André Solom regresó por fin a la ciudad el doce de
febrero del cuarenta y seis. Hace mucho frío en Praga. Todo ha cambiado.
Estás solo, cuando llegas a la casa, imaginas que
estará quemada, destruida, revuelta, vacía. Sin embargo casi está intacta. Apenas
se han llevado unas pocas cosas de valor, Los objetos de plata, las pequeñas
figuras de marfil de morsa que coleccionaba Vadvlav. Cuando entras en la
biblioteca, sin luz, en la penumbra de la tarde, sientes todo ese frío que ya
nunca se te ha ido de los huesos y que te hace temblar aunque estés junto a un
fuego. Bajas a la leñera y aún queda madera y carbón. Te parece increíble. Un
milagro. Subes con mucho trabajo varios capazos de leña y colocas antes en la
chimenea algunas revistas de Die Neue
Weltbühne que tanto gustaban a tus hijos, sobre todo a Ariadna, porque
venían artículos de Heinrich Mann y de Walter Benjamin. Esas palabras que
tantas veces te leyó ante esta misma chimenea. A ella no le importará ahora que las queme para calentarme. Cuando
se enciende el fuego y se prende por fin la leña, arrimas uno de los sillones a la chimenea.
Tienes que hacer un esfuerzo para no creer que en cualquier momento entrará
Ariadna con diez años para subirse a tus rodillas y cantarte una nueva canción
que ha inventado con las letras de una jarcha o Ariel para preguntarte de qué
está hecha de verdad la materia y qué son los átomos o Vadclav disfrazado con
ropas de esquimal fabricadas por él mismo gritando que quiere ir de vacaciones
al Polo Norte. O tu mujer con un té verde en una bandeja de madera con dibujos
de flores y una de esas canciones campestres alemanas en sus labios. Pero no
hay nadie. El fuego no te calienta.
Tu hijo Ariel es ahora capitán del ejército de los
Estados Unidos y ha sido él quien se ha movido para que los rusos por fin te
suelten. Solom no lo sabe pero él ha participado en la fabricación de esa
extraña bomba que ha hecho rendirse a los japoneses. Vadclav, el “tesorero de lenguas”, está muerto,
enterrado en una fosa común fuera de la ciudad. Gracián, aquel chiquillo que se
presentó en tu casa una mañana fría de abril con una carta de recomendación de
tu amigo Ataulfo Plasencia y que adoptaste como a un hijo, murió en Madrid en
una trinchera de la Ciudad Universitaria. Ariadna está encerrada en una cárcel,
condenada a muerte, aunque tú crees que ha muerto también en esa ciudad cuyo
nombre te suena a hogar. Ya no te queda mundo. Ni vida. Ni Praga. Cierras los
ojos. Tienes todos los salvoconductos para atravesar Europa, viajar a los
Estados Unidos y vivir los pocos años que te quedan en una casa confortable con
un jardín lleno de buganvillas, rodeado de vecinos amables, cuidado por tu hijo
Ariel, su mujer Pauline y dos nietos que ahora tienes y no conoces. Pero no vas
a hacerlo. Ésta es tu casa. Tu vida. Tu ciudad. Guardas en tu memoria demasiada
crueldad, demasiadas voces y gritos. Ya no puedes, no quieres seguir viviendo.
Entonces recuerdas esas cartas.
Te levantas del sillón y buscas aquel
gran libro de Alexander von Humboldt lleno de mapas y dibujos de animales
extraños que tanto gustaba a Vadvlav. Ahí están las cartas. Intactas,
cuidadosamente numeradas, ordenadas, protegidas dentro de la carpeta color teja
de cartón fino en donde las metiste en la página en la que Humboldt dibujó un
gran mapa de la costa de Brasil. El fuego comienza a calentar la habitación
aunque tú no te das cuenta. Abres con cuidado la carpeta y lees la primera
carta. Las primeras frases. Despacio. Muy despacio. No te cuesta meterte en el
español antiguo. Has podido practicar el idioma en el campo de exterminio.
