martes, 22 de febrero de 2011

PIMIENTOS RELLENOS DE PERDIZ

(Ilustración de Judith Lloret)
Te preguntarás, lector o lectora, amigo, amiga: y a este tío, tan buen amante y cocinero, ¿porqué le dejan todas las mujeres?. ¿No es acaso él ese ideal que buscan todas? Enamorado, buen conversador, hombre de su casa, con tiempo, a ratos divertido, a ratos responsable, a ratos loco, mediana edad, sin apego a patrias o trabajos. Y yo te diré que no hay abandono, fracaso, ni ruptura. El mundo o la vida, el azar o la necesidad nos aleja o acerca, el tiempo compartido solo puede ser presente y pasado mañana, un poco del ayer que atesora y transforma a su gusto la memoria y nada más. Se sincero, nuestro futuro solo importa de verdad a bancos y aseguradoras. La compañía, la amistad, el deseo de vivir, el amor, no pueden asegurarse.

No me pesa hoy la soledad, puedo escribir una carta de amor o guisar esa receta para convocar una caricia y un olor. Pero te dejo, lector, lectora, utilizarme para lo que gustes. Compararte conmigo por ejemplo y salir mejor parado. Eso suele aliviar a casi todos. O puedes guisar para tu amante cualquiera de estas recetas, son muy fáciles, seguro que te saldrán mejor que a mi y también mejor que a mi el amor o el sexo de después. Y si más tarde, cuando ella o él estén lejos, le escribes una carta con tiempo y con ganas, me sentiré bien. Vas entendiendo la alquimia de la vida, esos pocos ingredientes que nos hacen tan felices a los humanos: alimentos, palabras, tiempo, saber mezclarlos todos.

Yo he traicionado, abandonado, huído, roto esos afectos que el azar, generoso, derrochador a veces, nos ofrece. Y muchas veces sin razón, porque sí, por dejadez, egoísmo, vagancia, inconsciencia. Por idiota. Estar solos es siempre culpa nuestra. O deseo.

Aquella ve no supe ver que siempre hay otra vida posible en otra parte, que no hay que tomarse a Kavafis al pie de la letra. Te recuerdo ahora frente a mí la tarde antes de nuestra separación y recuerdo esa cena, tus palabras, la furia de descubrirme tan idiota, comodón, pagado de mi mismo. Dices: batalla perdida.

Crees que vivimos una silenciosa batalla ya perdida entre los glotones, golosas, pecadores por gula, cocinillas y demás especies en peligro de extinción y los gastrónomos de fascículo, los aficionados a las dietas adelgazantes necesitados de unas terapéuticas vacaciones urgentes y sin billete de regreso a Etiopía. Una guerra entre los afiliados al vegetarianismos o a las dietas de homicidas famosos con apellido francés, los devoradores de pulpa de carne entre panecillos de goma espuma, los adictos a las tortas de pan sin levadura embadurnadas de colorante de tomate, queso de chicle y salami de tiburón, los comedores de fibra para defecar, polvitos blancos de ciclamato y aceite de pepita de uva refinado, los hinchas y seguidores de los precocidos, precocinados, prefritos, predigeridos, predefecados, pupilos y pupilas de una secta de éxito. Batalla perdida, aseguras. Ellos y ellas son más y están mejor armados.

No somos lo que comemos, comemos lo que somos. Simples imbéciles convencidos de que comer es nutrirse, alimentarse, regenerarse. Pero cómo entregarse a una tía que no sabe hacer una simple bechamel, como tirarse a un tio que ignora lo que es la vinagreta. Cómo besar los labios jugosos de una mujer que se alimenta de yogurt desnatado, ensalada sin sal y filetes de vaca resecada a la plancha. Cómo chupar la lengua caliente de un hombre que devora cada noche empanadillas congeladas, arroz tres delicias de sobre y cocacola con jotabé. Vaya mierda. No lo dudes, ese tipo cualquier viernes te invitará a cenar a un restaurante con la carta llena de muselinas, aires, caramelo de fuá, humo de anacardos y hojaldre relleno de prepucio de bacalao con esferificaciones de crema de mandarina y pensará que ha cumplido según la factura final y el nombre del vino que habéis tragado, pero el domingo por la noche, con unos canelones de microondas y un refresco sin cafeína os iréis a la cama a echar el polvo a ser posible con preservativo de poliuretano superfino, anatómico y un empujoncito de Viagra.

