(Fotógrafo: Joyce Tenneson )
Cualquier hombre desnudo, acurrucado en una hamaca de cuadros de colores, a la sombra de una parra llena de racimos maduros, oliendo los jazmines del jardín y mirando el rosa intenso de la buganvilla, con una copa de sidra fría entre las manos, tiene que ser necesariamente feliz. Si además ese hombre, mientras apura la copa, contempla como ella recoge higos maduros al fondo del jardín y le sonríe, no cambiaría el instante por ningún paraíso.
Y ese tipo soy yo. Era yo.
Nos teníamos trabajo. Nos habíamos convertido, según tus palabras en: la escoria de la sociedad, parados sin derecho a paro, recién despedidos sin indemnización, desocupados sin oficio ni beneficio. ¿Que te gustaría hacer el resto de tu vida?.
Saboreo hoy tu recuerdo, la identidad que te nombra con los ojos cerrados. El secreto de tu piel que me acompaña ahora mientras hago este plato de pasta que tanto te gustaba. Se hace muy rápido, tiene cuatro sabores sencillos y es el mejor para saciar el hambre después de los excesos. Tu me lo enseñaste. La pasta al dente como los labios pequeños de tu sexo, el aceite de oliva crudo como la untuosidad de tus jugos, el parmesano en virutas largas y crujientes, los dados de tomate pelados, maduros, carnosos como el deseo y el orégano fresco, recién cogido, florecillas verdes apiñadas que huelen a verano. Te gustaban mucho estos espaguetti apresurados, tibios, ligeros, glotones, aceitosos, frutales. Es que me saben tanto a verano. Igual que tú. Los dos sabores llegasteis a mi vida a finales de agosto, cuando se toman siempre las decisiones importantes, como no volver a la mierda de ese trabajo. Te sentabas sobre mi y rodeabas mi cintura con tus piernas y me abrazabas para respirar al compás, piel con piel, con los ojos cerrados, sintiendo como hacíamos la digestión a la vez y como a la vez comenzaba el deseo a mordernos el ombligo, a bajar por las piernas y subir al cerebro hasta el lugar donde vive la furia y la risa.
Cuezo los espaguetis frescos tan solo unos minutos con su puñado de sal, su nuez de mantequilla y su ajo roto. Paso el trozo de parmesano por el rallador grande y las virutas caen al plato haciendo una pequeña montaña. Pelo y despepito los dos tomates llenos de sol y rompo dos cogollitos frescos de orégano sobre los dados rojos. Refresco la pasta y la escurro bien antes de bañarla con un buen chorro de aceite, el tomate con orégano, la nube salada de queso. Apenas diez minutos y otros diez para comer juntos sobre la mesa de piedra del jardín, bajo la higuera, mojando el hambre con una sidra fría, seca, de color oscuro que un amigo remoto a enviado a tu abuela desde Normandía. Un viejo amigo de entonces, de los primeros días en el frente de la Ciudad Universitaria –te había contado ella, la vieja-, uno de esos hombrecillos que luchó en todos los frentes en la famosa “nueve” de la columna Leclerc. Tenía la certeza que tras París iría Madrid, que tras Hitler iría Franco. Inventaron una forma nueva de hacer la guerra avanzado a toda pastilla con sus camiones oruga armados hasta los dientes, sin retroceder nunca, pasando muchas veces la línea del frente, durmiendo en ellos, sin ningún miedo a nada. El miedo ya lo habían perdido en Madrid, en Berchite, en el Ebro, en los campos de concentración del sur de Francia o el norte de Africa. Tenían esa certeza, después de París, Berlin y después Madrid. Casi todos eran anarquistas, catalanes, extremeños, republicanos sin partido que sabían como aguantar la precisa artillería alemana o como reventar un Panzer con una granada y una botella de gasolina. Casi todos murieron camino de Berlín, ninguno sale en las películas yanquis aunque fueron los primeros en entrar en París y en llegar al “Nido del Aguila” de Hitler. Luego les traicionaron. Los aliados no siguieron hasta Madrid y ellos, los poquísimos que quedaron vivos, se integraron a la vida civil y pacífica, siendo buenos padres, ciudadanos anónimos. Para Leclerc y sus oficiales siempre fueron los mejores, para el resto del mundo nadie, unos olvidados. En mi memoria está escrito que eran los mejores –te había dicho tu abuela, Y uno de esos hombres le envía a tu abuela todos los años una caja de botellas de sidra de la que hace en su granja. Y siempre la misma carta y las mismas palabras “para la miliciana más guapa de mi trinchera. Te recuerdo”.
Tu no dices nada ahora pero yo imagino a ese anciano enamorado embotellando esta sidra y recordando a la mujer que vivió en esta casa y que te hizo posible. Y ahora, mientras recuerdo yo también tu sabor, el olor de tu cuerpo y tus palabras, me como bajo la misma higuera este plato de pasta y me bebo una botella entera de sidra buscando en el fondo donde está el secreto camino que me llevará hasta tí. La receta de la pasta era tuya y antes de tu abuela y antes de ese miliciano casi centenario que sigue enviando la sidra al amor de su vida, aunque ella ya no está.
Que preciosidad...
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