sábado, 8 de agosto de 2009

VIAJAR, VIAJAR...

Viajar, sin más planes que no llegar, ni aspirar a Itaca alguna. Viajar, volver a las ciudades a las que fuimos solos o con otros o en los sueños y probar de nuevos todos esos sabores y alimentos. Viajar, siempre después del verano y antes de las lluvias o antes del verano y después de las tormentas, camino del norte o del gran sur. Viajar, sobre una motocicleta, volar, atravesar los paisajes muy deprisa o muy despacio y luego descansar en las playas, los hoteles, los atardeceres y dormir contigo y esperar a que despiertes solo para escuchar lo que vas a decir. Viajar de la mano del dulce amor, ese que has esperado, soñado, buscado, dado por imposible o por perdido toda tu vida, ese con el que te reirás mientras se os arruga la piel o con el que viajarás a lugares donde tocas el secreto de vivir. Viajar todo el tiempo, hasta en la propia ciudad donde ahora habitas, hasta en el propio cuerpo que te encarna y sobre el suyo, ese paisaje que te parecerá siempre tan hermoso y lleno de misterio. Viajar, viajar siempre, no pararse, no acostumbrarse al nombre de una calle o a la repetición de las semanas en un mismo lugar, ni a tus gestos. Viajar, siempre con esos libros que te embriagaron los pasos y el deseo de contemplar por ti mismo esas islas o ese volcán o ese río o esa esquina del mundo. Siempre de tu mano, acelerar la motocicleta y sentir tu cuerpo en mi espalda y en mis ojos. Viajar y comer juntos delicias desconocidas, sabores que no soñamos, bebedizos que inventaron los humanos antes de hacer países. Viajar, sin más planes que mirar como duermes cansada al final del día y me muero de ganas de que te despiertes para escuchar lo que dices. Eso es también el amor.

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