viernes, 2 de diciembre de 2011

GUERRA DE MORCILLAS


Y fue entonces, un día cualquiera, muchos años después, cuando casi nos chocamos al doblar una esquina. Así es Madrid, traidor y malicioso. Tras el choque, como eran ya casi las siete nos fuimos a tomar una cerveza. Esa fue la excusa para mirarnos a los ojos y comprobar si el tiempo y la distancia habían hecho los estragos suficientes. Después de los ojos fueron los dedos durante la cena y más tarde tuve por delante muchas noches para ir recordando como eras. A esta edad, pasados los cuarenta, los amigos y las amigas vuelven a creer en fantasmas, hombres del saco, sacamantecas, monstruos de pesadilla que tienen nombres extraños y aterradores: cáncer, infarto, hipertensión, colesterol, alopecia, menopausia y algunos piensan que ya no queda tiempo. Entonces toman prestada la ropa de sus hijos o sus hijas, se apuntan a un gimnasio y comen ensaladas, follan con algún cuerpo quince o veinte años más joven y compran cremas que valen su peso en oro, engullen potingues con gingseng y se gastan los ahorros en un deportivo o un poco de cirugía.

Distancia. Durante veinte años seguimos escribiéndonos cartas sin volver a vernos nunca. Construimos un mundo paralelo de cercanía que temíamos romper si volvíamos a estar frente a frente. Eso es la distancia. Eso y nuestras diferencias ideológicas en torno a la morcilla que ahora nos separa, precisamente ahora que no podemos estar más juntos, ombligo con ombligo. No fue difícil para mi coger cuatro pantalones  y volver a tu casa. No fue difícil para ti dejarme una de las habitaciones de tu vida con derecho a cocina. A veces la vida es así: fácil, simple, dulce. El mundo es ya bastante cruel y complicado como para que dos amantes cuarentones no sepan como hacer del amor un lugar confortable y con chimenea en el que quemar el tiempo. Pero no está bien dar en las narices a los lectores con nuestro amor, por eso quiero contar nuestra batalla, esta lucha cruel y despiadada sobre el verdadero ser de las morcillas, ese choque de civilizaciones, de culturas y de memorias.

Tu ideología seguía siendo la ortodoxa y antigua cultura del arroz y la sangre; la mía la de la calabaza y el pimentón, solo teníamos en común el tocino.


Nada que ver esa cosa gorda, oscura y negruzca que fríes en la sartén apestando la cocina con mi elegante morcilla anaranjada que se asa en la chimenea. Pero tú te empeñas es decir una y otra vez que eso no-es-una-morcilla sino una especie de sobrasada, una pasta informe de color escandaloso que los extremeños os empeñáis en meter en una tripa para darle forma de embutido. No he querido contarte ni traer aún a casa esas otras morcillas de mi tierra, la patatera o la mondonga con trozos innombrables del cerdo, sangre y pimientos rojos secos. Pero todo llegará.
Hasta buscaste la definición de la Real Academia y me la pasaste por las narices. Mira, lee. Morcilla: Trozo de tripa de cerdo, carnero o vaca, o materia análoga, rellena de sangre cocida, que se condimenta con especias y, frecuentemente, cebolla, y a la que suelen añadírsele otros ingredientes como arroz, piñones, miga de pan, etc. Como si los Académicos hubieran visto alguna vez en su vida una morcilla de verdad.

Te digo. En esta morcilla está América entera, el ingenio que da el hambre, miles de años de domesticación de calabazas y pimientos y otros miles para convertir un animal salvaje como el cerdo en totem de la abundancia. La preparación es simple, se cuece y escurre la calabaza limpia, se mezcla con el gordo y la panceta muy picados, el pimentón, la sal, el orégano, un poco de azúcar y se entripa la mezcla. Se atan entonces las morcillas en manojos y las ponemos  a ahumar en chimenea antigua y leña de encina. Y el resultado es este una morcilla riquísima que da color al pan y satisface casi todos los apetitos. Una morcilla que evitó muchas hambres en mi tierra y que ha viajado durante muchos años por toda Europa y todo el mundo en las maletas de cartón de los emigrantes y en las cajas que les enviaban desde los pueblos a pesar de la peste que dejaban esos paquetes de viandas en todas las oficinas de correos del mundo. Pero tu niegas y reniegas. Si, muy rica. Pero no es morcilla. La morcilla tiene que tener arroz y sangre y esta no tiene ni lo uno ni lo otro.

Tiempo. A veces descubrimos que se puede saborear el tiempo, que las horas tienen gustos diferentes y los minutos pueden paladearse a sorbos pequeños como este vino que has rebuscado en tu bodega. Sales al jardín con un vestido de telarañas, dos vasos pequeños en una mano y una botella oscura llena de polvo con una etiqueta amarillenta en la que hay un fecha escrita con trazos gruesos y letra infantil.  Hablas sin mirarme a los ojos, concentrada en romper con cuidado el tapón de lacre sin agitar la botella. Pinchas con cuidado la aguja del sacacorchos en el tapón ennegrecido, haces girar la espiral.

Me despierto despacio. Abro los ojos y me encuentro con tus pies. Eras una de esas cuarentonas deseables que te la ponen tiesa solo con la conversación y ese brillo en los ojos que dicen: chico, que pena, tienes cuarenta años y aún no has echado el polvo de tu vida. Descubres después que era verdad y que no hace falta tener un culo de piel de melocotón y una tetas de medio limón para que gimas como una bestia mientras te corres mirando esas pupilas que no se cierran sino que están clavadas en las tuyas para subir contigo a donde haga falta, te meten el dedo en el culo igual que has hecho tu para sacarlo en ese momento muy despacio mientras los labios dicen esas cosas que todos quisimos oír con quince años. Nos despertó más tarde el chillido de una urraca posada sobre el tilo, hacia ya frío y nos acurrucamos juntos tapándonos los costados descubiertos con los flecos de la hamaca. Mi abuela me diría que te cazara de inmediato, un hombre que cocina, una alhaja. Y yo.  La mía me recomendaría que te conquistase como fuera, una mujer que sabe guisar, una especie en peligro de extinción. Y tú. Mañana te haré un arroz con leche, receta de la abuela. Y yo me sentí dichoso, bendecido por tí, mucho mejor que cuando alguien que deseas y amas te dice que te quiere mientras abre su cuerpo sin demora. Que fácil es a veces descubrir que la felicidad solo es eso, un puñado de arroz cocido en leche dulce, un platillo pequeño lleno de nácar espeso y fresco adornado con un palo de canela y una corteza de limón  que tu me ofreces por nada. Entonces entiendes aquello de haber cambiado un mundo por un plato de lentejas, porque el mundo inmediato y auténtico es ese, el del sabor intenso de un guiso de lentejas o de un arroz con leche. Vamos a dormir, yo te prometo mañana para desayunar unos huevos fritos con torreznos.

Pero no penséis que todo es hoy plenitud y amor. Nuestra feroz pelea resurge de cuando en cuando. Hay gritos, burla, reproches, morcilla de calabaza contra morcilla de arroz, dos mundos enfrentados, dos opuestos, una guerra. Tú nunca podrás convencerme que ese cilindro negro lleno de arroz y sangre puede ser algo remotamente comestible. Yo nunca podré obligarte a nombrar como morcilla esa pasta anaranjada que suelo añadir como ingrediente secreto, sin que lo sepas, a algunos de los platos que te gustan tanto. ¡Que te den morcilla!.

2 comentarios:

  1. Hoy mientras venía a trabajar, con caras del corredor del Henares, y la mía mucho más, con un frío metido en los huesos, y un miercoles de una semana rara, he pensado a ver si gastropitecus ha escrito algo para disfrutarlo esta mañana...

    A veces los deseos se cumplen

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  2. Gracias Su. El tiempo anda difícil, pero siempre está bien discutir por los grandes dilemas del mundo, por ejemplo sobre morcillas y "chorizos nobles"....

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