(Ilustración de Oriol Jolonch) Encima del gran tocón viejo y
pulido, la navaja pinchada, las viandas, el pan, la bota vieja y llena, el
fuego chisporreteando por la grasa de las morcillas y las palabras sabrosas. Y
entre las brasas, hago codornices al barro.
Los nómadas tenemos un defecto.
Amamos para siempre, aunque nos pese, aunque el tiempo desgaste las montañas y
la vida cambie la forma en que tocamos la intemperie, la voz para callar, la
fuerza antes incansable de las piernas o el filo de los dientes. No olvidamos.
No dejamos. No mentimos, cuando el corazón o el hambre escribe el nombre nada
lo desgasta, ni lo pierde. A veces, tantas veces, la vida cambia a quién amamos
igual que a veces cambia el sabor de la fruta que tanto nos gustaba, extinguido
lo antiguo, la sazón sabrosa, el brillo al mirarnos cerca o lejos, de esa piel
que fue nuestra sólo a veces.
No he perdido ningún placer, no
aborrezco ningún alimento que me guste, no odio los sabores que alguna vez he
amado, no olvido ni convierto lo que una vez fue golosina en rancia raspa, no
ha madurado mi paladar, ni mi ideología, ni mi forma de amar, tiene el mismo
sabor a vino joven, tinto, afrutado y fuerte, del que no da miedo beber
despacio una pinta y repetir sin temer a la resaca, aunque la haya.
Los nómadas sabemos sobrevivir en
los caminos nevados con un puñado de higos con nueces, la navaja pequeña de
repartir el pan y el abrigo viejo que heredamos de otro. Y en un descanso, en
un refugio como este, ante el fuego y el tiempo de la noche, describimos que
sabor tenía hace ya tiempo la belleza, su voz de sirena cuando hablaba en
sueños, el tacto de estufa templada de sus palabras cuando éramos nosotros los
arropados por su fuego. Es un defecto, lo sé. Olvidar es de humanos, es sano,
terapéutico, práctico, pero para los nómadas olvidar es la forma más dura de la
muerte, por eso amamos para siempre, porque sabemos el secreto, la mentira
callada de quien duerme en el confort de su discurso brillante y su casa
segura: que la vida, en el camino, es muy corta y ya que no atesoramos riquezas,
guardamos para siempre la memoria. Porque “para siempre” es nada, puñados de días como agua y siempre
escasos. Pero no hay temor alguno en esta escondida certeza sino todo lo
contrario, placer para vivir, en el vivir, sobre vivir.
Ahí fuera llueve fuerte, me pasan
el pan, la cecina roja, los tomates secos, la bota de vino templado que sabe a
siempre. Y yo paso los orejones dulces, las nueces, las castañas, los higos, la
morcilla de calabaza que ahora asamos, el licor de cerezas que llevo en mi mochila.
Comienza noviembre, ya hay nieve arriba.
He limpiado las codornices y las
he rellenado el vientre de menta fresca y pequeños pedazos de melocotón seco.
Las he salpimentado y envuelto en una hoja de col y luego, con arcilla
corriente, vale la de modelar, he fabricado un pequeño baúl para meter cada
codorniz. Bien sellados los cofrecillos los he colocado al amor de las brasas
para que se hagan. Basta media hora. Luego rompemos el baúl de barro duro con
una pequeña piedra y a comer, sobre el tocón, con los dedos.
Es un defecto, nadie es perfecto.
Pero en el camino, para los pocos nómadas que quedan, es un lujo olvidar, dejar
de amar, de apetecer ese alimento que antes nos hacía brillar los ojos de
glotones. Nunca.
Quien
olvida el hambre, o el sabor de un alimento que una vez fue preciado o el de un
cuerpo que una vez fue mordido con intención golosa, no es de esta estirpe, que
se largue de aquí a su casa con tele, microondas y alarma. Para nosotros y
nosotras es el inmenso lujo de este fuego de hoy y de esta larga intemperie.
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