martes, 18 de abril de 2017

"LA NUEVE" YA TIENE JARDÍN EN MADRID.


André Solom regresó por fin a la ciudad el doce de febrero del cuarenta y seis. Hace mucho frío en Praga. Todo ha cambiado.
Estás solo, cuando llegas a la casa, imaginas que estará quemada, destruida, revuelta, vacía. Sin embargo casi está intacta. Apenas se han llevado unas pocas cosas de valor, Los objetos de plata, las pequeñas figuras de marfil de morsa que coleccionaba Vadvlav. Cuando entras en la biblioteca, sin luz, en la penumbra de la tarde, sientes todo ese frío que ya nunca se te ha ido de los huesos y que te hace temblar aunque estés junto a un fuego. Bajas a la leñera y aún queda madera y carbón. Te parece increíble. Un milagro. Subes con mucho trabajo varios capazos de leña y colocas antes en la chimenea algunas revistas de Die Neue Weltbühne que tanto gustaban a tus hijos, sobre todo a Ariadna, porque venían artículos de Heinrich Mann y de Walter Benjamin. Esas palabras que tantas veces te leyó ante esta misma chimenea. A ella no le importará ahora que las queme para calentarme. Cuando se enciende el fuego y se prende por fin la leña, arrimas  uno de los sillones a la chimenea. Tienes que hacer un esfuerzo para no creer que en cualquier momento entrará Ariadna con diez años para subirse a tus rodillas y cantarte una nueva canción que ha inventado con las letras de una jarcha o Ariel para preguntarte de qué está hecha de verdad la materia y qué son los átomos o Vadclav disfrazado con ropas de esquimal fabricadas por él mismo gritando que quiere ir de vacaciones al Polo Norte. O tu mujer con un té verde en una bandeja de madera con dibujos de flores y una de esas canciones campestres alemanas en sus labios. Pero no hay nadie. El fuego no te calienta.

Tu hijo Ariel es ahora capitán del ejército de los Estados Unidos y ha sido él quien se ha movido para que los rusos por fin te suelten. Solom no lo sabe pero él ha participado en la fabricación de esa extraña bomba que ha hecho rendirse a los japoneses. Vadclav, el “tesorero de lenguas”, está muerto, enterrado en una fosa común fuera de la ciudad. Gracián, aquel chiquillo que se presentó en tu casa una mañana fría de abril con una carta de recomendación de tu amigo Ataulfo Plasencia y que adoptaste como a un hijo, murió en Madrid en una trinchera de la Ciudad Universitaria. Ariadna está encerrada en una cárcel, condenada a muerte, aunque tú crees que ha muerto también en esa ciudad cuyo nombre te suena a hogar. Ya no te queda mundo. Ni vida. Ni Praga. Cierras los ojos. Tienes todos los salvoconductos para atravesar Europa, viajar a los Estados Unidos y vivir los pocos años que te quedan en una casa confortable con un jardín lleno de buganvillas, rodeado de vecinos amables, cuidado por tu hijo Ariel, su mujer Pauline y dos nietos que ahora tienes y no conoces. Pero no vas a hacerlo. Ésta es tu casa. Tu vida. Tu ciudad. Guardas en tu memoria demasiada crueldad, demasiadas voces y gritos. Ya no puedes, no quieres seguir viviendo. Entonces recuerdas esas cartas.

