Años antes del desastre del “Prestige”, andábamos realizando un
estudio sobre el “emprendimiento” de las mujeres de los pescadores de Muxía
metidas en la aventura de comercializar sus trabajos de encajes “de Camariñas”.
Una día, como en un cuento gótico a lo Blixen, ya muy de noche, sorprendidos
por una tormenta de todos los demonios, nos perdimos en aquellas carreterillas sin
indicaciones, muy estrechas, todo curvas (entonces no existían ni los gepeeses
ni los móviles) que a veces acababan en carriles de tierra, otras en aldeas sin
luces o directamente en páramos deshabitados junto a las broncas rompientes de
la Costa da Morte.
Desorientados y cansados, decidimos pararnos en una tasca que estaba
en las afueras de una de aquellas aldeas. Eso ponía en un letrero de madera labrada
LA TASCA, nada más. Al empujar el portón de madera gastada de naufragio
nos encontramos con un amplio y confortable espacio de suelos de roble bien
encerados y mobiliario extraño, más propio de una casa burguesa del siglo XIX
que de un humilde bar de carretera. Allí se estaba caliente, además, para
nuestra sorpresa, olía muy bien, a una mezcla de chimenea con buena leña,
tabaco de pipa holandés y flores secas de lavanda. En algunas mesas se comía,
en otras se bebía y en todas se hablaba animadamente en gallego de esto y de lo
otro sin que nuestra presencia o nuestra apariencia forastera rompiera ninguna
conversación. Nos sentamos en una mesa libre y nos sirvieron, sin pedirlo, una
frasca de buen tinto de la Ribeira Sacra, de color muy oscuro, con dos potes de
barro para beber, y también dos tazones grandes con un caldo suave y consistente. Luego, tras
entonarnos un poco, la camarera nos recitó la carta de la cena. Pedimos lo básico
y típico: pulpo, mejillones y un guisote de lamprea. La generosa ración de
pulpo a feria, sobre un plato grande de loza vieja, estaba en su punto de ternura, como
exquisitos estaban los grandes mejillones al vapor dentro de un gran pote de
hierro e igual de bueno y abundante era el guiso de lamprea del que pringamos
hasta la última gota de su potente salsa de sangre con unos picatostes de
hogaza que eran más que perfectos. Saboreamos a conciencia la finísima, rara e
inimitable carne de aquel vampiro acuático. De postre y postín compartimos una
ración de tarta de almendras, media frasca de orujo de brujas y un café de
puchero muy suave, aromatizado con una hierba que no supe descubrir.
Eran las doce de aquella noche heladora de febrero cuando la
camarera nos sugirió el reposo allí mismo. La Tasca tenía también su parte de
fonda y arriba había, si lo deseábamos, por suerte, una habitación libre. Nos
atrevimos a quedarnos, por seguir con la aventura gótica, y en buena hora. El
camastro era enorme, antiguo, con el colchón altísimo. La habitación era grande
con el lujo de tener allí dentro una chimenea ya encendida que templaba el
invierno, los altos techos y el granito basto de las paredes. A la derecha se
abría un gran ventanal hasta el suelo que daba al mar rabioso del que huíamos.
Metidos en la cama se adivinaba la espuma blanca de la rompiente. No había tele,
ni baño, sólo uno colectivo para las cuatro habitaciones al final del pasillo,
pero allí dentro teníamos un bonito aguamanil y una preciosa bacinilla de
porcelana decorada con sirenas y flores. Lo asombroso del cuarto era que además,
sobre el muro del fondo, se apoyaba una buena librería con más de doscientos
volúmenes bien encuadernados, sin duda antiguos, con lo mejor de los novelistas
y ensayistas europeos del siglo XVIII y XIX. Parecía la biblioteca de algún
indiano masón y librepensador. Aquel sitio era rarísimo.
El viaje, la cena, el ruido del mar, las lenguas rojas de la
chimenea, aquella cama de otro tiempo con su mullido colchón de lana, poder
hojear, antes de apagar la luz, la novelita de Dumas “La mujer del collar de
terciopelo” en una edición de 1855, nos empujaba a sentir que estábamos
de verdad en otra parte, que tal vez nos habíamos colado, gracias al temporal,
por algún agujero negro cósmico y habíamos llegado a otro lugar del tiempo, en
el pasado, en un sueño, en las páginas de alguna de las viejas novelas de esa
librería. Pero no. La Tasca era real. Volvimos allí a cenar y a dormir varias noches
mientras duró el trabajo, a la misma habitación y a comer casi la misma cena de
la que nunca nos cansamos. Qué rica la lamprea.
Años después, volví de nuevo varias veces. El sitio no cambiaba
y a mí esa permanencia acogedora y fiel me parecía, en los tiempos que corrían,
un gran milagro. Ahora se han puesto muy de moda los denominados “hotelitos
rurales”, pero entonces no había ninguno y además éste era de verdad muy
distinto, no había en él nada postizo, nada era imitación o simulacro. Lo
curioso es que siempre me resultó difícil encontrarlo, como si cada noche
cambiase de sitio aunque el precioso ventanal diera siempre al mar muy furioso.
Luego ocurrió lo del Prestige, aquel Atlántico bellísimo, las
playas solitarias, fragantes y llenas de algas por las que caminé feliz muchos
días antes de hablar con aquellas valientes mujeres de Muxía, se llenaron de
mierda. Envenenaron el mar con chapapote. Hilitos de plastilina decía el
otro. El resto, los voluntarios, el grito de “Nunca Mais”, la conciencia
del don precioso que era aquella Costa de la Muerte es ya otra historia. Pero ya nunca volví a encontrar aquel lugar.
ojalá lo encuentres
ResponderEliminaraquello que no esperas es lo que más se impregna en la piel... un sabor, un olor, un mordisco, de la cocina o de los otros, descubierto de madrugada, en un libro olvidado o en una sonrisa nueva
algunos de mis mejores recuerdos vienen de ahí
creo que no te lo he dicho nunca... leerte me toca el alma
gracias