todos, molestos pajarracos, receptáculo de enfermedades, plaga voladora, ratas con plumas azules, serían para nosotros un verdadero maná.

 

Tu sonríes porque digo receptáculo. Imaginas a todas las palomas huecas, como pequeñas cajas de Pandora contaminando la ciudad de enfermedades desconocidas, de plagas y pestes bíblicas que arrasan Madrid y nos convierten sus únicos supervivientes.

Se escucha el rumor del tráfico fuera de tu casa y una voz aguda que entra hasta tu habitación con una nitidez casi sobrenatural, ¡Noeeeeel al colegio!. Me dices que Noel es tu vecino, todas las mañanas le ves salir de su casa con una mochila de colores atiborrada de libros, parece un condenado a trabajos forzados, obligado a llevar un peso inhumano sobre sus espaldas de niño obediente, castigado a aprender inútiles cuestiones. Me dices que Noel a veces te saluda con la mano y que sus ojos expresan una desesperación que pocas veces has visto en los mayores. No hay nada que hacer. La ciudad sigue latiendo, rugiendo, devorando tiempo, vidas, gasolina, horarios, atascos, cafés con leche y pinchos de tortilla, niños infelices, martillos neumáticos, brumas marrones, estaciones de metro atiborradas de obligaciones, citas, acuerdos, destinos, mientras las palomas siguen sin abrir sus receptáculos llenos de veneno, alimentándose con detenimiento de los desechos y cagándose sobre toda la ciudad menos sobre nosotros que nos hemos encerrado en tu casa para buscarnos con asombro y tiempo después de diez años sin vernos.

 

Siempre que pienso en las palomas de Madrid veo a Justi paseando desnudo por nuestra casa de estudiantes intentando curarse la resaca con aspirinas y cerveza mientras Flore sigue enclaustrado entre las paredes de la diminuta habitación que algún arquitecto cabrón había diseñado para una teórica criada. Flore se pasaba horas y horas encerrado en aquel cuchitril que le había tocado en suerte en el reparto de las habitaciones de piso, sin parar de fumar, con los ojos enrojecidos de estudiar apuntes infames o de mirar el poster del Interviú en el que una Maribel Verdú adolescente, vestida con una leve picardías rosa le ayudaba a acelerar el fin de sus masturbaciones. Yo escribía cuentos para concursos remotos que nunca ganaba y miraba por la ventada a las palomas llenado de cagadas el alfeizar de la ventana y de mi futuro.

En aquel piso de falsos estudiantes, solo Flore asistía puntualmente a todas las clases de su carrera de Ingeniero de Montes, solo él creía en el futuro y soñaba con una novia parecida a Maribel Verdú y un gran coche de ingeniero el que hacer una entrada triunfal en su pueblo. Solo él recibía puntualmente de su padre dinero para pagar el alquiler. Es verdad, me da igual que te rías, no era fácil conseguir cada mes el dinero suficiente para pagar la casa, Justi sacaba lo justo trapicheando un poco de hachís entre sus compañeros de clase y yo escribía pequeños ensayos para aquellos alumnos de sociología que preferían pagarme para que yo leyera en su lugar los opúsculos de Habermas, las sandeces de Lipovettsky, el manifiesto de don Carlitos o cualquier obra que el profesor de turno creía imprescindible para nuestro desasnamiento. Por una módica cantidad les escribía la crítica de veinte o treinta páginas sobre ese libro que exigía el profesor para pasar su excelsa asignatura. Te ríes y me preguntas cual era la módica cantidad. A Flore se le ponían los ojos como platos cuando iba a entregar mis trabajos a los alumnos que requerían de mis servicios de lector-escritor prostituto tras haber leído en los tablones de la Facultad el anuncio: " se hacen trabajos para las asignaturas de Filosofía de las Ciencias Sociales, psicología social y Teoría del Estado, etc..., precio a convenir según dificultad del texto”. Solían ser cinco o diez mil miserables pesetas. Con el dinero de los tres pagábamos el alquiler y hacíamos una economía del hogar planificada de corte leninista que al final solo nos llegaba hasta el día veinte. Y una planificación de tipo estalinista que llegaba a racionar hasta el número de espaguetti por barba y día que teníamos que echar en el puchero.  Debíamos enriquecer nuestra dieta con adquisiciones externas si no queríamos sufrir de raquitismo, escorbuto, beri-beri o simplemente tristeza. La economía soviética planificada no daba para mucho ni en Moscú, ni en la calle Segovia 73: Huevos, leche, pan y pasta, además de algún extra de tipo protéico constituido por los chorizos que mandaban a Flore y a sus habilidades para mangar quesos variados y latas de paté en el Corte Inglés. Las bebidas alcohólicas eran todo un lujo asiático y prohibitivo para nosotros, pero las conseguíamos sin dificultad gracias a la sutil idea de invitar a un amigo o amiga de vez en cuando a comer unas exquisitas perdices que han traído a mi compañero del pueblo que además guisa de maravilla. Los amigos, generosos, se presentaban siempre con variadas botellas de vino y licor. Yo era el cazador diplomado de tan renombradas perdices. Madrid estaba llena de ellas. Ataba a la barandilla de la terraza con hilo de nylon unos cuantos anzuelos y pinchaba en cada uno de ellos un suculento garbanzo cocido de bote y a esperar. A esperar qué. Me preguntas intrigada. Sorteábamos quién tenía que ser el destripador y desplumador de las palomas. Yo las guisaba, juro que agotamos en aquel año todas las recetas del mundo: En pepitoria, rellenas de uvas, con arroz, asadas, escabechadas… Podíamos haber escrito un libro de recetas: las mil y una forma de comer palomas de ciudad. Nos salíamos de casa mientras se cocían “las perdices” dejando todas las ventanas abiertas para que se fuera pronto aquel olor que cada día nos parecía más repugnante. No se si te has fijado que cuando paseamos por la calle las palomas se apartan de mi camino, salen volando enseguida y me miran con ojos inquietos, como si se hubiera corrido la voz entre ellas de que yo soy aquel famoso Jack el Destripador que las devoraban sin importarme todas las representaciones bíblicas que pudieran tener sus negras carnes. Me dices que no, que no te has fijado en los ojos de las palomas cuando salen volando a nuestro paso, me besas el rictus de seriedad que intento poner cuando te cuento los recuerdos de esos días de vino y palomas, cerveza y palomas, agua del grifo y palomas. Que perdices más buenas, está la salsa para chuparse los dedos. Y nosotros nos mirábamos, cómplices del crimen, dejando que nuestros amigos repitiesen, sírvete más, toma, no te cortes, tu eres el invitado.

Unos años después, en una cena con el editor Javier Alabert, fuimos a un restaurante de postín para festejar el éxito de ventas de "El Cementerio de los Elefantes". El inconsciente intentaba convencerme que los pichones mechados en salsa de oporto era lo mejor de la casa, no me atrevía a decirle lo que opinaba mi estomago de los famosos pichones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario