(Pintura de François Maréchal)
Camino deprisa
a una reunión y bajo caminando por un pequeña calle por la que me gusta tanto pasar
siempre. Allí, en la galería Orfila, me hace frenar en seco un pequeño cuadro
de François Maréchal. Pienso en la triste utilidad decorativa de la pintura en nuestra
sociedad, cuando el arte, sus utilidades, siempre tuvieron voluntad de ser
otras: deslumbrar, hacer reír, desagradar, proponer una historia, incitar a la
protesta, al amor o a la vergüenza. Pero el debate sobre esta utilidad es
infinito y yo me quedo hoy con la capacidad para incitar al apetito que tiene
este pequeño cuadro expuesto en el escaparate de una galería aún cerrada a las
nueve de la mañana de este viernes extraño, mientras Europa se hunde muy
despacio y se derrumba también lentitud una sociedad sumisa, incrédula,
perpleja y torpe.
Un plato de sencillas
anchoas. Puedo olerlas detrás del cristal. Siento que ensalivo como el perro de
Pavlov y que ensaliva mi memoria, el hambre, las ganas conversar con la
voluntad del artista de concentrar con unos pocos trazos y unas sabias manchas
de color un mundo tan ancho, vivo y placentero.
Se muestran al
hambriento espectador dos tipos de anchoas, ambas untuosas, saladas, perfectas
en su punto de madurez y tiempo. Camino deprisa a la reunión pero ya no estoy
en esta ciudad sino en un pequeño bar, tal vez de Comillas, de Sanlucar o de
Denia, de Normandía. Huelo la marea, la salazón en el plato, la espuma de la
cerveza, el placer de sentirme desposeído, nómada, inseguro, perdido… y sin
embargo tranquilo y en paz con todos. Porque nunca fui desleal, ni flexible, ni
cobarde, porque siempre fui fiel a una forma de ver el mundo tan poco gregaria,
tan poco ambiciosa, tan dudosa. Porque no traicioné, no cometí infamias, ni
robé. Porque no amé otro oficio que el de jugar con las palabras, el de caminar
lejos o el de saborear la memoria de las personas que amé y de los guisos y
alimentos que me dieron al pequeña felicidad de su sabor y si ciencia.
Agradezco hoy
al artista estas anchoas. Espero que no decoren ninguna casa sino que sirvan
para evocar en muchos momentos a su poseedor la intima felicidad de la memoria
de quien sabe que las anchoas en salazón son más importantes para nuestra
historia o nuestra vida que la carroña legendaria del Cid, que la grandilocuencia
absurda de los gobiernos, que la extraña actualidad que nos ahoga, que las
primas de riesgo o los discursos “filonazis modenados” de los que arruinaron el
mundo y ahora se sienten, además, salvadores sin culpa.
Saboreo las
anchoas, la amarga cerveza, la mañana junto al mar, el tacto de este tiempo (aunque
ahora vaya deprisa y sólo por la ciudad). El mundo se derrumba pero esta
pequeña pintura de un plato de anchoas nombra que la felicidad es fácil,
barata, poco suntuosa. Que un cuadro vale más que mil cadenas de televisión
para explicar el mundo de verdad, el nuestro. Que el escaparate de una galería
de arte puede enseñar con mimo, claridad y sin trampa que lo que se acaba o se
derrumba es otra cosa, pero no nuestra vida, ni nuestra cultura, ni nuestra alegría
de vivir. Almorzaré hoy unas
anchoas con pan y nada más.
Gracias
Antonio, Merci François.
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