Se asa sobre las brasas un chicharrón trenzado y entra su olor y el humo hasta la tienda. También he hecho un tiradito de surubí con ají amarillo y un poco de maíz tierno.
A veces, no
siempre, hay belleza en las palabras escritas o dichas o imaginadas.
Y hay quien
las aprecia y saborea. Y hay quien las escucha y las ignora. Y hay quienes no
conocen su terciopelo y su filo. Y hay quien sienten solo ruido y molestia.
Igual en la
cocina, ante las sartenes y los fuegos, ante los guisos y las salsas. Hay quienes
pasan de largo. Y hay quienes acarician, antes de que nazcan, los sabores.
Yo no sabría
vivir sobre el silencio y la hoja de lechuga, sin mis lecturas y mis sopas, sin
tu forma de leerme y de comerme.
¿Cuál es mi sabor? Preguntas
ahora tú. Pero no puedo usar las semejanzas, ni las metáforas, los símiles ni
las equivalencias. Pruebo otra vez, saboreo despacio. No te digo que sabes
igual que me saben a veces muchas de las palabras que están escritas hace
muchos años, que escribieron otros que ya no están, que se pronunciaron hace siglos
en otras lenguas por otras bocas en otros libros y otras ciudades. El viento sube fresco
a la colina e imagino que suena la música guaraní que guardan estos adobes y
estas piedras, las ruinas son hermosas y el Paraná y el Yacuy Guazú no queda lejos. Esta mañana he pescado allí dorados y un surubí y he sentido
como su piel de oro y su piel de tigre estaban llenas de palabras muy antiguas.
Por eso ahora, antes de que salgamos a devorar el asado o a que nos devoren a
nosotros los zancudos, busco en tu piel el sabor preciso de todas las palabras
que te visten, pruebo tu sabor, degusto tu carne, leo entre tus pliegues con
los ojos cerrados. El asado debe estar ya en su punto pero antes, como
entrante, estas cervezas y tú. Festín de silencio, salazón de palabras y zumo
de tu cuerpo.
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