Te levantas del sillón y buscas aquel gran libro de Alexander von Humboldt lleno de mapas y dibujos de animales extraños que tanto gustaba a Vadvlav. Ahí están las cartas. Intactas, cuidadosamente numeradas, ordenadas, protegidas dentro de la carpeta color teja de cartón fino en donde las metiste en la página en la que Humboldt dibujó un gran mapa de la costa de Brasil. El fuego comienza a calentar la habitación aunque tú no te das cuenta. Abres con cuidado la carpeta y lees la primera carta. Las primeras frases. Despacio. Muy despacio. No te cuesta meterte en el español antiguo. Has podido practicar el idioma en el campo de exterminio. Piensas en Gracián. Él debía estar leyendo ahora esas palabras, a él le entusiasmaba el Siglo de Oro. A pesar de tanta oscuridad y tanta miseria, a pesar de la Inquisición, la pobreza, la ceguera de un Estado corrupto y de una Iglesia tirana. Eso decía él. Debía ser Gracián quien leyera hoy estas cartas a tu hija Ariadna o ella a él frente a esta chimenea encendida, en esta biblioteca que guarda mucho del saber bello del mundo, un saber que no ha parado al Golem, que no ha impedido que “el mal” habitase Europa durante tantos años. El mal. Creías que el mal era solo un tipo ciego, un poco tontorrón, que solo luchaba por el bien de si mismo, de su familia, de su tribu, del mundo entero sin importarle que ese bien aniquilase a los demás o fuera impuesto. Un bien destructivo y sordo. Eso creías. Pero has visto al Golem. Sus ojos secos. Una forma de mal que no tiene lógica, ni misterio. Una forma de mal que ha destruido a millones de personas entre gestos de aburrimiento, convirtiendo la muerte en rutina cotidiana, burocracia eficiente, con la tranquilidad y brutalidad con la que se pasea por un bosque o se lee un bello poema. Has descubierto el mal en todas partes, hasta en tu propio corazón todas esas noches que deseaste morir y, pudiendo hacerlo con facilidad, no lo hiciste.

Sin embargo las palabras de las cartas de Teresa te hacen olvidar al Golem, borran “el mal” de tu memoria y piensas en la voz de Gracián y en la voz de Ariadna leyendo esos viejos papeles. Te suenan a ellos, a ese deseo que no podían disimular, a esa ternura que entrelazaba siempre sus miradas aunque estuvieran en silencio o discutiendo sobre el futuro o hablando de versos antiguos. Se amaban. Ellos tenían en su corazón todas las frases de Teresa y muchas más, una vida entera llena de palabras de amor por hacer crecer, nombrar, esconder, lanzar al mundo. Ellos. Gracián y Ariadna a la que crees también muerta. No puedes olvidar que una noche subiste al desván donde dormían y escuchaste sus voces, sus gemidos, su deseo. No te avergonzaste de escuchar. A eso suena la vida cuando estalla y rebosa de la copa del mundo, ésa es una de las músicas del amor. Agradeciste en silencio a los chicos el regalo. Bajaste muy despacio las escaleras para que no se sintieran sorprendidos.

Entonces se abre la puerta de la habitación y aparece un joven, casi un niño, vestido de soldado y grita algo en ruso, con una voz ronca que parece la de un anciano. Solom no le escucha, sigue leyendo. El desconocido grita más fuerte palabras que sin embargo el sabio no comprende. Se vuelve, le mira a los ojos y recita la última frase de Teresa.

Ven a mí dulce amor, toca mi piel  y hazme susurrar  como la brisa de mayo entre las cañas que hay junto al mar.

