(Foto de Konstantin Alexandroff) Debe haber ahí
fuera cuatro palmos de nieve helada y el termómetro marca menos veinte grados
pero lo que más me impresiona es este silencio y luego, a eso de las cinco, el
sonido de las ruedas de clavos por el camino y los tres pares de alógenos de tu
coche rompiendo la penumbra de la tarde y asustando a los abedules.
Me hablas de
la ciudad, de los líos de la oficina, del nuevo edificio, del alce que se te ha
cruzado en la curva del puente viejo. He
traído el paquete que enviaron de España con el vino y el pan. Estoy haciendo una
sopa de cachuelas.
Te quitas la
ropa de mujer seria, coges mi cebollero preferido y me dices ¿te ayudo a cocinar?
Preparo una
ensalada de pepinos agridulces, manzanas secas y salvelino ahumado.
Abro el vino.
Cierro los ojos. Me sirvo una copa abundante. Sabe a otoño verde, a madera ahumada, a cerezas secas, a zumo de granada. ¿Por qué el buen
vino, siempre, evoca tantas cosas?
Sofrío en un
poco de aceite de oliva los dados de hígado de cerdo que antes he adobado
ligeramente con pimentón. Los retiro y añado la pequeña cebolla tierna muy
picada. Cuando está blandita pongo en la cazuela los tres tomates rojos sin
piel y sin pepitas cortados en dados pequeños, cinco minutos después vierto un
vaso de agua al que he añadido un diente de ajo machado, la sal y un puñadito
de cominos. Por último sumerjo en el guiso los dados de hígado, dos vasos más
de agua y dejo cocer despacio al amor de la chimenea largo rato. En el momento
de servir, en una fuente honda llena de pan asentado, cortado en finas lonchas
vierto la sopa. Acompaño este guiso con unos pimientos secos y después fritos
unos pocos segundos para que queden muy crujientes.
Son las seis y
ya es noche cerrada. Me preguntas si esta sopa es típica de España y que
significa "cachuelas". No lo sé, yo la
aprendí en un pequeño pueblo del suroeste que está en un valle fértil y muy
verde en el que se cultivan los cerezos, el tabaco, los pimientos, los higos,
las castañas. Un pequeño valle lleno de gargantas de agua limpia y de robles
sabios. No le digo que el sabor de esta sopa me recuerda a mi infancia. Salgo
a la noche helada a fumarme una pipa. Te
vas a congelar. Esta noche tan serena puede que baje el termómetro a treinta
bajo cero. Nunca pensé entonces, con quince años, que iba a cocinar hoy tan
cerca del círculo polar y que escribiría durante horas mirando a un bosque
dormido, que me gustase tanto el frío, la nieve, el silencio. Dormir bajo una
manta de piel y soñar despacio con los olores verdes de abril en un pequeño
valle del sur. Te acaricio y me alegro que hayas dejado el cuchillo cebollero
en la cocina.
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