(Foto de Ana Maestre) Vuelvo al
arroz como al lugar donde he sido feliz. Un arroz nómada de conejo y setas que
sazono con un sofrito de tomate, cebolla y una punta de pimiento verde
cornicabra. Vuelvo al arroz de grano bomba embebido con todo el sabor de monte
y de la infancia. Primero dorar los ajos en buen aceite, y luego el
sofrito lento con las verduras en
picada diminuta, después rehogo el arroz y añado el conejo deshuesado que antes
cocí con zanahorias, laurel y vino. Después las setas troceadas. Esta vez
boletus secos, que hasta el bosque está en crisis. Y por fin el caldo justo de
cocer el conejo. Poco antes de terminar, rocío el guiso con medio diente de ajo
muy machacado y el zumo de medio limón. Así lo aprendí hace muchos años de Sixta
al amor de chimenea y trébede. Vuelvo al arroz de otoño, sin mucho adorno ni
refino. En las encuestas sale la tortilla de patata delante del arroz entre las
preferencias culinarias de la tribu. Esa manía que tenemos los sociólogos por
hacer ranking y obligar a preferencias a la gente. Yo no sabría decir en donde
hay más amor o más sabor.
Vuelvo al
arroz de caminante, de peón caminero, de pastor, de cazador de a pie. Y sin
embargo, bajo el rotundo sabor a caza y bosque, el arroz sigue teniendo para mí
la textura de algo exótico y delicado. Donde se come arroz está mi casa y donde
no se come es tierra inhóspita. Mi infancia feliz es el arroz y el mar
Mediterráneo, lejos de ahí siempre me he sentido un extranjero.
Qué lujo de cesáreas y de boletus.
ResponderEliminarDonde se come arroz está mi casa y donde no se come es tierra inhóspita.
Me quedo con esa frase tan sincera por lo de uno. Lo sencillo.