El militar, que había sacado la pistola, se acerca al otro sillón y lo arrima al fuego. Se derrumba en él como si su abrigo de soldado fuera de plomo y su peso insoportable. Joder viejo loco un poco más y te pego un tiro, pensaba que eras un ladrón o algo peor, pensaba que estabas quemando todos estos libros para calentarte de este puto frío de los cojones. Tiene cara de niño. Veinte años o pocos más. Sin embargo tiene la piel de la cara cuarteada, arrugas en los labios, los ojos enrojecidos, las manos grandes, nervudas, llenas de cicatrices y cortes recientes mal curados.  Puta mierda de guerra. Todo dios emperrado en quemar gente y en quemar libros. Joder. Puta mierda de nazis y de rusos y de la madre que los ha parido a todos que se piensan que los libros muerden o algo por el estilo. André Solom sonríe por el acento francés que tienen todas esas frases en español que casi le suenan tan bien como las palabras de Teresa. Lo mira a los ojos y ve en ellos un cansancio infinito, pero también una extraña inocencia, valentía, arrogancia. Adivina que el muchacho ha luchado muchas veces contra el Golem y de alguna manera, aunque tenga el corazón destrozado de dolor, lo ha vencido en todas ellas. Estoy hasta los cojones de tanto loco y de tanto iluminado. No te jode. Que vengo ahora de la comandancia para que me den por fin el pasaporte para volver a casa, a mi París y el tonto de los huevos me dice que hasta dentro de dos días no tendré el visado. Joder, hasta que no le he metido el cañón de la pistola hasta la campanilla no se ha dado cuenta el hijo de perra que tengo prisa. Que llevo muchos años limpiando de cabrones el mundo y ya estoy cansado, joder, cansado. No es tan difícil de entender. Cansado. Solom se levanta y se acerca a la librería que está junto a la puerta. Saca varias grandes biblias del siglo XVIII y mete la mano al fondo. Ante la sorpresa del joven aparece la pequeña puerta de un mueble bar secreto y saca una botella mediana. Rompe el protector de lacre e intenta quitar el tapón de corcho, pero no puede. El joven soldado da un grito, se levanta de un salto y extiende su brazo sin decir una palabra. El sabio le ofrece la botella. Él, con los dientes descorcha la botella y huele el gollete. Joder, joder, joder viejo cabrón, llevo tres semanas viviendo en esta casa y no he encontrado ni una gota y ahora me descubres que tienes aquí metida entre la palabra de Dios y su puta madre un botella de jerez que huele de cojones. Echa un trago largo, casi media botella sin respirar. Chasca la lengua, se limpia la boca cuarteada y rota con la manga del grueso abrigo ruso y luego le pasa a André Solom la botella. Él bebe un poco y siente cómo el suave licor le calienta por dentro y le hace sentir cómo vuelve el calor a su cuerpo. El jovenzuelo sonríe y unas lágrimas gruesas le resbalan por la cara pero no le borran la alegría de los labios. Vuelve al sillón cerca del fuego y se deja caer de nuevo como si tuviera sobre sus hombros un peso gigantesco que le vence. Vamos a ver viejo, tú quién eres. Quién cojones eres.

