Óleo de Bartolomeo Bimbi para Cosme III de Médici |
Entonces me dijiste, como quien traza un minucioso mapa en la
arena y espera que sepas utilizarlo para llegar a su casa, quien se atreve a
desnudarse el primer día y no oculta con palabras las estrías de la vida
derrochada, quien viene de muy lejos y olvidó los idiomas que utilizamos todos
para adornar las mentiras de seguir sometidos, quien ha leído libros
condenados, quemados y extinguidos en aquel tiempo en que leer era un abominable
crimen contra el orden. Dijiste, sólo merecen la pena los hombres que tienen
limonero. Yo tuve uno. Me defendí. Un enorme limonero centenario que mi abuelo
Fernando injertó de naranjas, cidras y mandarinas al que iban a dormir
centenares de gorriones en invierno. Pero ya no lo tengo. La familia vendió
aquel solar. El árbol sigue en pie pero de la casa apenas quedan viejas vigas
de castaño llenas de musgo y podredumbre. Días después me regalaste un árbol en
una gran maceta de terracota desconchada. Entonces entendí que ya era por fin
terrateniente y la respiración de tu sueño sería mi arrullo. Tengo otra
condición. Repusiste. Pero yo ya sabía. No hizo falta ninguna explicación. El
calor del día tardaba en imponerse y había muchas horas frescas de mañana bajo
la sombra de la higuera para escribir. Los insectos parecían los reyes de la
tierra y descubrimos porqué el vino, bebido a pequeños sorbos, era el único
tesoro de valor que robaron los griegos a sus dioses antes de que Platón
inventase la lógica y la ciencia o de que los monoteísmos impusieran pecados y
penitencias a granel o de que las delicias y placeres del comer se hicieran
sospechosas.
Escogí un limón del latifundio de mi maceta, una naranja del
frutero y comencé a guisar unos tagliolini alle scorzette di arancia e limone. Pelamos
la corteza de un limón y una naranja quitando su albedo, la cortamos en
finísima juliana y hervimos cinco minutos para quitar parte de su amargor. Hacemos
un sofrito lento y en mantequilla de una cebolla tierna y cuando está pochada
añadimos un vaso de vino blanco, la juliana de cortezas bien escurridas y el
zumo de las dos frutas. Hervimos a fuego lento unos cinco minutos y añadimos
dos puñados de almejas, pimienta negra recién molida y medio vaso de nata. En
cuanto se abran los moluscos volcamos la salsa sobre los tagliolini al dente. El perfume de los cítricos de China y el olor
de los mares océanos se escapa por el campo y nuestra boca. Al final era
cierto, dije yo, pobre, tímido, montaraz y arrogante. Sólo merecen la pena los
hombres que tienen limonero. Luego añadí. Y que saben hacer un guiso de limón y
tienen tiempo para perder, compartir, saborear...
La receta no es mía si no del cocinero Damiano Miniera, de Helena
Attlee que la escribió para todos en su libro y de María Belmonte que tradujo
el libro al español.
Estoy leyendo el libro de Helena. Me produce serenidad y unas ganas incontrolables de volar a Palermo. Voy a hacer una comida en casa, una aranciada, con amigos, cuando acabe su lectura. Esta receta, estará en el menú.
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