(Ilustración Margarita Surnaite) Me asombra cuando siento que va envejeciendo mi piel, pero no mi forma de mirar. Mis ojos brillan igual que siempre cuando escucho The Bridges Madison County, cuando caen los primeros rayos de la mañana sobre el chaco “la Vená” y lanzo en lo más hondo mis ninfas, cuando se va cuajando la tortilla de patata y el hambre se entretiene mientras tanto con unos pequeños sorbos de buen vino, cuando alguien me dice que me quiere y no utiliza las palabras, cuando mi hijo se levanta muy temprano para acompañarme al campo a buscar boletus. Me asombra que no se rompa la belleza del monte que baja hasta la garganta desde Collado en esos días en los que florece el orégano y los helechos tienen un verde casi fosforescente, o el sabor del arroz cuando se ha producido la alquimia de la paella y comienza a tostarse por abajo, cuando las manos acarician esa espalda y sentimos que no somos nosotros los que seguimos columna abajo, con los ojos cerrados, hacia los lugares más sabrosos de la historia. Me asombra casi todo lo que una vez me asombró al descubrirlo, el sabor del té rojo con cardamomo, de la cerveza negra de la Ardosa, del vino de Jerez en la Venencia, del agua del venero que bebo siempre a morro, de un verso de Kavafis, de un tomate maduro que me regalan, unos labios dormidos, unas sábanas limpias, una libélula roja que se posa en mis manos, por un segundo, sin saber que se quedará tantos años embelleciendo mi memoria. Me asombra, hoy, el sabor de un helado, del café, de la tarde, del aire que nos damos, de imaginar un viaje al invierno. La vida nunca aburre. Dicen que el asombro es a la vez rasgo de inteligentes o de idiotas, pero vivir, de nuevo, aquello que da placer o es placentero, nos permite comprobar que no soñamos, que es real, repetible e igualmente gozoso. Volver de nuevo a un sabor, a un vino, un guiso, un cuerpo, un río, un recuerdo, un camino, una ciudad y tocar otra vez ese asombro de tontos o de sabios.
Como el guiso de la sopa de tomate que devoré ayer, su perfume a comino, la sabrosa acidez del tomate maduro, del pimentón ahumado, del pan de hogaza, del machado de ajo y del huevo escalfado. Un guiso que tiene más de cinco siglos. Y asombrarme, otra vez, de cómo la sencillez es a veces perfecta.
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