miércoles, 13 de octubre de 2010

BUTIFARRA CON SETAS

(Ilustración de Michael Ende de su novela Momo)

A veces siento que no hay un lugar en la tierra para mi. Es cierto que nunca lo busqué ni luché por poseerlo. Me siento bien en las grandes ciudades del mundo que he visitado igual que me siento en paz en medio de los ríos limpios en los que he pescado. Sin embargo siento que soy de ninguna parte, creo que nadie me espera en ningún sitio y que si me marchase nadie me echaría demasiado de menos. Además no tengo ambición por ser propietario de cosas o de lugares y para sentirme feliz necesito tan poco. Eso me hace ser un extraño en este mundo en el que la ambición y el poseer o el acumular objetos, sensaciones, experiencias y sorpresas parece ser lo único que nos da la plenitud. Sin embargo a mi me siguen emocionando las mismas sensaciones y experiencias que cuando tenía menos de dieciocho años, me siento lleno y feliz con los mismos secretos, sabores y caricias y palabras que cuando tenía muchos años menos, el rumor del agua recién amanecido, esa canción de la vieja Kath Bloom, tu voz sonando detrás de las palabras que escribo, conducir de noche hacia muy lejos, el olor a pan, el bullicio de esta ciudad un jueves de madrugada, esa forma de decir que ya no eres la de antes, unas aceitunas y una cerveza fría saboreada en un pueblo del sur junto al mar, inventar un cuento de sirenas y mapas, los colores mágicos de un pez.

Hay quienes no tenemos un sitio en el mundo salvo, tal vez, en el corazón de los hijos o en ese lugar ancho y difícil donde es posible cruzar la corriente en primavera. Tal vez ambos sean el mismo sitio. Hay quienes sólo luchamos por poseer un puñado de tiempo y sólo aspiramos a no olvidar como se hacen los buñuelos para desayunar, los besos con deseo, las lágrimas que salen al leer las palabras que cuentan historias de tipos sin historia, sin ambición y sin suerte. Sólo me duele que me digas que debería buscar otro amor para tener más tiempo y disfrutar su compañía cotidiana y con más frecuencia las noches, los viajes, las ciudades, los ríos, las caricias. Para ese dolor no tengo receta. Aso a fuego lento butifarra blanca y cuando está dorada añado en su grasa las amanitas troceada, dos dientes de ajo muy picados igual que el perejil y la miga de pan desmenuzada con los dedos. Cuando están las setas listas vuelvo a poner la butifarra y dejo que se mezclen en la salsa naranja de las setas. Para beber un vino tinto, algo áspero y joven y detrás de la ventana, de nuevo, las lluvias fuertes de este octubre, el libro de Norman Maclean, tus palabras de hace tantos años contándome cómo es esa ciudad remota y llena de volcanes que no conozco, sentir que me he feliz cocinar y saber que aún tengo un poco de tiempo.

2 comentarios:

  1. ¿Crees en las sincronías? Yo sí. Y es que a veces el tiempo, ese mago tramposo con el que andas flirteando en tus últimas entradas, hace una pirueta repentina y se toca la nariz con la punta del pie, y es entonces cuando las cosas que tienen algo que ver pero aún no lo saben aparecen por sorpresa la una junto a la otra, así, porque sí.

    Y te digo esto porque has publicado algunas cosas en paralelo conmigo, una ilustración, una sensación, una cita... También el lunes andaba yo por un bosque astur en similares circunstancias a las tuyas, pensando que la maga ancestral que seré algún día debe saber meditar mientras explora los hayedos y descubre unas pocas amanitas con las que organizarse un puchero de patatas o un arroz meloso con el que honrar el otoño y a sus seres queridos.

    Me conmueve mucho la hondura con la que cocinas, la forma en que la cocina es para ti el verbo del amor y sus reversos. Me has hecho querer cocinar de nuevo. Mil gracias.

    Te regalo a cambio una historia de amor y huevos fritos que quizá te guste.

    (Disculpa la extensión. Mira que lo intento, pero nada).

    ResponderEliminar
  2. Gracias Astarté. Me gustó mucho tu historia

    ResponderEliminar