Piensas en Gracián. Él debía estar leyendo ahora esas palabras, a él le
entusiasmaba el Siglo de Oro. A pesar de
tanta oscuridad y tanta miseria, a pesar de la Inquisición, la pobreza, la
ceguera de un Estado corrupto y de una Iglesia tirana. Eso decía él. Debía
ser Gracián quien leyera hoy estas cartas a tu hija Ariadna o ella a él frente
a esta chimenea encendida, en esta biblioteca que guarda mucho del saber bello
del mundo, un saber que no ha parado al Golem, que no ha impedido que “el mal”
habitase Europa durante tantos años. El
mal. Creías que el mal era solo un tipo ciego, un poco tontorrón, que solo
luchaba por el bien de si mismo, de su familia, de su tribu, del mundo entero
sin importarle que ese bien aniquilase a los demás o fuera impuesto. Un bien destructivo y sordo. Eso creías.
Pero has visto al Golem. Sus ojos secos. Una forma de mal que no tiene lógica,
ni misterio. Una forma de mal que ha destruido a millones de personas entre
gestos de aburrimiento, convirtiendo la muerte en rutina cotidiana, burocracia
eficiente, con la tranquilidad y brutalidad con la que se pasea por un bosque o
se lee un bello poema. Has descubierto el mal en todas partes, hasta en tu
propio corazón todas esas noches que deseaste morir y, pudiendo hacerlo con
facilidad, no lo hiciste.
Sin embargo las palabras de las cartas de Teresa te
hacen olvidar al Golem, borran “el mal” de tu memoria y piensas en la voz de
Gracián y en la voz de Ariadna leyendo esos viejos papeles. Te suenan a ellos,
a ese deseo que no podían disimular, a esa ternura que entrelazaba siempre sus
miradas aunque estuvieran en silencio o discutiendo sobre el futuro o hablando
de versos antiguos. Se amaban. Ellos tenían en su corazón todas las frases de
Teresa y muchas más, una vida entera llena de palabras de amor por hacer
crecer, nombrar, esconder, lanzar al mundo. Ellos. Gracián y Ariadna a la que
crees también muerta. No puedes olvidar que una noche subiste al desván donde
dormían y escuchaste sus voces, sus gemidos, su deseo. No te avergonzaste de
escuchar. A eso suena la vida cuando
estalla y rebosa de la copa del mundo, ésa
es una de las músicas del amor. Agradeciste en silencio a los chicos el
regalo. Bajaste muy despacio las escaleras para que no se sintieran sorprendidos.
Entonces se abre la puerta de la
habitación y aparece un joven, casi un niño, vestido de soldado y grita algo en
ruso, con una voz ronca que parece la de un anciano. Solom no le escucha, sigue
leyendo. El desconocido grita más fuerte palabras que sin embargo el sabio no
comprende. Se vuelve, le mira a los ojos y recita la última frase de Teresa.
Ven a mí dulce
amor, toca mi piel y hazme
susurrar como la brisa de mayo
entre las cañas que hay junto al mar.
El militar, que había sacado la pistola, se acerca al
otro sillón y lo arrima al fuego. Se derrumba en él como si su abrigo de
soldado fuera de plomo y su peso insoportable. Joder viejo loco un poco más y te pego un tiro, pensaba que eras un
ladrón o algo peor, pensaba que estabas quemando todos estos libros para
calentarte de este puto frío de los cojones. Tiene cara de niño. Veinte
años o pocos más. Sin embargo tiene la piel de la cara cuarteada, arrugas en
los labios, los ojos enrojecidos, las manos grandes, nervudas, llenas de
cicatrices y cortes recientes mal curados. Puta mierda de guerra.
