martes, 28 de junio de 2011

COCINAR III

(pintura de Kim Sung Jin)

Cocinar es una forma de desafiar a la muerte, decir al tiempo que nuestro cuerpo tiene hambre de vivir, que somos glotones de todo lo rico que hay en el mundo, que no tenemos miedo a envejecer. Cocinar es la única alquimia que de verdad funciona.

Había pasado mucho tiempo para ambos, tal vez derrotados, tal vez cansados, tal vez descreídos, sin embargo probaron a acercarse, a tocar la línea que separa el cariño educado de la ternura sabrosa. Él dijo: me parece que he olvidado muchas cosas. Ella dijo: te dejo mi cuerpo. Ve con él donde quieras.

Cocinar es una forma de burlarse de cualquier forma de tristeza, decir al tiempo que la piel es nuestra, que somos glotones de todo lo que los cuerpos exhiben y olvidan, que no tenemos miedo a fracasar muchas veces. Cocinar es la única magia científica que de verdad encanta.

Había pasado media vida, quizás más, quizás toda. Pero eso quién lo sabe. Tal vez derrotados mil veces, si, pero nunca domados, probaron a probar sin ningún miedo, a ocuparse del cuerpo del otro como si desde siempre esa tierra hubiera sido suya. Él dijo: no recuerdo muy bien donde estará mi pasión. Ella dijo: la buscaré muy despacio, no te preocupes ya.

Cocinar es una forma de sentir que las manos, hasta unas manos muy torpes, pueden fabricar belleza y felicidad. Y esas mismas manos, luego, abrirán el vino, abrirán la noche, abrirán la piel con ese hambre que nos hace animales, con esa glotonería que nos hace humanos y distintos.

Habían pasado muchos cuerpos por sus cuerpos y sin embargo no había mucho saber en la experiencia porque cada cuerpo tiene sus puertas secretas, sus deseos dormidos, sus caricias cascada y nada se aprende en uno que sirva para otro. ¿Qué te gusta? Preguntó ella. Es que a mi me gusta todo. Respondió él. Pero no sé utilizar la cuchara, si sorber la sopa, ni nombrar ese alimento que hoy me pones en la boca.

Cocinar es una forma de amasar eso que los tontos llaman felicidad y tú no llamas de ninguna forma. Para qué llamar, mejor beberla. Guisas y te olvidas, pruebas el punto de la salsa y te olvidas, das el último golpe de calor y te olvidas de todos los mordiscos de la vida, de todos esos golpes que no te merecías, de todo ese dolor que nunca aún has podido nombrar.

Habían bebido muchas veces, muchos vinos, muchas tardes, muchos mares lejanos, pero el sabor de todos era siempre confuso. Entonces, abrieron de nuevo una botella, llenaron las copas, bebieron despacio (y luego no tan despacio) la embriaguez tiene esa virtud, la de desnudarnos muy bien, sin esfuerzo, sin pudor. Ella dijo: tal vez me vaya lejos. Y él dijo: yo me iría contigo.

Y no sé más. No sé dónde se fueron, ni si se amaron o desamaron, ni si encontraron el uno en el otro algún tesoro precioso, algún secreto imposible. Me escribieron mucho tiempo después una carta de esas antiguas, de papel y sobre franqueado. Ella decía: era mejor que lo que imaginaba. Él decía: nunca soñé con tanto placer. No hablaban de amor, ni de cocina, ni de futuro. No decían nada más, ni dónde estaban.

Pero yo sé.

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