Es muy tarde cuando André Solom cierra los ojos. Antes ha echado más leños a la chimenea. Por el suelo hay varias botellas vacías de oporto, malvasía, jerez, Málaga, Retsina. El joven soldado ronca. El anciano admira su abandono, ese cansancio infinito que le ha marcado la cara para siempre, esas manos heridas en todos los lugares de Europa. Todos esos nombres de todas las ciudades que ha liberado, de todos los amigos muertos, de esos españoles que le han acompañado y le han enseñado el idioma, a luchar, a sobrevivir aunque ninguno haya quedado con vida de aquellos treinta que  empezaron con él en Normandía, que entraron con él en París y le siguieron por Alemania y Austria hasta el Nido del Águila. El chiquillo ha matado a muchos hombres y a muchos les vio el último chispazo de vida en los ojos azules cuando apretaba el gatillo de la ametralladora a tres pasos o removía la bayoneta en sus gargantas. ¿Y qué eras antes de soldado? El jovenzuelo protesta. Era no, soy, sigo siendo, eso seré cuando regrese a París, lo que fue mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi tatarabuelo, un puto librero, eso soy, un librero orgulloso. Y ahora más. Tú no sabes qué empeño tiene el mundo en quemar a la gente que piensa, a la gente que escribe libros y a los libros mismos. Joder que plaga, que peste, la hostia. Cuando entré en París con mis amigos españoles encima del camión “Guadalajara” lo primero que hice fue ir a la casa de mi padre que estaba encima de la librería. Pero todo estaba vacío, quemado, destruido. No sabes la mala hostia que se me puso. En español se dice así, ¿sabes? mala hostia. Se me puso una mala hostia de cojones. Encima luego alguien me disparó desde un tejado de enfrente, un cabrón, otro cabrón. Tuve suerte, el tiro me entró por debajo de la clavícula. Salí corriendo, entré en la casa, subí los cuatro pisos con la pistola en la mano y le pillé en bragas, mirando hacia la calle. Le chisté y según se daba la vuelta le pegué un tiro en los cojones y ahí le dejé. No me molesté ni en rematarle. Qué hijo de perra. Esos hijos de perra habían matado a mi padre y le habían quemado su librería. Ya me dirás tú qué mal hace un librero. Joder qué puta guerra. ¿Tienes más vino? Y luego me dice ese cabrón de chupatintas que no tengo aún el pasaporte ni el visado. Joder que mala hostia se me ha puesto. Solom se ríe. Le gusta como suena el español, aunque el chico blasfeme tanto y arrastre por la garganta las erres. Bueno ¿cómo te llamas? El soldado apura la primera botella. Y mira perplejo a Solom. Me llamo Raimond Royuela. Teniente del ejército de la Francia Libre. Y tengo la Legión de honor y L’Ordre de la Libération y otras putas medallas que he ido vendiendo por ahí. Llegué hasta aquí pegando tiros con los yanquis y los rusos hace ya dos años pero como soy comunista me han dejado quedarme por aquí. Digamos que me he encoñado de una rubia estupenda. En español se dice así, encoñado. Aunque me acaba de dejar y ahora quiero volver a casa. Así que todo esto es el pasado. Ya solo soy librero. Por eso me quedé a vivir en esta casa, porque había muchos libros y me sentía bien. Nuestra librería se llamaba El sueño de Salgari y está muy cerca de Notre Dame, casi enfrente. Pero soy un librero sin libros y sin dinero.  André Solom contempla al chico. Bueno, todo puede arreglarse. Te propongo un trato. Digamos que yo te vendo toda mi biblioteca. El soldado se levanta y apura la segunda botella. No me ha escuchado, estoy sin blanca. Se dice así en español, sin blanca. Gracias a que me dan comida en el cuartel que hay junto al río que si no ya me había muerto de hambre y de frío. Porque vaya puto frío que hace en este pueblo. Solom desea sonreír, tal vez lo ha hecho. No importa, digamos que ya me lo pagarás cuando estés en París. Tengo ahí, detrás de las botellas, algunas joyas de mi mujer. No te darán mucho dinero pero sí el suficiente para conseguir un buen camión y para que puedas llevarte toda esta biblioteca a tu librería. Muchos de estos volúmenes tienen valor si das con las personas que saben apreciarlos. Por algunos te darán incluso una pequeña fortuna. El soldado se queda en silencio. Luego se levanta de nuevo y se acerca hasta el escondrijo de las botellas para coger otra. Vuelve al sillón, la descorcha y antes de beber se la ofrece al viejo.


Ahora que le ve dormir la borrachera junto al fuego, sin haberse quitado el grueso abrigo, le parece aún más joven de lo que es. Solo entonces habla en sueños palabras en francés y su voz cambia. Te parece casi la voz de un niño, un chiquillo que vuelve del colegio y recita su lección antes de entrar en casa. Voyez, près des étangs, ces grands roseaux mouillés. Voyez ces oiseaux blancs et ces maisons rouillées. La mer, les a bercés le long des golfes clairs et d'une chanson d'amour. La mer a bercé mon cœur pour la vie… Al día siguiente cuando el joven se despierta apenas balbucea unas palabras. Sale a la calle y vuelve a la media hora con un termo de campaña lleno de café muy fuerte y dulce y un gran paquete lleno de hojaldres de miel y piñones.  Solom le escribe un contrato de compraventa y firma en cada una de las hojas del libro de registro que tiene su ordenada biblioteca. Beben juntos en silencio el café y devoran los dulces. El sabio saca después del fondo del botellero una caja de madera tallada en la que hay unos anillos y algunos broches con perlas. Cómprate un buen camión y búscate a alguien que te ayude a empaquetar la carga. Al atardecer volvió el chico con un Skoda 706 lleno de cajas de madera vacías y dos soldados checos. Con delicadeza de librero el joven soldado fue llenando cada caja despacio, clasificando los libros por autor, años de edición, idioma, materias. Tardó casi dos días con sus noches en llenar todas las cajas y vaciar por entero la biblioteca. Solom mientras tanto apenas se levantó del sillón junto a la chimenea que el soldado se cuidaba de mantener encendida.