Todo dios emperrado en quemar gente y en quemar libros. Joder. Puta mierda de
nazis y de rusos y de la madre que los ha parido a todos que se piensan que los
libros muerden o algo por el estilo. André Solom sonríe por el acento
francés que tienen todas esas frases en español que casi le suenan tan bien
como las palabras de Teresa. Lo mira a los ojos y ve en ellos un cansancio
infinito, pero también una extraña inocencia, valentía, arrogancia. Adivina que
el muchacho ha luchado muchas veces contra el Golem y de alguna manera, aunque
tenga el corazón destrozado de dolor, lo ha vencido en todas ellas. Estoy hasta los cojones de tanto loco y de
tanto iluminado. No te jode. Que vengo ahora de la comandancia para que me den
por fin el pasaporte para volver a casa, a mi París y el tonto de los huevos me
dice que hasta dentro de dos días no tendré el visado. Joder, hasta que no le
he metido el cañón de la pistola hasta la campanilla no se ha dado cuenta el
hijo de perra que tengo prisa. Que llevo muchos años limpiando de cabrones el
mundo y ya estoy cansado, joder, cansado. No es tan difícil de entender.
Cansado. Solom se levanta y se acerca a la librería que está junto a la
puerta. Saca varias grandes biblias del siglo XVIII y mete la mano al fondo.
Ante la sorpresa del joven aparece la pequeña puerta de un mueble bar secreto y
saca una botella mediana. Rompe el protector de lacre e intenta quitar el tapón
de corcho, pero no puede. El joven soldado da un grito, se levanta de un salto
y extiende su brazo sin decir una palabra. El sabio le ofrece la botella. Él,
con los dientes descorcha la botella y huele el gollete. Joder, joder, joder viejo cabrón, llevo tres semanas viviendo en esta
casa y no he encontrado ni una gota y ahora me descubres que tienes aquí metida
entre la palabra de Dios y su puta madre un botella de jerez que huele de
cojones. Echa un trago largo, casi media botella sin respirar. Chasca la
lengua, se limpia la boca cuarteada y rota con la manga del grueso abrigo ruso
y luego le pasa a André Solom la botella. Él bebe un poco y siente cómo el
suave licor le calienta por dentro y le hace sentir cómo vuelve el calor a su
cuerpo. El jovenzuelo sonríe y unas lágrimas gruesas le resbalan por la cara
pero no le borran la alegría de los labios. Vuelve al sillón cerca del fuego y
se deja caer de nuevo como si tuviera sobre sus hombros un peso gigantesco que
le vence. Vamos a ver viejo, tú quién
eres. Quién cojones eres.
Es muy tarde cuando André Solom cierra
los ojos. Antes ha echado más leños a la chimenea. Por el suelo hay varias
botellas vacías de oporto, malvasía, jerez, Málaga, Retsina. El joven soldado
ronca. El anciano admira su abandono, ese cansancio infinito que le ha marcado
la cara para siempre, esas manos heridas en todos los lugares de Europa. Todos
esos nombres de todas las ciudades que ha liberado, de todos los amigos
muertos, de esos españoles que le han acompañado y le han enseñado el idioma, a
luchar, a sobrevivir aunque ninguno haya quedado con vida de aquellos treinta
que empezaron con él en Normandía,
que entraron con él en París y le siguieron por Alemania y Austria hasta el
Nido del Águila. El chiquillo ha matado a muchos hombres y a muchos les vio el
último chispazo de vida en los ojos azules cuando apretaba el gatillo de la
ametralladora a tres pasos o removía la bayoneta en sus gargantas. ¿Y qué eras antes de soldado? El
jovenzuelo protesta. Era no, soy, sigo
siendo, eso seré cuando regrese a París, lo que fue mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo,
mi tatarabuelo, un puto librero, eso soy, un librero orgulloso. Y ahora más. Tú
no sabes qué empeño tiene el mundo en quemar a la gente que piensa, a la gente
que escribe libros y a los libros mismos. Joder que plaga, que peste, la
hostia. Cuando entré en París con mis amigos españoles encima del camión
“Guadalajara” lo primero que hice fue ir a la casa de mi padre que estaba
encima de la librería. Pero todo estaba vacío, quemado, destruido. No sabes la
mala hostia que se me puso. En español se dice así, ¿sabes? mala hostia. Se me
puso una mala hostia de cojones. Encima luego alguien me disparó desde un
tejado de enfrente, un cabrón, otro cabrón. Tuve suerte, el tiro me entró por
debajo de la clavícula. Salí corriendo, entré en la casa, subí los cuatro pisos
con la pistola en la mano y le pillé en bragas, mirando hacia la calle. Le
chisté y según se daba la vuelta le pegué un tiro en los cojones y ahí le dejé.
