lunes, 8 de octubre de 2018

YEMA ESCONDIDA


Stas Kadrulev

Le gustaba su culo. Era miles de años de evolución pitecina y sapiens. Un espacio corporal estudiado mil veces por antropólogos y sexólogos de todos los colores, sin contar con las sublimaciones del arte desde las Venus de Willendorf a las de Velazquez, Rubens o Boucher. Además, por alejar el tufillo “rancional” o fetichista de desear un pedazo de carne separado de la identidad de su dueña pensó en el posesivo “su", inseparable de aquel culo tan rico.

Pero no quería decirle que su culo precisamente le había inspirado la cena de esa noche. Sobre un cuadradrillo de brick frito colocó dos finísimas lonchas de jamón ibérico y sobre ella una intensa yema de los maravillosos huevos de las gallinas de Isidro. Luego dobló la lonchas de jamón con mimo para empaquetar dentro  cada pequeño sol untuoso. Horneó cinco minutos a ochenta grados los cuatro saquitos hasta templar el plato y derretir un poco la grasa jamona.

Había que tomarse cada yema sobre la delicada pasta de un bocado. Estallaba la cremosidad del corazón del huevo que se mezclaba con la intensidad salada del jamón y el crujiente soporte del melindre. Después de saborear despacio el bocado se limpiaron el paladar con un bochinche de cava y confundieron el recuerdo del intenso sabor con un pica pica de tropetillas negras refritas en grasa de foie.

Su culo, claro, no había conocido a nadie a la que gustase su propio culo y aquel descontento era toda una incógnita cultural porque  todos los que él había conocido, cada uno en su estilo y tamaño, le parecieron preciosos, ricos y excitantes. Sería su cortex cerebral de sapiens cavernícola o su gusto por los desnudos de la pintura del XVII y XVIII o porque los miniculos de las revistas de moda del siglo XXI le parecían igual de insulsos que una tortilla de claras y sin sal. Él prefería mil veces las yemas escondidas en el jamón con su dosis precisa de grasa infiltrada.

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