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(Foto Nicolai Sednin)
Sé que todo es química y electricidad cerebral, pero me gustan las palabras corazón y alma, aunque el primero sea un eficiente bomba de sangre y lo segundo una entelequia inventada por la superstición. Pero me gusta nombrar el corazón y el alma cuando escribo que te amo y me gusta comer corazón y alma aunque en este caso lo primero se llame anticuchos y el alma de este plato sea su marinado picante de mirasol peruano.
Corazón, porque el corazón, esa bomba, se agita, acelera, alborota y siento que algo ahí, en medio del pecho, se remueve. Alma porque la memoria, la fantasía, la cultura, la sensibilidad y los sueños son palabras muy largas y es más sencillo decir alma, simplemente.
Los anticuchos son un plato peruano antiquísimo, que antes de que los españoles llevasen vacas se hacía con el corazón de la llama. Limpio un corazón grande de vaca de nervios, arterias y de grasa y lo troceo en dados, en un mortero de piedra mezclo las guindillas mirasol, una cabeza de ajo, cominos, sal, cebolla, pimienta negra y medio vaso de vinagre fuerte de jerez. Dejo los dados de carne en este adobo una noche en la nevera.
Al día siguiente preparo un ajilimoje con una cucharada de semillas de achiote (urucú, onoto, acuangarica se llama en México) unas maravillosas semillas que además de dar color rojo curan casi todos los males conocidos y muchos otros desconocidos, un chorro de aceite de oliva, otra guindilla mirasol y un vaso del adobo. Lo paso todo por la batidora y pringo los pedazos de corazón en esta salsa antes de ensartarlos en unos pinchos de madera para asarlos al fuego de las brasas en las que asaré también unas mazorcas tiernas para que la gracia peruana sea completa.
Me gusta la consistencia tierna y a la vez firme del corazón asado, el picante muy caliente del ají mirasol, la dulzura del maíz al masticar. Corazón y alma para amar, anticuchos picantes para compartir en quién sabe dÓnde, en una tasca de Lima, en un tugurio de Harlem, en la chimenea de mi casa o de la tuya.
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