lunes, 10 de septiembre de 2012

PAELLA Y TORMENTA




Hice el sábado un arroz en paella con boletus secos y todas las verduras que nos regaló el verano. La paella no  tiene ningún misterio más que seguir las proporciones y los tiempos y ni siquiera eso. Saboreaba los granos del arroz mientras la tarde se iba llenado de perezosas nubes de tormenta y me sentía muy a gusto en silencio, arropado por las alabanzas de los amigos y su interés por el socarrat. Degustando el frescor de la cerveza fría y el secreto de cierto pequeño éxito personal que no quise anunciar.

La paella en el campo tiene esa virtud, la de hacernos recordar, o descubrir de nuevo, que lo más valioso de la vida y lo que más feliz nos hará al recuperarlo luego de la memoria son esos días compartidos con lentitud y amigos, ofreciendo alimentos sencillos y cerveza helada en abundancia, sin justificaciones, ni obligaciones, ni prisas, sin necesitar demostrar nada, ni hablar de más.

Frente al resto de los hombres, yo hago la paella sin ceremonia ni rito, sin sentir que soy maestro de nada, sin guardar ningún secreto, ni impartir lección alguna (porque así me lo enseñaron las mujeres, Ángela, Magdalena, Sara, Emilia, Susana…), las paellas se hacen solas más o menos y uno está allí sólo para contemplar cómo el arroz seco y soso se convierte en manjar y en alimento sin que el cocinero haga otra cosa que remover un poco el sofrito, medir sin mucha precisión caldos y semillas, enredar o jugar con el fuego y luego esperar unos veinte minutos a que el arroz pierda su alma resistente y se llene de los sabores íntimos del verano que concentran en sus colores las verduras. Otros hacen o quieren hacer de cocinar una paella una lección de magia y poderío, de cocinismo y ciencia. Pura filfa, puro teatro del absurdo que sólo sobrecoge y es admirable para quién no tiene ni idea del asunto o no vio hacer la paella a una mujer.

Sólo me faltó amasar en el mortero un ali-oli, pero nadie se dio cuenta de este fallo.

Llegó luego la noche y la tormenta. Cada chispa de luz y cada trueno, cada bocanada de ozono y de agua gorda me limpiaba de ceniza la memoria y dejaba brillantes los tesoros de la memoria de todos sin saberlo.


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