viernes, 2 de septiembre de 2011

LIEBRE MALDITA

(Pintura de Tomás Yepes) ¿Porqué hay tan pocos restaurantes donde ofrezcan, en temporada, guisos de liebre?, ¿porqué los cazadores de menor prefieren llevarse a casa una perdiz a una liebre?, ¿porqué sigue manteniendo la infundada mala fama de carroñera?, ¿acabó de arreglar este prejuicio la turalemia?…

Buceo en los clásicos recetarios de la alta cocina europea del XVIII y XIX y me sorprende la infinita veneración que se tiene a tres piezas de caza: la becada, los zorzales y la liebre. Estas tres piezas ocupan la delectación, el mimo y los alagos de todos los cocineros, guisopones, cocinófilos, gourmets, marmitones, chefs y demás escritores amantes del exceso y la glotonería más auténtica. Leer esos recetarios, de elaboración imposible hoy, embriaga y marea, divierte y llena el estómago solo con imaginar las digestiones de boa de los comensales de tales platos eminentemente afrancesados. Sorprende mucho la locura gastronómica que se tiene a los zorzales, que en Francia sigue, y sobre todo a la liebre, por encima de perdices, jabalí, venado, faisanes y demás animalitos “guisables”.

Por el contrario en los recetarios españoles que tengo por ahí: “la cocina española antigua” de Emilia Pardo Bazán (1913), “La cocina española moderna”(1914), “El practicón” de Angel Muro (1894) el Escoffier español, y hasta en los más modernos tratados que resucitaron hace pocas décadas las cocinas regionales o la mal llamada nueva cocina, la liebre está en la marginación de los cuatro guisos de siempre, sólidos, nobles, apetecibles, aligerados o modernizados pero poco sofisticados y sobre todo olvidados. Si nos paseamos por las cocinas de los restaurantes de caza o de los cazadores amigos que cocinan, la liebre suscita pocas filias y muchas fobias y apenas existen recetas como, por ejemplo, la “Liebre Royale” que es la más sublime de las recetas de liebre. Se trata de un estofado con vino y la sangre del animal más pimienta, laurel, tomillo, perejil cebolla, escalonia, ajo…un estofado lento en el que la liebre cuece como mínimo durante siete horas (Robuchón amplia a nueve las horas de lenta cocción) hasta que se convierte en una especie de puré oscuro, rico e intenso. Una variación de la receta añade, como no, hablamos de franchutes, foie y trufas al guisote, convirtiendo el plato en un orgasmo y un exceso delicioso. Así trata la Liebre a la Royale, Pierrot, Oliver, Haeberlin y el Larousse gastronomique de Montagné (1938) Se llama la variación: liebre Royale a la Perigordina.

Claro que tenemos en España maravillosos fanáticos de la liebre como Francisco de Sert Welsch “El Goloso, una historia europea de la buena mesa” (2007) y muchos otros amigos, pero la mayoría estadística de los cazadores, aunque admiran la liebre como pieza cazable, la ningunean como alimento, cuando no, directamente, le hacen ascos por su olor intenso y porque, eviscerar una liebre en la cocina pone a prueba la pituitaria de la parienta más tolerante y convierte la encimera en un escenario de película gore.

A esta fobia se une la conspiración “dietético-nutricional-ensaladitera-light”. Para esta tendencia gastronómica integrista de lo sutil y saludable, ver oler, degustar un potente, intenso, rotundo guiso de Liebre Royale a la Perigordina es un pecado mortal, un atentado contra la salud que debería ser perseguida por alguna ley de sanidad. Para los que estamos en el ajo y amamos la liebre viva y muerta, comer liebre en cualquiera de sus guisos gabachos o ibéricos es la forma más fácil de alcanzar la felicidad.

Publicado en la Revista Trofeo Septiembre 2009 http://www.trofeocaza.com/noticia/2618/

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