Pero el olor caliente de la tierra recién regada y las macetas de menta de tu ventana me hacen olvidar los pensamientos impuros y las guerras alimenticias perdidas en las que la artillería pesada de la limpieza, la comodidad y la rapidez va destruyendo las antiguas cocinas, las despensas oscuras, las solanas donde se secan los pimientos y los higos, los desvanes llenos de fruta para el invierno, los guisos que requieren lentos aprendizajes, tiempo y paciencia...esos pucheros que dejan por la casa olor a comida y el gusto por comer despacio, saboreando la avidez de la lentitud y la complicidad de otra boca. La primera vez que probé los chunchulines fritos con ají me parecieron crujientes y deliciosos, la primera vez que comí una sopa de pollo con fideos de sobre vomité sobre la alfombra.

Confiesas: apenas se cocinar unas docenas de platos que me enseñó mi abuela, mi cultura gastronómica no pasa de Brillat edición de bolsillo, Ortega pillada en falta en algunas recetas y el manual de la Sección Femenina muy manchado herencia de mi madre. Sé que soy una cocinera mediocre aunque te guste todo lo que hago. Pero yo sólo tengo dos principios culinarios: come lo que te sepa rico al primer mordisco y no te fies de aquellos alimentos que no lleve la humanidad comiendo un mínimo de cien años. Mi abuela decía quinientos pero quizás fuera demasiado conservadora. El tercer principio sería el de siempre y vale para todo: mejor comer solo que mal acompañado. Lo demás es ganas de echar literatura a la sopa de ajo, poesía al besugo al horno, ética a los cardos gratinados. Echar literatura está bien, es divertido y sirve para escribir libros y creer que la felicidad puede estar escondida en el sabor a huerta cubierta de rocío del salmorejo o el olor a marejada contra acantilado de un marmitako, pero a veces la tristeza ablanda mejor el sofrito de cebolla y pimientos verdes y da un aroma inigualable al café.

Me dices entonces que te mueres por unos pimientos rellenos y yo me muero por rellenarte el vientre del suave pure picante de mis sueños. Hace calor, son casi las tres de la tarde así que dejamos la tímida sombra de la parra y entramos dentro, a la penumbra fresca de la cocina. Me hablas de cual es el lugar de tus sueños como si me tentaras con un viaje que no nombras, abandonar esta casa, la ciudad, lo que somos ahora, un par de parados cuarentones de futuro precario y frágil equilibrio afectivo. Todo ha sido siempre frágil y precario, me dices, todo ha sido siempre una trampa llena de cebo: trabajo interesante, futuro resuelto, carrera profesional, aumento de sueldo, vacaciones. Pero el cebo siempre estuvo podrido, afirmas, siempre estuvo seco o recalentado o agrio, contaminado de parásitos aunque por fuera pareciera recién gratinado de placer, brillante de muselina de felicidad, humeante y apetitoso como los venenos más mortales. Nombras un viaje pendiente, otra ciudad, otra casa mejor que esta para hacer natillas y amor, pero te dije como un imbécil que me gustaba esta, ¿para que marcharnos a otro lugar siempre incierto y comenzar otra vez?. Entonces, cuando buscaste mis ojos, vi que eran mis párpados los que estaban cansados y sentí el dolor de esas pocas palabras que me susurraste antes de perderte durante mucho rato largo en la despensa con el pretexto de buscar las conservas de pimientos asados: No te propongo que me sigas. Tampoco me habías propuesto vivir aquí y aquí estaba, en este pueblo, conociendo los secretos más escondidos de nuestros cuerpos, esos que nunca imaginamos guardar, que ni siguiera pensamos que existieran.

