Dedicado, sobre todo, a las cocineras que
en estas fiestas dejan lo mejor de
si mismas para que los festines familiares sean sabrosos y especiales. Porque sé
que también ponen lo mejor de si mismas en los guisos de cada día que casi
nadie alaba, aprecia o admira. Lo bueno del mundo está en ellas y sin ellas, no
habría cocina, ni memoria, ni felicidad, sólo comida. O ni eso.
Se levantó antes del amanecer y cerró la
puerta de la cocina para no molestar con ruidos y cacharreos. Pensó entonces
que sólo un cocinero de diario podía apreciar a otro cocinero de diario. Ni los
gourmets, ni los glotones, ni quién
se había sentado en su mesa cada día
durante tantos años, ni el invitado goloso, ni siquiera un cocinillas de domingo
podía apreciar, podía saber, lo que un cocinero, una cocinera, daba en sus guisos.
No era sólo tiempo, cuidado, amor, saber, intención, trabajo. Era todo eso, si,
y además una parte muy íntima de la vida que hoy no quería nombrar. Los demás,
los que comían en su mesa, tal vez admirasen la facilidad, pericia y buena mano
con la que salían los platos de la cocina, su sabor exquisito, su presentación cuidada,
su voluntad de que el plato siempre estuviera un poco más rico que la vez anterior
y que todos quisieran repetir. Pero no sabían lo que había detrás, lo mucho
invisible que daba. Pensó que
también sólo un escritor sabía de verdad apreciar la obra de otro escritor. Era
muy fácil llenar un par de folios con una crítica buena o mala, o dejarse
llevar, como lector, por una historia bien contada y hasta admirar deslumbrado
todo eso, pero sólo otro cocinero de palabras sabía del iceberg que había detrás de
dejar sobre la mesa un guiso, un libro.
Comenzó a cortar sobre la tabla grande
las cebollas tiernas y las setas. Hizo luego el sofrito muy despacio, tapando
la sartén para que esas verduras se fueran pochando en su propio jugo con muy
poco aceite. Aunque era muy temprano y apenas había desayunado una tostada y un
pocillo de café probó la cebolla cruda y un trozo de seta. Le gustaba saborear
así muchos alimentos, crudos, salvajes, sin haber sido civilizados aún por el
fuego. También hacía lo mismo a veces con las palabras. Las dejaba en los
labios solas, para descubrir su sabor verdadero. Luego peló las reinetas, las fileteó muy
finas y las marcó en la plancha con una fina lluvia de azúcar moreno. También
cortó finas lonchas de foie crudo y preparó los moldes para la falsa lasaña.
A veces la cocina se llenaba de gente y
alguno ofrecía su ayuda de pinche. A él no le importaba entonces ordenar,
sugerir, aconsejar al voluntario o voluntaria la mejor forma de tostar la
harina para hacer la bechamel, o rallar la nuez moscada o templar la leche o
probar el punto de sal. Pero hoy, como tantas veces, estaba sólo.
Intercaló en el molde el sofrito de
setas, el foie y la reineta en varias capas sucesivas y extendió al final la
besamel por encima de cada una de las pequeñas falsas lasañas. Luego se puso a
preparar las gelatinas de frambuesas y naranjas que acompañarían este plato.
La casa seguía en silencio. Le gustaba
mucho cocinar así, con música. Sonaba “How
To Make An American Quilt”. Le gustaba mucho saborear el tiempo, saber que cocinar
cada día era un trabajo útil, creativo, duro, verdadero, invisible. Siguió preparando la base de los guisos de la cena y también, de memoria, la base de palabras de la historia que estaba escribiendo.
Las palabras se han demorado en los
senos, los culos, los ombligos, los ojos, los cabellos, las piernas, la
cintura, los labios para nombrar la belleza de las mujeres y el deseo de los
hombres. Para él todo eso estaba además, sobre todo, en otra parte. Nunca se lo
había dicho a ninguna pero para él no había nada más bello, erótico, excitante,
atractivo, con más sabiduría para tocar y acariciar que las manos de una
cocinera.
En sus manos estaban, están, los secretos
de lo mejor del mundo.
(Carla Van de Putelaar) |
No hay comentarios:
Publicar un comentario