No me molesté ni en rematarle. Qué hijo de perra. Esos hijos de perra habían
matado a mi padre y le habían quemado su librería. Ya me dirás tú qué mal hace
un librero. Joder qué puta guerra. ¿Tienes más vino? Y luego me dice ese cabrón
de chupatintas que no tengo aún el pasaporte ni el visado. Joder que mala
hostia se me ha puesto. Solom se ríe. Le gusta como suena el español,
aunque el chico blasfeme tanto y arrastre por la garganta las erres. Bueno ¿cómo te llamas? El soldado apura
la primera botella. Y mira perplejo a Solom. Me llamo Raimond Royuela. Teniente del ejército de la Francia Libre. Y
tengo la Legión de honor y L’Ordre de la Libération y otras putas medallas que
he ido vendiendo por ahí. Llegué hasta aquí pegando tiros con los yanquis y los
rusos hace ya dos años pero como soy comunista me han dejado quedarme por aquí.
Digamos que me he encoñado de una rubia estupenda. En español se dice así,
encoñado. Aunque me acaba de dejar y ahora quiero volver a casa. Así que todo
esto es el pasado. Ya solo soy librero. Por eso me quedé a vivir en esta casa,
porque había muchos libros y me sentía bien. Nuestra librería se llamaba El
sueño de Salgari y está muy cerca de Notre Dame, casi enfrente. Pero soy un
librero sin libros y sin dinero.
André Solom contempla al chico. Bueno,
todo puede arreglarse. Te propongo un trato. Digamos que yo te vendo toda mi
biblioteca. El soldado se levanta y apura la segunda botella. No me ha escuchado, estoy sin blanca. Se
dice así en español, sin blanca. Gracias a que me dan comida en el cuartel que
hay junto al río que si no ya me había muerto de hambre y de frío. Porque vaya
puto frío que hace en este pueblo. Solom desea sonreír, tal vez lo ha
hecho. No importa, digamos que ya me lo
pagarás cuando estés en París. Tengo ahí, detrás de las botellas, algunas joyas
de mi mujer. No te darán mucho dinero pero sí el suficiente para conseguir un
buen camión y para que puedas llevarte toda esta biblioteca a tu librería.
Muchos de estos volúmenes tienen valor si das con las personas que saben
apreciarlos. Por algunos te darán incluso una pequeña fortuna. El soldado
se queda en silencio. Luego se levanta de nuevo y se acerca hasta el escondrijo
de las botellas para coger otra. Vuelve al sillón, la descorcha y antes de
beber se la ofrece al viejo.
Ahora que le ve dormir la borrachera
junto al fuego, sin haberse quitado el grueso abrigo, le parece aún más joven
de lo que es. Solo entonces habla en sueños palabras en francés y su voz
cambia. Te parece casi la voz de un niño, un chiquillo que vuelve del colegio y
recita su lección antes de entrar en casa. Voyez,
près des étangs, ces grands roseaux mouillés. Voyez ces oiseaux blancs et ces
maisons rouillées. La mer, les a bercés le long des golfes clairs et d'une
chanson d'amour. La mer a bercé mon cœur pour la vie… Al día siguiente
cuando el joven se despierta apenas balbucea unas palabras. Sale a la calle y
vuelve a la media hora con un termo de campaña lleno de café muy fuerte y dulce
y un gran paquete lleno de hojaldres de miel y piñones. Solom le escribe un contrato de
compraventa y firma en cada una de las hojas del libro de registro que tiene su
ordenada biblioteca. Beben juntos en silencio el café y devoran los dulces. El
sabio saca después del fondo del botellero una caja de madera tallada en la que
hay unos anillos y algunos broches con perlas. Cómprate un buen camión y búscate a alguien que te ayude a empaquetar
la carga. Al atardecer volvió el chico con un Skoda 706 lleno de cajas de
madera vacías y dos soldados checos. Con delicadeza de librero el joven soldado
fue llenando cada caja despacio, clasificando los libros por autor, años de
edición, idioma, materias. Tardó casi dos días con sus noches en llenar todas
las cajas y vaciar por entero la biblioteca. Solom mientras tanto apenas se
levantó del sillón junto a la chimenea que el soldado se cuidaba de mantener
encendida.
