Me dijiste que
tu bisabuelo fue uno de los cocineros del último emperador Aisin-Gioro Pu Yi y que, ya muy anciano, también cocinó
para Mao uno de esos platos grasientos de panceta guisada con anís estrellado y
salsa de soja que tanto le gustaban al tirano.
Tú también
eres cocinera. Lo afirmas con orgullo de estirpe, tras aquel bisabuelo cuyo
nombre era Linh, también lo fue tu abuelo, tu madre y ahora tú, aunque ejerzas
el oficio luchando contra los wok en uno de estos extraños restaurantes “orientales”
de buffet libre que comienzan a proliferar en la ciudad.
Cuando sales
de allí, tras una extenuante jornada de diez horas por seiscientos euros que
incluye preparar las viandas, atender a los fuegos en las horas de comidas y
limpiar luego todo el cacharrerío, me llevas a una cervecería de la parte vieja
de la ciudad para beber unas jarras heladas y morder unas anchoas.
Viniste de
lejos, tu madre se embarcó en Hong Kong por error en un carguero español
huyendo de todos los dragones sangrientos que ha engordado en China durante
tantos siglos, tú tenías cinco años. Hoy eres española y apenas sabes unas pocas
palabras de Wu. El mecánico del barco, quién sabe por qué oscuros vericuetos del
corazón de un hombre, se apiadó de tu jovencísima madre y luego, en los días de
trayecto, se enamoró de ella. Los casó el capitán, no pudieron esperar a
entenderse en un idioma distinto al del amor. Quién sabe por qué extraños
acertijos del corazón de un hombre la quiso con cariño y respetó su vida
entera, a pesar de las muecas familiares y la extrañeza de los vecinos de aquel
pequeñísimo pueblo cercano a Vigo. Quién sabe por qué extraños laberintos de la
memoria de un hombre para él no hubo otra desde entonces, aunque en todos los puertos
del mundo donde recalaba el enorme barco había sirenas, venus y medusas bellísimas.
Quién sabe por qué extraños caminos del corazón de un hombre tu fuiste su hija desde
siempre, en tus recuerdos de niña, de adolescente, de joven, vive un hombretón
gigante como un armario que arreglaba motores de dos mil toneladas y varios
pisos de altura y que te amaba como nadie amó nunca a ninguna emperatriz oriental
en toda la historia de China.
Hoy estudias
lejos de ellos ingeniería mecánica por comenzar una nueva saga profesional. Con
apenas veinte años te has emancipado ya gracias a que tu madre te enseñó a
cocinar y que tus rasgos orientales pegan con la imagen de marca de ese infame restaurante.
Pero hoy en tu casa cocinas para mi uno de esos delicados platillos preferidos del último
emperador Puyi cuyo secreto ha pasado por los tuyos durante cuatro
generaciones. Rellenas las codornices salvajes que volaron desde África para
hacerse la corte en los secarrales castellanos con un atado de hierbas tiernas
en el que distingo los berros, el cilantro, el tomillo y la salvia y junto a
las hierbas introduces en el vientre del ave tres hermosas ostras crudas. Me
cuentas entonces parte del secreto. Antes has mantenido las avecillas varios días
en un marinado de vino de arroz, zanahoria, puerros, pimienta de Sichuan
tostada, aceite de ajonjolí y una cucharada de salsa de ostras. Bien escurridas y
tras el relleno, has albardado los pájaros con una finísima loncha de tocino
especiado con misterioso polvillos y las has horneado a fuego fuerte apenas
quince minutos.
Sobre una cama
de arroz, también salvaje, para hace honor a las codornices, has colocado sus
cuerpecillos dorados que ahora comemos sin palillos, con los dedos, rechupeteando
cada huesecillo y rebuscado en sus entrañas quién sabe qué delicias. Dices: Así las comía Puyi de niño, antes de caer en desgracia,
cuando se escapaba de la corte y se perdía en las gigantescas cocinas de
palacio. Así las comemos hoy en esta pequeña buhardilla de Lavapiés
mientras abajo, en la calle, tal vez comienza a caer un nuevo imperio.
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