Nada era digital entonces y la prisa no tenía ese gusto metálico y siniestro. Pero ya sabías que el tiempo era ese vertedero lleno de diamantes por el que pasamos cada
día sin agacharnos a coger lo que era de nadie y es tan nuestro, tan íntimo. Tal
vez hacer un buen paté y hacer el amor fueran entonces cosas bien distintas. Más para saborear ambos era necesario tener hambres idénticas y similar libertad para investigar sabores. "Mezclar, confundir
las substancias, unir lo distinto, conseguir que cada sabor permanezca y que todos
juntos suenen o sepan diferentes sobre la lengua".
Ponías a
remojo con un poco de agua y ron las tropetas de la muerte. Cocías despacio la
lengua de ternera y la liebre con su ramillete de hierbas y su
botellón de vino tinto. Cuando estaba tierna la lengua y la caza deshuesabas bien su
cuerpo y picabas la carne de sus muslos en trozos regulares. Hacías también unos
dados con la lengua. Añadías un poco jamón, otro poco de tocino ibérico y de foie
crudo. Pasabas por el chino el hígado de cerdo triturado, añadías un poco de
gelatina neutra, media copita de Pedro Jiménez, salpimentabas de forma
generosa y amasabas todos los ingredientes antes de verter la farsa en
el molde. Falta la media hora larga de baño María y hacer las dos salsas que le
acompañaban. Una muy verde con aceitunas, anchoas, berros y aceite. Otra muy
dorada con cebolla confitada, manzana reineta asada, zumo de naranja y un
punto de Cointreau.
Comíais el paté con cuchillo y tenedor, con vino y pan, con hambre y con deseo. Era un
guiso canalla y antiguo, conservador y barroco, sólo apto para paladares
maduros y deseos sin prejuicios o religiones que condicionasen saborear con ganas
y malicia la vianda. Una comida sólo apta para vampiros y vampiresas de cualquier edad que sabían vivir la noche boca arriba. Al menos no hacía falta tener los colmillos afilados ya que el paté estaba blandito. "Mezclar, unir lo distinto, conseguir que cada sabor permanezca
y que todos juntos suenen diferentes sobre la lengua".
Tras la fotografía de la casa, ya en ruinas, apuntaste la receta del paté como quien escribe el mensaje del naufrago. Ya no quedaba nada. Tan sólo su enorme caparazón de tortuga prehistórica. Luego caminaste despacio entre los naranjos y los mandarinos abandonados. Dejaste allí las fotos. Sólo las de papel.
Tras la fotografía de la casa, ya en ruinas, apuntaste la receta del paté como quien escribe el mensaje del naufrago. Ya no quedaba nada. Tan sólo su enorme caparazón de tortuga prehistórica. Luego caminaste despacio entre los naranjos y los mandarinos abandonados. Dejaste allí las fotos. Sólo las de papel.
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