El viejo contempla cómo va desapareciendo
su gran biblioteca. Las estanterías vacías van convirtiendo la habitación en un
lugar distinto, feo, extraño. Pero a él no le importa. Sabe que sus libros
volverán a la vida en otros ojos. Se han salvado del Golem y ahora merecen
seguir en el mundo, asombrar a otros lectores en otras ciudades en otro tiempo.
El joven librero entra en la sala con una nueva carga de leña que coloca con
cuidado en el hogar. André tiene
en las manos la carpeta de cartón color teja con las cartas de Teresa. Bueno, esto léelo cuando tengas de nuevo la
librería en marcha, cuando te enamores y sientas de nuevo que el mundo puede
ser un lugar habitable, aunque ahora te parezca imposible. Raimond Royuela
toma la carpeta y abraza al anciano. No
tengo palabras. Me cago en dios, viejo. No tengo palabras. Y era verdad. El
joven soldado no encuentra palabras en español para demostrar agradecimiento a
ese extraño que ahora entre sus brazos le siente tan frágil y delgado. Solom
escucha el ronquido del camión al arrancar. Cierra bien las puertas de la sala
vacía y va bebiendo despacio de la última botella de oporto. Poco tiempo
después se duerme. Media hora después, dulcemente, se apagará su vida.
Raimond Royuela, veintidós años, solo,
con los ojos llenos del coraje, dos termos llenos de café y el corazón de los
héroes que han muerto a su lado, atravesará con el Skoda atiborrado de libros
preciosos media Europa reventada, pueblos arrasados hasta los cimientos,
cementerios y cruces en muchas cunetas y Panzers que le parecía que en
cualquier momento comenzarían a echar humo y a escupir muerte pero que ya solo
eran chatarra, niños hambrientos que se le suben al camión, docenas de controles en los que parará
muchas veces mostrando documentos y visados y
su cara de mala hostia, de quien hace ya mucho tiempo que nada teme. No
tiene problemas en llegar por fin, cinco días después, a París. Al local
abandonado y destruido donde puede leerse en letras rojas sobre un fondo verde
El sueño de Salgari.
El Joven Raimond puso en marcha la
librería en poco tiempo, hizo afortunadas ventas. Conoció a una joven muchacha
llamada Terese. Comenzó a pensar que el mundo tal vez, en un futuro no
demasiado remoto, podía ser un lugar habitable. Cinco años después, un verano, regresó con su mujer a Praga.
En la casa del sabio Solom vivía ahora un funcionario del partido que le
recibió con amabilidad y deferencia. Le invitó a beber una copa de slivovice,
un licor de ciruelas, en la sala en donde había estado la biblioteca, ahora
dividida en dos por un tabique y convertida en un feo despacho con muchos
libros similares, encuadernados todos en tela roja o negra. Brindaron allí por
los camaradas muertos en la Gran Guerra
Patriótica y a él le salió sin querer la voz ronca y rota de entonces, de
cuando destruía tanques con granadas americanas y botellas de champán llenas de
gasolina y la metralleta pesada de los camiones de La Nueve. Y vio las caras de todos sus amigos muertos, anónimos, ya
olvidados. ¡Por la República, no pasarán!
Nadie le supo dar noticias del viejo Solom. Entonces, al regresar a París,
se acordó de aquella carpeta que le había entregado con tanto misterio el
viejo. La abrió. Leyó las cartas. Descubrió sus razones y no tuvo entonces
tampoco palabras en español, ni en
francés, ni en ningún idioma conocido para agradecerle ese otro regalo al sabio
judío André Solom.
(Fragmento de: "Cartas de amor que nunca escribiste")
(Fragmento de: "Cartas de amor que nunca escribiste")
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