Pintura de Juan Diego Ortiz García |
Tiempo de granadas.
De niño traía mi abuelo un gran cesto lleno de granadas grandes y reventonas. Yo desgranaba unas cuantas y luego hacía zumo triturando sus lágrimas rosadas y rojas. Bebía este líquido fresco muy despacio saboreando su dulzura y a la vez su aspereza astringente.
De entre todas las muestras de amor esta es la que más aprecio, que alguien me desgrane con cuidado unas granadas maduras y me las ofrezca en un cuenco para comerla luego a cucharadas mientras fuera el otoño hace nacer las setas y las nubes.
Alguien cocina en una casa cercana y huele igual que el guiso que me hacías en días como hoy. Abandonabas muchos libros y blusas, muchas fotografías, trastos y discos en aquellos pisos de alquiler de todas las ciudades que marcaban tu huída. De un día para otro hacíamos el exiguo equipaje y volvíamos a la precariedad de la vida recién inaugurada. Pero nunca te dejabas en aquellas casas sin memoria la lámina mal enmarcada de Lautrec ni la vieja cocotte. Enseguida aprendías los idiomas y las costumbres, descubrías los mercados secretos y las librerías misteriosas, las tascas baratas y los rincones solitarios de parques para hacer el amor a la intemperie. En pocos días teníamos la nueva casa convertida en un hogar acogedor con retales de brocado antiguo, libros viejos y muebles de desguace. Siempre colgabas en la habitación el cuadro de Lautrec y en la cocina burbujeaba tu pesada cazuela de alquimista inventando el guiso nuevo que acababas de aprender de una vecina inmigrante o la receta casual gritada por una pescadera o mal leída en un libro de viejo.
De niño traía mi abuelo un gran cesto lleno de granadas grandes y reventonas. Yo desgranaba unas cuantas y luego hacía zumo triturando sus lágrimas rosadas y rojas. Bebía este líquido fresco muy despacio saboreando su dulzura y a la vez su aspereza astringente.
De entre todas las muestras de amor esta es la que más aprecio, que alguien me desgrane con cuidado unas granadas maduras y me las ofrezca en un cuenco para comerla luego a cucharadas mientras fuera el otoño hace nacer las setas y las nubes.
Alguien cocina en una casa cercana y huele igual que el guiso que me hacías en días como hoy. Abandonabas muchos libros y blusas, muchas fotografías, trastos y discos en aquellos pisos de alquiler de todas las ciudades que marcaban tu huída. De un día para otro hacíamos el exiguo equipaje y volvíamos a la precariedad de la vida recién inaugurada. Pero nunca te dejabas en aquellas casas sin memoria la lámina mal enmarcada de Lautrec ni la vieja cocotte. Enseguida aprendías los idiomas y las costumbres, descubrías los mercados secretos y las librerías misteriosas, las tascas baratas y los rincones solitarios de parques para hacer el amor a la intemperie. En pocos días teníamos la nueva casa convertida en un hogar acogedor con retales de brocado antiguo, libros viejos y muebles de desguace. Siempre colgabas en la habitación el cuadro de Lautrec y en la cocina burbujeaba tu pesada cazuela de alquimista inventando el guiso nuevo que acababas de aprender de una vecina inmigrante o la receta casual gritada por una pescadera o mal leída en un libro de viejo.
No tenías ningún apego a las cosas, ni a las ciudades, ni a la memoria. Hoy voy a hacer un guiso de cerdo a la Gauguin. Me ha dado la receta Ambrosia, dice que su isla esta cerca de la de mi bisabuela. Pero yo no te estorbaba aclarándote que los Mares del Sur quedan un poco lejos de Madagascar. O quizá no tanto. Al fin y al cabo no hay otro mar que el mar entero y sus nombres distintos, repartidos por la rosa de los vientos y los mapas de los geógrafos antiguos, son poco más palabras huecas sin marea ni salitre.
En mi nueva cocote, ya caliente, sofrío los dados gruesos de carne de cerdo en mantequilla, añado la zanahoria, el laurel fresco y las cebollas y cuando está todo dorado vuelco entera una botella de Borgoña y meto el cazuelón en el horno. Dos horas después pruebo el punto de sal y de ternura y sumo al guiso las patatas cortadas en trozos gruesos, la leche de coco, la hierba de bruja y los ajís amarillos. Añado al final dos puñados grandes de lágrimas rojas de granada. Saboreo hoy este guiso de los Mares del Sur contemplando el despertar que nos pintó Lautrec cien años antes de que tu y yo naciéramos.
Luego, de postre, desgrano con mimo una granada madura.
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