Te traicioné entonces y lo sabía, pero no me importó, ya tenía experiencia en elaborar coartadas y sólidos argumentos, en utilizar una mezcla de caricias, palabras, besos y silencios para humedecer pasiones y propiciar pactos, acuerdos tácitos, sólo que entonces no me di cuenta que tu propuesta eras otra forma de nombrar el amor. Te marcharías mañana muy lejos y mientras tanto estábamos aquí, con los dedos manchados del aceite de los pimientos y rellenado su interior de algo fuerte, rotundo y decisivo. teníamos que hacer una comida grave y espesa porque esta vez iba en serio, esta vez no sería un nadar suave uno encima del otro, ni la lenta quietud de un orgasmo compartido con sabor a castaña en almíbar, ni la furia de fiesta de ese deseo primero que no se acaba en horas y deja el cuerpo meloso como salmón poco hecho. Esta vez iba a ser una guerra, todas las guerras juntas, esa lucha cuerpo a cuerpo que no reniega del dolor, que solo quiere vencer al otro, que sea el otro quién se rinda, quién gima primero y se derrumbe en el fondo impenetrable del orgasmo. Esta vez estaba en juego el futuro, esta casa antigua y un paraíso propuesto casi con desgana, una pequeña vibración que se había convertido en terremoto siniestro abriendo una grieta cada vez más ancha, profunda y definitiva entre nosotros. Desde el principio supe que acabaríamos los dos heridos, agotados, con el estómago lleno de rencor y miedo.

Saliste de la despensa con dos grandes tarros de vidrio, en uno había pimientos del piquillo y en el otro perdices escabechadas. Hace unos meses me las regaló Ramón, un amigo tan buen cocinero como tú, son auténticas, salvajes y cazadas por él, vinagre de jerez y cebollas moradas. Deshuesé las perdices con los dedos igual que un canibal descoyunta los miembros de su víctima. ¿Porqué no seguir aquí?, ¿Para qué ir lejos?, pensaba. Hicimos unos pimientos del piquillo rellenos de salsa de cebolla y perdiz envueltos en hojaldre acompañados de mermelada ácida de moras verdes. De postre fresas con chocolate.. Y después nos hicimos daño con el placer. En esa última noche juntos, cuando las horas pierden su nombre, cuando cualquier luz escuece y la oscuridad nos vuelve locos tenemos la certeza absoluta de que amamos y hace falta muy poco para sentirnos inmortales. Pero llega la mañana. Ya no estás. Pasarán los años. Te fuiste a Santiago, Guatemala, Perú, Nueva York, quién sabe. Te perdí en todas las ciudades. Duele el hígado. Demasiado vino y demasiada prudencia. Para cocinar y para amar siempre hay que arriesgarse. Tenía razón Kavafis.

5 comentarios:

  1. Señor gastropitecus:
    este fin de semana nos dimos un festín de pimientos rellenos de perdiz escabechada.
    Lagrimones.
    Me ha encantado la coincidencia.

    Por lo demás.
    Cada vez que publicas, me reservo mi momento. Y hoy ha sido muy especial.

    Gracias

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  2. Las perdices salvajes escabechadas son mi debilidad. Antes cazaba bastantes en Tomelloso y en Villanueva de la Fuente. Me gusta mucho el escabeche para enriquecer ensaladas de rúcola, de judías verdes, de wakame. Este año se dieron mal. Ayer comí patatas con costilla. Tenía buenas patatas. Las recordé por tu adobo de costillas. Al final la cocina de la memoria es la que me hace más feliz.

    GRACIAS A TÍ.

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  3. Nuestros gustos comidas y sensaciones se van uniendo en estos espacios de internet, a priori fríos...

    El otro día me sorprendí aviando un rape, y recordando algunas palabras tuyas al respecto en un post, quizás antes de Navidad, cuando acabé fui a buscarlo y no lo encontré, era sobre la morralla...

    asi que vamos uniendo olores...

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  4. Webos, ¿tal vez fuera esta?

    http://gastropitecus-gloton.blogspot.com/2010/11/escorpora-verde.html

    El otro día conseguí un hígado de rape y anduve enredando... al final tiré por la calle de en medio encebollándolo con cebolla confitada para comerlo frío.

    Cuando nado en el mar profundo imagino los monstruos como el rape ahí debajo. Monstruos amigos.

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  5. "Nunca he sido más feliz que aprovechando la morralla del tiempo, esos instantes extraños, con espinas, que se esconden en las rocas de la orilla, que tiramos por la borda sin saber que su sabor es intenso y delicioso. Quiero saborearlos contigo porque todo en el mar es comestible, todo en la vida precioso.

    Y quién no lo sepa no merece comer pescado."

    Si. Era esto lo que buscaba, necesito imprimirmelo y grabarmelo a fuego, me parece HERMOSÍSIMO.

    Gracias, gracias

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