(Fotografía de Toni Grimalt)
No tengo
remilgos ideológicos, soy de la cosa extrema de la izquierda más pacífica, sensata
y ácrata que se pueda esperar. Ni tampoco remilgos culinarios, como extremeño
de origen, curioso de cultura, merodeador de los mercados del mundo y de todas
sus periferias. Tampoco tengo remilgos literarios siempre que no me aburran
metafísicas, retóricas violetas o ajados soplagaitas. Pero no te digo nada de
esto por prudencia o distracción o porque estoy ocupado en otros territorios de
tu geografía política. Me gusta el sexo oral, de obra y de palabra, tal vez más
que el sexo con otras partes del físico y el psíquico. A los glotones nos pasa
que si no tocamos todo con la lengua, si no catamos el sabor del mundo con la
boca, el guiso se nos queda pobre, corto, soso, demasiado sublime.
Así que después
del postre preparo una comida de esas que hacen huir a las amantes o las
enamora para siempre con las malas artes hechiceras de los guisotes turbios y
caníbales. Bien limpitos y cocidos los callos y los morros con su punta de
chorizo, pimiento rojo, cebolla, puerro, zanahoria, comino y demás
colorines, separo el alma del cuerpo, las carnes de las verduras. Mezclo
callos y morros con los garbanzos (también medio cocidos en caldito de huesos
de rodilla, laurel, tomillo) y añado las verduras pasadas por el chino más un sofrito rojo de
tomates secos hidratados con amor y triturados, tomates frescos y rojos, ají y ajo. Dejo entonces
que el fuego entrelace un rato los sabores y bajo a comprar pan y vino para
este plato rotundo y consistente.
¿Te habrás
largado por el tufo?, ¿aguardarás a mesa puesta para lanzarme un insulto por mis gustos
orales y visceráneos?, ¿o serás de las que están en el secreto de que amar y
comer y hasta escribir requiere de extremismos y de pringues?
Subo en el pan
caliente, el vino fresco, el alma en vilo. El guiso estará ya en su punto, espeso,
picante, pringable, raro, delicioso; espero que contigo.
(Fotografía de Emily Burns)
Que rico, es como cuando mi madre los hacía y nos reuníamos en mi casa todo el tropel de mis primos a relamernos los dedos pringosos de mojar pan en la salsita del menudo. Y cuando les ponía manitas aquello era el delirio. Que tiempos aquellos, los dias de menudo eran una fiesta. Por entonces no sabíamos que era una pizza o una hamburguesa.
ResponderEliminarAsí es. No le puse manitas, aunque me encantan. El pringue siempre es lo mejor. Es un plato de crisis, o de lujo... según se mire. Gracias A.
ResponderEliminarrico rico
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