El viejo contempla cómo va desapareciendo su gran biblioteca. Las estanterías vacías van convirtiendo la habitación en un lugar distinto, feo, extraño. Pero a él no le importa. Sabe que sus libros volverán a la vida en otros ojos. Se han salvado del Golem y ahora merecen seguir en el mundo, asombrar a otros lectores en otras ciudades en otro tiempo. El joven librero entra en la sala con una nueva carga de leña que coloca con cuidado en el hogar. André tiene  en las manos la carpeta de cartón color teja con las cartas de Teresa. Bueno, esto léelo cuando tengas de nuevo la librería en marcha, cuando te enamores y sientas de nuevo que el mundo puede ser un lugar habitable, aunque ahora te parezca imposible. Raimond Royuela toma la carpeta y abraza al anciano. No tengo palabras. Me cago en dios, viejo. No tengo palabras. Y era verdad. El joven soldado no encuentra palabras en español para demostrar agradecimiento a ese extraño que ahora entre sus brazos le siente tan frágil y delgado. Solom escucha el ronquido del camión al arrancar. Cierra bien las puertas de la sala vacía y va bebiendo despacio de la última botella de oporto. Poco tiempo después se duerme. Media hora después, dulcemente, se apagará su vida.

Raimond Royuela, veintidós años, solo, con los ojos llenos del coraje, dos termos llenos de café y el corazón de los héroes que han muerto a su lado, atravesará con el Skoda atiborrado de libros preciosos media Europa reventada, pueblos arrasados hasta los cimientos, cementerios y cruces en muchas cunetas y Panzers que le parecía que en cualquier momento comenzarían a echar humo y a escupir muerte pero que ya solo eran chatarra, niños hambrientos que se le suben al camión,  docenas de controles en los que parará muchas veces mostrando documentos y visados y su cara de mala hostia, de quien hace ya mucho tiempo que nada teme. No tiene problemas en llegar por fin, cinco días después, a París. Al local abandonado y destruido donde puede leerse en letras rojas sobre un fondo verde El sueño de Salgari.

El Joven Raimond puso en marcha la librería en poco tiempo, hizo afortunadas ventas. Conoció a una joven muchacha llamada Terese. Comenzó a pensar que el mundo tal vez, en un futuro no demasiado remoto, podía ser un lugar habitable.  Cinco años después, un verano, regresó con su mujer a Praga. En la casa del sabio Solom vivía ahora un funcionario del partido que le recibió con amabilidad y deferencia. Le invitó a beber una copa de slivovice, un licor de ciruelas, en la sala en donde había estado la biblioteca, ahora dividida en dos por un tabique y convertida en un feo despacho con muchos libros similares, encuadernados todos en tela roja o negra. Brindaron allí por los camaradas muertos en la Gran Guerra Patriótica y a él le salió sin querer la voz ronca y rota de entonces, de cuando destruía tanques con granadas americanas y botellas de champán llenas de gasolina y la metralleta pesada de los camiones de La Nueve. Y vio las caras de todos sus amigos muertos, anónimos, ya olvidados. ¡Por la República, no pasarán! Nadie le supo dar noticias del viejo Solom. Entonces, al regresar a París, se acordó de aquella carpeta que le había entregado con tanto misterio el viejo. La abrió. Leyó las cartas. Descubrió sus razones y no tuvo entonces tampoco palabras  en español, ni en francés, ni en ningún idioma conocido para agradecerle ese otro regalo al sabio judío André Solom.

(Fragmento de: "Cartas de amor que nunca escribiste")

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