(fotografía Eric Zener)
Hay tardes de piel. Pasas el dedo despacio y tocas la pulpa de la vida. Salta el recuerdo desde la selva de la memoria y se pasea como un jaguar libre. Veo en sus ojos los tuyos cuando eras salvaje.
Hay tardes de comer el hambre en crudo, sin más guiso o aliño que tu y yo, la luz, el tiempo y un poco de sal.
Pienso que te regalaré un diamante de sal del Himalaya no para tu dedo. Para tu corazón. Sal fósil con millones de años de las minas de Khewra en Cachemira. Porque sé que solo te interesan los diamantes que se comen.
Luego, en sal gruesa y parda de las salinas de la Bretaña esconderé esta lubina que he pescado entre las rocas de esa playa de Oyambre. veinte minutos a horno fuerte. Rompo la costra, saco con cuidado la carne y añadimos unas gotas, pocas, de limón verde. Cocina milenaria y primitiva. Si estuviéramos en Perú la hubiera hecho en tiradito, se que también te gustaría con limoncillo, tomate verde y un roce de aji. Pero estamos aquí, al otro lado del mundo.
A los pescados, a la vida, le valen pocos adornos, escasos afeites, ningún decorado. Comer un pescado asado o comerse la vida con los dedos, arrancando la carne de la espina, separando la piel con delicadeza y descubriendo lo rico que está así casi todo. No hace falta irse lejos, ni tener cama de plumas o vajilla francesa, no hace falta más que intención, hambre, tiempo y mar.
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